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La paz que cuelga de un hilo

Una disidencia en expansión y grupos posparamilitares acechan en los alrededores del río Guaviare, donde el desencanto con la sustitución de cultivos amenaza con disparar la siembra de coca. Un recorrido por el viejo territorio del Bloque Oriental de la guerrilla, donde sus excomandantes huyen por sus vidas.

Romaña sentía que si se quedaba en Tumaco sería hombre muerto. Tenía razones para temer. Las Farc lo habían enviado allí porque solo un comandante con su dominio de tropa podría ponerle orden al caos del mayor enclave cocalero del mundo. Pero permaneció demasiado y ese caos se alineó en su contra. Varios querían asesinarlo, como Guacho, que llegó a ser el disidente más temido en el país, a quien Romaña había encarado en la tarea de mantener a los excombatientes en el acuerdo de paz. Una noche de septiembre de 2017, Romaña se escabulló a escondidas del espacio de concentración que dirigía y empezó un viaje que lo llevaría hasta los llanos, la región que dominó por décadas y que conoce de memoria. Allá, creyó, encontraría la tranquilidad. Pero estaba equivocado.

Lucio, excomandante del frente 40 y hombre de confianza de Romaña, cuenta esta historia. Ambos salieron secretamente en la penumbra a bordo de una camioneta. De Cali pasaron a Bogotá sin que nadie los detuviera en la carretera. Luego condujeron alrededor de 8 horas hasta la finca el Diamante, en Uribe (Meta). Allí, alojado en una casa llena de pinturas de líderes históricos de las Farc, Romaña se dedicó a sembrar maíz y criar ganado. Pero un año después escapó de nuevo. Desde entonces nadie sabe dónde está.

En marzo pasado, cuando debía comparecer ante la JEP, su abogado lo excusó con un argumento concreto: “no pudo asistir porque su vida y la de su familia corren peligro por amenazas de grupos armados, disidencias de las Farc y delincuencia común”. Romaña no es el único de los exjefes del Bloque Oriental, la estructura de guerra más poderosa que tuvieron las Farc, que viven intranquilos en sus antiguos fortines.

A unos 250 kilómetros de allí, en Charras (Guaviare), el líder del espacio de reincorporación Aurelio Buendía está confinado. Hace dos meses Francisco Gamboa, un excomandante joven y elocuente que hizo carrera con históricos como el Mono Jojoy, no sale de los límites entre los que viven 130 excombatientes. “Hay elementos que nos han declarado objetivos militares”, dice sin mencionar nombres. Al menos en tres ocasiones lo han perseguido. En la última, en marzo, sintió cerca la muerte, como pocas veces en sus 17 años en la guerra, a la que entró cuando tenía 13.

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Los dos últimos líderes del espacio de reincorporación de Charras (Guaviare), donde viven 130 excombatientes de las Farc, han recibido amenazas de muerte.

Foto: Daniel Ramírez / SEMANA

Una noche, en San José del Guaviare, dos hombres en una moto lo abordaron y le preguntaron si era “el guerrillero”. Sintió que le había llegado la hora. Pero un taxi providencial iluminó la escena y él se montó sin dudarlo. Francisco está al mando del espacio de Charras desde hace seis meses, cuando Albeiro Córdoba, hijo de Efraín Guzmán, uno de los fundadores de las Farc, comenzó a recibir llamadas intimidatorias, hasta que un día dos extraños lograron colarse a amenazarlo al espacio, que permanece custodiado por el Ejército. Desde entonces escapó y nadie conoce su paradero. “Han muerto casi más compañeros en la paz que en la guerra”, dice Francisco. Según la Defensoría del Pueblo, al menos 90 excombatientes han muerto asesinados desde el desarme de la guerrilla.

