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El diario de Ángela

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Día 2: “Vamos ‘esperanza’, tenemos cita en el hospital”

Angela Escallón, DIRECTORA EJECUTIVA DE LA FUNDACIÓN CORONA, cuenta en este capítulo los primeros días de su tratamiento contra un agresivo tipo de cáncer de pulmón. Pronto ella descubrió que para enfrentar esta etapa necesitaba cimientos como fuerza, fe, paciencia y amor. Todos ellos, dice, le trajeron a esperanza que fue su gran compañera en este incierto viaje.


María López, presidenta del Grupo SEMANA y amiga de Ángela Escallón, lee el segundo capítulo del libro 500 días en el que la ex directora de la Fundación Corona narra el tiempo en que vivió con un tumor maligno que le terminó costando la vida.


líderes sociales en Colombia

C omo desde hace 36 años con Rafael, mi cómplice que no me desampara, asumimos este viaje incierto, no imaginamos lo que nos implicaría. Por más que se conozcan casos similares, la realidad desborda cualquier cálculo.

Durante estos días descubrí que necesitaba unos cimientos, cimientos sobre los cuales basar mi seguridad. Encontré: Fuerza. Fe. Paciencia. Amor.

Cada uno me guio a su modo. Juntos crearon las certezas que necesitaba y un día me trajeron a "esperanza”, ese sentimiento que, sin anuncio, se convirtió en una presencia que aún me acompaña. Tanto, que comencé en algún momento a nombrarla y a pedirle que me acompañara. "Vamos "esperanza”, tenemos cita en el hospital.”

Un 3 de junio comencé el tratamiento molecular dirigido, que consistía en tomarme una pastilla azul diaria. Produjo algunos efectos secundarios, todos anunciados. que se acompañaron de otros medicamentos para contrarrestarlos. Esos días transcurrieron entre exámenes de laboratorio que cada quince días daban cuenta de los niveles de toxicidad asimilados por mi cuerpo.

Debía esperar sesenta imperfectos días para conocer el primer resultado. No solo las horas me alejaban de este encuentro, también las cifras: en un 70 % de los casos, con la medicina que lleva tres años revolucionando la investigación, los tumores debían ceder, parar su crecimiento y, algunos, disminuir su tamaño.

Durante ese lapso los efectos secundarios no se hicieron esperar. Todos y cada uno fueron apareciendo como bofetadas. Sin alternativa, puse cada vez la otra mejilla.

La naturaleza del tratamiento me recordaba que no estaba en una quimioterapia tradicional, esa que permite reconocer a simple vista el semblante agotado, la cabeza pelada, la cara pálida. No era mi caso, continué mi vida con pelo, siendo funcional, casi como si estuviera en un tratamiento de antibióticos. Pero sin aviso se fue tornando violento, llenándome de efectos que arrasaron mi bienestar.

Diez kilos menos en un mes, cuatro hidrataciones en hospitales, diarreas constantes acompañadas de corrientazos que salían para abandonarme y dejarme vacía. Ulceraciones de la piel, de las mucosas, imposibilidad de tragar, pérdida del sueño y del apetito, sabor a metal en la boca, vómito, malestar y decaimiento. Esa era mi compañía.

Día a día. Uno por uno. Los efectos no paran. Me pregunto si algún día volveré a sentirme como antes. Abro los ojos cada mañana para confirmar que el bienestar, ese del cual me ocupaba poco en mi ajetreada vida de antes, se ha escapado. Se instaló en cambio una sensación que puedo definir como algo que no pasa, no pasa y no pasa.

Al tiempo me fue invadiendo una extraña sorpresa al ver la gente en la calle, al mirarlos caminar, comer porquerías, hablar por teléfono, correr, hacer deporte, pasear a los perros. Me preguntaba en silencio ¿cómo no se dan cuenta que están bien?

