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SEMANA CHILE

117 no se trata de esa fruta dulce y empalagosa con la que los productores chilenos casi nos provocan diabetes du-rante gran parte de los años noventa y primera década del nuevo milenio. Hoy lo que se busca es el sabor frutal, pero con cosechas mucho más adelantadas en busca de, claro, sabores más frescos. Imaginen un jugo de fruti-llas hecho con frutas cosechadas un mes antes de que se vuelvan dulces y cansadoras. Esa es la idea. Conversan-do con enólogos chilenos, los más radicales, me cuentan que a veces cosechan con casi dos meses de anticipación que en el pasado. Es obvio que, con ese cambio en la ven-dimia, los vinos son completamente distintos. Entonces, tenemos el acento en la fruta, una fruta más fresca. Pero hay más. Por ejemplo, la idea de pensar o, qui-zás, repensar el pasado. Una vuelta a atrás ha permitido redescubrir zonas olvidadas como Itata, en el sur de Chile, o cepas ninguneadas por si-glos como el país o el Muscat o, más recientemente, el cin-sault, tres uvas que dan vinos deliciosos en Itata, pero no solo eso, sino especialmente sabores nuevos. Hacia 2011 la bodega De Martino comenzó a producir en la zona, iniciando así una verdadera oleada de empren-dimientos que hoy tienen a Si antes el paisaje era dominado por un puñado de grandes bodegas, hoy hay decenas de pequeños emprendimientos que se atreven a producir vinos con las colinas de viejos viñedos de Itata como el hot spot del vino en Chile. Se trata, por cierto, de una moda que ya decantará, pero lo concreto es que los vinos que vienen de Itata son menos perfectos en el sentido técnico del término. Quienes producen allí –los mejores– han logrado respetar el sentido de origen de vi-nos mayor libertad. que en el fondo tienen la rusticidad del campo. Vinos menos ‘enológicos’ a fin de cuentas. El cinsault puede ser una delicia, un jugo de cerezas con textura suave, que acaricia el paladar, el tinto que nece-sitan para tenderse bajo el sol junto a la piscina y ver pasar la tarde. El moscatel, en cambio, es un blanco recio. La tra-dición en Itata indica que se fermenta y se cría con las pie-les, desde las que extrae texturas y sabores. El resultado es que casi parece un tinto, y solo el color lo delata. Imaginen el blanco perfecto para charcutería y ya lo encontraron. El país es otra cosa. Si bien en Itata hay país, el epicen-tro de la revolución de esta cepa sucede algo más al norte, en las zonas de viñedos de secano (sin riego artificial) en el Valle del Maule y, principalmente gracias a un francés Cultura avecindado en la región, Louis Antoine Luyt, quien se ena-moró de la variedad, y trató de hacer algo con ella. El futuro gran amor de Luyt fue, hasta la mitad del siglo XIX, la fuente principal de tintos en Chile. Pero luego llegaron las primeras importaciones de cepas francesas y lentamente, con las incipientes señas de modernidad enológica, el país fue quedando relegado a vinos comunes, a granel. Los vinos para los bares de mala muerte del sur profundo chileno; el perro calleje-ro, entumido de frío, que se acurruca a la salida del bar, esperando a que otro borracho vuelva a patearlo. Para la enología moderna chilena, el país no existe. Pero sí existe para Luyt, que no solo acarició a ese perro, sino que también lo adoptó, lo hizo parte de su vida. “En un comienzo, lo que me llamaba la aten-ción era que nadie se fijara en esta uva; que nadie haya querido aprovechar esa herencia de parras viejas que había logrado adaptarse y, especial-mente, sobrevivir”, dice Luyt. Pero tampoco estaba tan seguro. En 2006, con un primo, comenzaron Clos Ouvert, un pequeño pro-yecto sin bodega y sin viñedos propios y cuya intención era hacer vinos naturales, como los que el mismo Luyt ofreció a sus clientes mientras trabajó en un bar en París, en una de sus múltiples idas y venidas entre Francia y Chile. Luego vendría la colaboración del ya falle-cido Marcel Lapierre, una de las grandes voces de Beaujolais, que vino a Chile y también se maravilló con las viejas parras arrastrándose en el suelo. De esa colaboración nació El País de Quenehuao, un tinto de aromas terrosos, lle-no de sabores frutales y con esa textura rústica de la uva que solo necesita chorizo para llevarse de maravillas en el paladar. De ahí en adelante, el país ha comenzado a recuperar parte de su popularidad. Y ya no solo bodegas pequeñas y proyectos artesanales la incorporan en su catálogo, sino que también nombres mucho más grandes como de hecho Concha y Toro también la tienen entre sus vinos. Así de lejos ha llegado el país, el perro callejero. Chile está cambiando de una manera vertiginosa. Si antes el paisaje era dominado por un puñado de gran-des bodegas, hoy hay decenas (con cara de cientos) de pequeños emprendimientos que se atreven a producir vinos con mayor libertad, de espaldas al mercado, sin darle tantas vueltas a lo que quiere el consumidor, sino más bien pensando en lo que realmente a ellos mismos les llama la atención. Si quieren un resumen de lo que sucede hoy en Chile, ese sería.


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