Hace tres años, estos mismos hombres dominaban el territorio en el que hoy se sienten amenazados. El río Guaviare, que divide al departamento del mismo nombre y al Meta, era el eje del Bloque Oriental que ellos comandaban. Ese afluente caudaloso atraviesa los llanos desde el centro del país hasta la frontera, y conecta con otros como el Guayabero y el Ariari. Así establece una red desde la cordillera, la serranía de la Macarena y el parque Nacional Tinigua, donde siembran la coca, hasta el Orinoco y Venezuela, donde la embarcan hacia el norte del continente o a Brasil, ya transformada en cocaína.

Esa zona, se ha sabido siempre, es determinante para consolidar los acuerdos de paz. Pero justamente allá la paz cuelga de un hilo. La razón: una mezcla entre los intereses de varios grupos armados con las mismas viejas razones que ayudaron a moldear la guerra décadas atrás. La carencia de alternativas económicas distintas a la coca, los incumplimientos de los acuerdos del Estado con las comunidades, que en este caso se reflejan el los retrasos del plan de sustitución de cultivos ilícitos. Y también el antiguo problema de la distribución de la tierra.

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Hace dos meses que Francisco Gamboa, excomandante de las Farc, no sale del espacio de reincorporación de Charras, luego de recibir intimidaciones y amenazas contra su vida.

Foto: DanielRamírez / SEMANA

El ajedrez criminal

Mapa Guaviare

Mapiripán, al sur del Meta, como muchas poblaciones remotas existe en la memoria del país por haber sufrido una masacre. Empezó un día patrio, el 20 de julio de 1997. Un centenar de hombres de las Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá llegaron por orden de la casa Castaño hasta San José del Guaviare. Tras desembarcar de los aviones militares, tomaron lanchas por el río hasta Mapiripán. Y allá reunieron a la gente en la plaza. Torturaron, desmembraron, castraron. Jugaron fútbol con la cabeza de una víctima. Asesinaron alrededor de 50 personas. Las fuerzas del Estado, cómplices, llegaron tres días después, cuando ya no había nada que hacer.

Han pasado 20 años, y la palabra masacre vuelve al vocabulario de los sufridos habitantes de la zona. A mediados de diciembre en la finca Bahía Celesta aparecieron seis muertos -incluido un adolescente- con dos tiros de gracia cada uno. Las autoridades señalaron inicialmente que la zona era una ruta de narcotráfico hacia Venezuela, y que allí operaban los Puntilleros, un grupo residual de la desmovilización paramilitar. También dijeron que en el municipio hay disidencias de las Farc. El expediente, aún no resuelto, ha sumado nuevos elementos en los últimos meses.

A pocos kilómetros de la masacre encontraron un ‘chongo’, el primero de los laboratorios que recibe la hoja de coca para convertirla en la base del alcaloide. Y cerca de ahí descubrieron una caleta con armas. Los investigadores tiene la hipótesis de que un grupo de extorsionistas llegó a la zona a amenazar a los trabajadores del laboratorio, y estos les pagaron con plomo.

Ciertamente en la zona hay más tranquilidad desde la firma de la paz con las Farc, pero la violencia a esa escala irracional está lejos de desaparecer. En Puerto Rico (Meta), por ejemplo, no se explican por qué en las últimas semanas han quemado tres casas campesinas. Cuando los dueños volvieron de sus jornales, apenas encontraron los escombros. ¿Quienes son estas sombras que se mueven por el territorio, que masacran e incendian?

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Los municipios de la región viven una doble realidad. Le apuestan a reactivar sus economías con la paz, mediante el turismo, por ejemplo. Sin embargo, las causas del conflicto y sus huellas perviven.

Foto: Mauricio Flórez / SEMANA

Las disidencias del bloque Oriental tienen su base en Guaviare y Meta, desde donde han consolidado su expansión por los llanos y hacia el sur. Con Gentil Duarte a la cabeza, buscan concretar alianzas con los disidentes de otras regiones, que suman alrededor de 3.000 hombres, según cálculos del gobierno. Lo necesitan para expandirse como una estructura organizada en frentes y compañía, similares a las que tuvieron las Farc. La Defensoría del Pueblo ha emitido alertas sobre el oriente del país que indican que los disidentes se ubican sobre todo en las zonas de reserva forestal y de parques nacionales o en resguardos indígenas donde hay coca.