Yo tampoco lo supe, no fui consciente. Aunque agradecía todos los días la salud, en lo que creo era un acto ritual mas que consciente, cuando la perdí todo cambió, se volvió relativo, sin sentido.

Luego de cuarenta días, repentinamente apareció un nuevo dolor en la espalda. Una resonancia mostró que un tumor había crecido y había fracturado en tres pedazos la vertebra once, la misma en la que tuvo lugar la primera biopsia. Sorpresa que se sumó al malestar.

Debí comenzar a usar un corsé, objeto que se ha ceñido naturalmente a mi cuerpo y que me acompaña hasta para dormir. También tiene nombre, lo llamo cariñosamente “Rorrocop”. A pesar del cariño con que lo recibí, debo admitir que fue el primer anuncio: el tratamiento no estaba funcionando como se esperaba.

El dolor y el desconcierto fueron enormes, el peso de la incertidumbre se hizo cada vez más fuerte. Los días que contaba se tornaron amenazantes.

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Ángela Escallón definió a su esposo Rafael McCallister como el cómplice que nunca la desamparó en más de 33 años de casados. A pesar de la enfermedad, siempre hubo tiempo para disfrutar.

Nada está bajo control, es el destino el que lo guía todo. Para ese momento ya me había convertido en una experta de lo desconocido. Mi guía supremo, mi oncólogo, dictaminó en media hora decenas de nuevos tratamientos para los próximos veintiún días. Uno cada semana.

Comenzamos con una nueva biopsia de pulmón. Era como llegar al nido para conocer de cerca, muy de cerca, la naturaleza del tejido. La biopsia estuvo a cargo de un experimentado doctor que la realizó mientras yo estaba despierta. Algo así como disparos que llegan directamente al pulmón, atravesando músculos, nervios, huesos, hasta donde se encuentra lo que llaman el tumor primario. Como el mío está en una zona de difícil acceso, se tomaron muestras de los periféricos. Pedacitos que pueden ser después manipulados y de los cuales se puedan derivar miles de estudios.

La ciencia anda sobre sus propios pasos, así que era necesario entender por qué el tratamiento no estaba funcionado y encontrar nueva información genética que diera luces para otros ensayos. Se identificó una nueva mutación, que es la que impidió la efectividad del tratamiento inicial.

Lo que se podía complicar se complicó. Los pulmones se llenaron de aire, se presentó un hemotórax. El cuerpo es perfecto, una vez se toca o se altera, reacciona.

Esto me condujo a dos intervenciones quirúrgicas y a mucho malestar. Pero con la certeza de que era transitorio y que reaccionaria como lo hice. Salí del hospital después de cuatro días. Dos días después ya estaba en radioterapia. Otro milagro tecnológico.

Grandes descargas de radiación llegan a puntos específicos para comenzar a quemar y disolver los tumores de la columna vertebral. Imponentes máquinas y grandes equipos computarizados en los que se calcula y se programa la posición exacta a la cual llegar sin tocar ni alterar ni un milímetro mas del cuerpo.

La precisión, cuando se trata del cerebro, se agradece. En el primer tac con cortes de tres milímetros encontraron siete tumores, en el segundo, ocho y cuando se realizó un análisis con cortes linos de un milímetro, se registraron diecisiete.

Ese fue el primer día que sentí que me iba a morir.

Las discusiones entre mis doctores giraban en torno a si se podía o no realizar una intervención con tan alto número de tumores. La otra alternativa que era irradiar todo el cerebro, ni la consideré. Las posibles consecuencias en términos de calidad de vida iban desde perder la memoria hasta la capacidad cognitiva. Si de algo me he preciado es de mi inteligencia, alerta y vigilante, pensarme viva en esas condiciones me resultaba cercano a endosar mi propia existencia.

De repente, todo se calmó. Resultó posible y recomendable la intervención llamada gamma knife, para la cual requeriría de tres días de hospitalización durante los cuales se irradió cada tumor, por tandas. Apenas sentí las molestias de un incómodo marco de hierro atornillado a mi cráneo, con el que quedé anclada a la máquina de la que recibí disparos de radiación altamente precisos. Cuando me invadía un fuerte dolor de cabeza, enseguida la medicación me sedaba.

