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SEMANA CHILE

21 Corría el año 1973 y con este, por el sur del continente, también una ola de desgracias políticas: un golpe militar le arrebataba a las fuerzas progresistas su lugar en la historia. El brutal golpe militar de Pinochet dejaba sin vida, sin familia y sin patria a miles de chilenos, entre ellos a mí, un simple hijo de una familia humilde que con mucho esfuerzo se abría un elemental espacio en la compleja y excluyente sociedad chilena. A los 30 días del golpe militar del 11 de septiem-bre, con la ayuda de algunos amigos y la invalorable colaboración de un fun-cionario de la embajada de Colombia, Paul de Bedout, logré entrar a la residencia del embajador de este país por la puerta de servicio y solicitar asilo político. Desde ese momento comenzó a desarrollarse la etapa más importante de mi vida, y puedo asegurar, mirando desde la experien-cia, que fue el inicio de un proceso de reconstrucción espiritual, político y perso-nal que solo es explicable por el hecho de haber en-trado por aquella puerta al corazón de un país maravi-lloso. Tierra no exenta de dolores, tragedias e injusticias; no alejada de razones para la rebeldía y la protesta, no carente de causas jus-tas para alinearse así fuese desde la simple, solitaria y silenciosa solidaridad. De ninguna manera, el afecto con el que fui reci-bido me nubló la razón para descubrir causas de los males que afectaban a esta sociedad. Sin embargo, en honor a la verdad, desde las sonrisas de bienvenida esgrimidas por el embajador de Colombia en aquel entonces, don Juan B. Fernández R., y su queridísi-ma esposa, doña Elisa de Fernández, hasta la calidez del último funcionario de la embajada fueron el pre-ludio de que estaba entrando al mundo del realismo mágico. Y así fue. Nada de lo mendaz, pequeño, duro y doloroso de un país atrasado se escondía, pero todo aquello que lo hace ser una tierra distinta, se exhibía. Generosidad, solidaridad, afectos y oportunidades han sido los materiales que concurren al crisol en el que se funde el amor por esta tierra y su gente. Independientemente de los efectos que esta calidez colombiana haya logrado en el corazón de cada chileno que se refugió en Colombia, puedo asegurar que hay un hilo conductor que nos une: gratitud. Los recuerdos se agolpan en la mente… el Hotel de la Calle 13 (el hotel de los chilenos), las reu-niones casuales o programadas en el correo de Avianca en la carrera Séptima, las pana-derías de la calle 12, el barrio la Candelaria, las caminatas de tarde noche por el centro de Bogotá, las interminables carreras de aquellos que ejercíamos la docencia para cumplir con los horarios en las dos o tres universidades en que trabajábamos. Las re-uniones en casa de Kiko, el médico amigo; las canciones de Fernando Jara y Maria Luisa o Marisol; los vinos que nos toma-mos para llenarnos de nostalgia y dolor por lo perdido. Los primeros aguardientes, los primeros y torpes pasos en el intento por bailar salsa, los amores colombianos que se fueron transformando en los síntomas del cambio. Fuimos poco a poco asimilando lo que hoy para mí es una virtud: la vida hay que vivirla intentando en cada segundo ser feliz, la amargura no es buena compañía para vivir y mucho menos para hacer política. Solo los que están siempre acompañados por el optimismo, la solidaridad y el amor serán los vencedores, aunque se nos vaya la vida en ese intento. Finalmente, Colombia y su gente me han dado to-dos los hechos y las experiencias más bellos que un ser humano pueda agradecer. Qué más se le puede pedir a la vida. Llegué al país como asilado político después de vi-vir casi un año en su embajada en Chile y puedo decir con la autoridad que me dan los años: ser inmigrante en Colombia para mí ha sido una bendición. RAIMUNDO TRINCADO OLIVERA Sociólogo, cientista político. Fue el inicio de un proceso de reconstrucción espiritual, político y personal que solo es explicable por el hecho de haber entrado por aquella puerta al corazón de un país maravilloso. IntroduccIón


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