Según la inteligencia militar, Gentil Duarte tiene su base en Guaviare, donde lidera el frente 7. Pero también comanda el 40, que opera en Meta y llega hasta Huila y Cauca. Y el 62, que tiene sus dominios hacia el sur, en Caquetá y Putumayo. El segundo al mando, Iván Mordisco, también tiene su núcleo en Guaviare, donde comanda a los disidentes del histórico frente 1. Desde allí coordina los frentes 30, y el Carlos Patiño y la compañía móvil Jaime Martínez, que operan en Valle y el Cauca. Además, trabaja por crear nuevas células.

El año pasado, por ejemplo, en un paquete de comunicaciones que le interceptaron a la organización de Mordisco, quedó en claro el plan para conformar una nueva unidad, con el nombre de Carolina Suárez, en los límites entre Guaviare y Vaupés. Esas interceptaciones revelaron pistas de su operación. Entre las misiones asignadas estaban: “recuperar las platas que deben las empresas, conseguir fuente para recopilar datos del enemigo en esa área y propuestas para dar golpes en las capitales y cabeceras municipales; crear condiciones para golpear al enemigo con explosivos, fusilería y granadas, dando prioridad a las emboscadas; seguir explorando sobre la compra de armas”. Esas misiones muestran su arrogancia y las capacidades bélicas que creen tener.

El otro cabecilla clave de las disidencias del oriente es John 40, el heredero de las rutas y los secretos del Negro Acacio, el fallecido capo del narcotráfico en las extintas Farc. Controla las rutas hacia Brasil y Venezuela y mueve los cargamentos por los ríos Guaviare, Inírida, Guainía y Apaporís. Tiene sus mayores centros de acopio en Maroa y Yavita, en Venezuela, donde dispone de pistas clandestinas para enviar las avionetas cargadas a Centroamérica.

Pero no solo los disidentes desenfundan las armas en la región. El Clan del Golfo y los Puntilleros se establecieron allí con los residuos de los bloques Meta y Libertadores del Vichada de las autodefensas. Además, la gente habla de un grupo reciente autodenominado Nuevo Renacer, vinculado con viejos capos paramilitares, que tiene una guerra declarada con las disidencias. Eso sí, estas estructuras operan por su cuenta, no están articuladas y eso les resta influencia.

Los Puntilleros parecen los más fuertes. Tras la muerte de su jefe, alias Puntilla, en un operativo de la Policía en diciembre en Medellín, estarían tratando de reestructurarse. Su segundo, Alias Tito, quien empezó su carrera criminal junto al Loco Barrera, está al mando. De ahí hacia abajo, el grupo tiene dos facciones y él trabaja por unirlas. Alias el Mexicano, comanda una de ellas, heredera del Bloque Meta, y alias Farid encabeza la otra, conformada por los que pasaron por el Libertadores del Vichada. Según cálculos de inteligencia, sumarían 40 hombres armados ubicados sobre todo alrededor de Mapiripán y Puerto Concordia. Los Puntilleros sostienen su ruta de los llanos a Venezuela, saliendo por Vichada, donde hacen el acopio para enviar droga a Trinidad y Tobago, Costa Rica y República Dominicana en embarcaciones y aviones.

Para completar el tablero, la Defensoría del Pueblo ha advertido que el ELN incursiona por la cuenca del río Guaviare, provenientes de Vichada. Así se configura un escenario plagado con más actores armados que cuando las Farc dominaban la zona. Todos estos criminales alimentan la guerra con los viejos problemas que el Estado no ha podido resolver y con las nuevas promesas, muchas de ellas incumplidas, del acuerdo de paz.

— “El mismo Estado nos está obligando a olvidar lo pactado, ir a tumbar más selva y sembrar más coca. Y así se va a repoblar esto de actores armados”.