Tuve la oportunidad de viajar a Estados Unidos, al mejor hospital de cáncer, para validar lo realizado y lo previsto. Fue como soñado, fue un regalo, fue confirmar la destreza de mi oncólogo.

Seguí la ruta y llegué al día veintiuno. La promesa, si llegaba a este día, era el comienzo de la quimioterapia. Me acompañó la esperanza en este tratamiento, confiaba en no entrar de nuevo en las antipáticas estadísticas que me recordaban, hasta ese momento, ser parte del 5% al que no le funciona.

La quimio es una experiencia cíclica. Una vez entra lentamente el coctel de químicos que actúa como fumigante, pasan ocho días de malestar general, náuseas, cansancio, dolor de cabeza y abatimiento. Durante los siguientes veintiún días, poco a poco, los síntomas desaparecen para reiniciar, otra vez, un nuevo ciclo.

La quimioterapia, o shot de vida como la llamo cariñosamente, me la aplicaban cada tres semanas en cocteles varios. A mi hospital, llegaba con la certeza de encontrar bellos ángeles que me cuidaban y me enseñaban a vivir como si tuviera una enfermedad crónica. Durante cinco horas, tiempo que tomaba la aplicación, creía que todo funcionaba y me entregaba con fe a la pócima salvadora.

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Para atacar el tumor, Ángela recibió tratamiento molecular dirigido: una pastilla azul diaria cuyos efectos secundarios fueron apareciendo según ella “como bofetadas”.

En la sala de espera me confrontaba con otros pacientes que, como yo, tenían una mirada esquiva y compasiva, porque compartíamos la misma tragedia y nos hacíamos en silencio la misma pregunta: ¿Le esta haciendo efecto el tratamiento? ¿Se salvará?

Después de cuarenta días llegaron noticias alegres, la quimioterapia comenzó a hacer efecto. Pasaron ciento ochenta y cinco días que he descontado de los quinientos iniciales, días acompañados de temores y malos presagios. Por fin llega "esperanza" con su mejor vestido. El camino seguirá indefinido "hasta que funcione"... frase que me deja de nuevo en el vacío, pero a la cual prefiero aferrarme sin preguntar por qué, sin importar lo que quiere decir. Esa frase fue la mayor certeza con que conté en ese tiempo.

La incertidumbre sobre la duración del viaje es grande. Se puede navegar por meses, por años.

Seguí la ruta y llegué al día veintiuno. La promesa, si llegaba a este día, era el comienzo de la quimioterapia. Me acompañó la esperanza en este tratamiento, confiaba en no entrar de nuevo en las antipáticas estadísticas que me recordaban, hasta ese momento, ser parte del 5% al que no le funciona.

Me pregunto por que quiero narrar con tanto detalle este recorrido y cada uno de sus pasos.

Creo que para responder a la curiosidad de saber que es lo que se vive, se siente y se teme. El pudor y el amor a veces no nos dejan adentrarnos en los detalles. Observo que muchos de mis interlocutores, al conocerlos, se alivian.

Dado que la vida se mueve en las direcciones que el destino nos concede, cada uno encuentra un lugar donde su alma sienta paz y su corazón sea valiente. Un lugar para recargar energía y fuerza para luchar. Lo siento desde mi hamaca en mi refugio al lado del mar Caribe donde crecí.

El viento viene del norte, la brisa del sur.

Vea todos los capítulos aquí

Capítulo 1

500 días para entender el cáncer y también llorarlo

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Capítulo 2

“Vamos ‘esperanza’, tenemos cita en el hospital”

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Capítulo 3

¿por qué me pasa esto a mí?

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Capítulo 4

Dios está conmigo

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Capítulo 5

El cáncer no perdona, pero veremos quién gana

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