Jaime Mejía, líder campesino

El Guaviare, por ejemplo, fue uno de los departamentos pioneros del Programa Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). De hecho, de los territorios con cultivos importantes de coca, tuvo la disminución más significativa de hectáreas sembradas (-27%), según el último informe de Naciones Unidas. Pero hoy cientos de cocaleros inconformes consideran volver a sembrar la mata.

En Caño El Tigre, un poblado a orillas del río Guaviare, viven 36 familias que en su mayoría le caminaron al proyecto. Pero allí, el programa anda a media máquina y se cansaron. El noveno departamento con más coca del país ni siquiera tiene una oficina del PNIS en su capital, San José. Los expertos en el tema de la Defensoría del Pueblo, de hecho, consideran que el efecto de disminución de coca que produjo el PNIS empezará a revertirse, y a convertirse en un aumento, este mismo año.

A Noé Bonilla, poblador de El Tigre, le enseñó a sembrar coca su padre y él hizo lo mismo cuando formó su propia familia. Erradicó la mata hace un año y medio pero hoy está a punto de volver a sembrarla, dice, porque no tiene para sostener a sus tres hijos. “Aquí no han llegado los proyectos productivos, no hay quien resuelva las dudas. Muchos se han ido a la resiembra por los incumplimientos”. Para completar, las vías siguen tan malas como siempre, y sacar una carga de comida no es rentable, como sí lo es la coca. Además se la recogen en la misma vereda.

“El mismo Estado nos está obligando a olvidar lo pactado, ir a tumbar más selva y sembrar más coca. Y así se va a repoblar esto de actores armados”, dice Jaime Mejía en Charras, donde un factor agrava las cosas y se repite en la zona: la posesión de la tierra. En 1997, el Gobierno amplió un resguardo jiw e incluyó extensiones ocupadas por 700 familias de campesinos. Desde entonces, los indígenas no han podido ocupar los territorios que les adjudicaron, ni los colonos pueden poseerlos legalmente. Esto se traduce en que no les aprueban préstamos y que, algunos, no pueden acogerse al PNIS para erradicar la coca. En estos, los departamentos más extensos del país, el problema de la tierra sigue tan vigente como cuando ayudó a detonar la guerra. Y no solo se trata del conflicto por la tierra que no tiene un dueño claro, sino del de la que les arrebataron a la fuerza, y nunca devolvieron a las víctimas.

La tierra sagrada

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Israel Rodríguez, uno de los sobrevivientes de Puerto Alvira (Meta), en el lote donde masacraron y quemaron a sus conocidos. Veinte años después, aún intenta recuperar las tierras de las que salió desplazado.

Foto: Daniel Ramírez / SEMANA

El lote donde los paramilitares quemaron a 20 habitantes de Puerto Alvira, algunos aún vivos, permanece cubierto en verano por una capa de flores blancas como copos de algodón. Se desprenden sin parar de una ceiba contigua que, cuando ocurrió la masacre, apenas medía dos metros, y hoy pasa de doce. Las flores, livianas, flotan en el aire por algunos segundos antes de caer. Algunas alcanzan las aguas del Guaviare, que pasa a unos 15 metros del lugar. Otras terminan en el tejado de las ruinas de un edificio abandonado que solía servir de bomba de gasolina, de donde los paramilitares tomaron el combustible para incinerar a sus víctimas. Y otras tapizan la base de la cruz de madera y una placa que dice:


— “En este lugar dejaron sus vidas hombres de bien”.

Israel Rodríguez, frente a la cruz, en el mismo lugar donde vio arder a sus amigos el 4 de mayo de 1998 dice: ”Para contar esto uno tiene que tener agallas”. Don Israel ha vuelto al pueblo pocas veces en los 20 años transcurridos desde la masacre. Esta vez está aquí porque se enteró de la visita de Carlos Negret, el defensor del Pueblo, y quiere pedirle ayuda para destrabar los procesos de restitución de tierras que emprendió hace seis años, porque no avanzan.

Israel, un hombre de contextura mediana, 63 años, poncho y sombrero, aprovecha su regreso para visitar su antigua casa. Agarra camino por una carretera destapada flanqueada por viviendas de madera abandonadas, aseguradas con candados y con ventanas reforzadas con tablones.

Lo cuenta resignado: “Estábamos muy tranquilos cuando llegaron los paramilitares. Nos recogieron. Las mujeres quedaron en la pista de aterrizaje, otros en el polideportivo. Ahí llegaba un encapuchado y sacaba a la gente iban y los mataban y les metían candela. Decían que éramos auxiliadores de la guerrilla”.

Al día siguiente, en Puerto Alvira aterrizó un avión de la Cruz Roja. Israel acompañó a sus dos hijos, y a Fabiola Hernández, su esposa, hasta que los vio despegar. Él se quedó para rescatar los cerdos y las vacas de su finca.

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Puerto Alvira es casi un pueblo fantasma que aún no se recupera de la masacre que sufrió hace 20 años. Muchas de sus casas y calles siguen abandonadas.

Foto: Daniel Ramírez / SEMANA

Frente de una casa de madera dice: “Aquí nacieron mis hijos y vivimos 17 años”. Y empuja una puerta a punto de desprenderse. Adentro lo recibe una sala oscura, y en el fondo, en el baño, envuelto en una toalla blanca, aparece un hombre. “Buenos días”, le dice al extraño, “nos entramos sin permiso”. Buenos días, le contesta el hombre, y con un gesto frío autoriza a Israel para que entre a su propia casa.

Tanta gente se ha desplazado en esta región, que unos terminaron en el lugar de otros. En los años posteriores a la masacre, a Puerto Alvira llegaron indígenas sikuani que huían desde más adentro de la selva y muchos se refugiaron en las casas abandonadas, como la de Israel.

“Volver a entrar acá es duro, le da a uno mucha tristeza. Yo quisiera que mis hijos volvieran conmigo, acá viviríamos”. Años después, se separó de su esposa y sus hijos. “En los rigores de la guerra uno lo pierde todo. Ella se enamoró de otro muchacho en la otra finca a la que llegamos y se fue con él”. Ahora, vive solo en San José del Guaviare, donde ayuda en un puesto de plátanos al lado del río. Hace cinco años no ve a su hijo.

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Durante la masacre de Puerto Alvira, los paramilitares quemaron a varias de sus víctimas y también buena parte del poblado.

Foto: Daniel Ramírez / SEMANA

Como queriendo librarse de sus recuerdos, sale rápido de su casa. Mientras camina, saca un papel que guarda toda su esperanza. Es una carta escrita a mano por un excombatiente de las Farc. “En la presente queremos aclararles el caso de la finca La Fortuna, propiedad del señor Israel Rodríguez. El caso es que los documentos de dicha finca, por razones del conflicto, quedaron en manos de la Organización. Particularmente del compañero Jhon Edier. Estos documentos por las mismas razones de la guerra se embolataron. Att: Jhon Edier”.

— “A ratos pienso en volverme pero si me entregaran mi finca. Porque venirme acá a esta casa, a vivir de qué, yo no tengo nada”.

Israel Rodríguez

Israel aprieta el paso y entra a la que era la calle de la fiesta antes de la barbarie. Billares y cantinas a lado y lado. Las botellas aún servidas sobre la mesa, las del último día de juerga, cubiertas de polvo. El hombre se va perdiendo por esas cuadras vacías, buscando el río Guaviare, para regresar a San José. Tras sus pasos queda Puerto Alvira como el testimonio de un pasado oscuro del que aún queda la sombra. Y esto en parte porque sus habitantes siguen viviendo en condiciones similares a las que alimentaron la guerra, que mantienen a los violentos allí, al acecho en sus territorios.

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