CONFLICTO y SALUD MENTAL

EL LADO OLVIDADO DE LA VIOLENCIA

El trauma que más perdura

Los familiares de los desaparecidos cuentan cómo han hecho para no enloquecer al no tener noticias de sus seres queridos.

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Teresita Gaviría, Fundadora del grupo Madres de la Candelaria, dice que el tratamiento psicológico es importante para sobrellevar la pena pero el remedio más efectivo es que estas víctimas conozcan la verdad de lo que les pasó a sus familiares.

María Dolores de Montoya (izquierda) perdió tres hijos por la guerra y uno de ellos, Rodrigo Montoya, aún sigue desaparecido. Su drama, y el de otras madres con historias similares, es el más doloroso por la incertidumbre permanente que genera no saber el paradero de sus seres queridos. Laurentina Bedoya (tercera de izquierda a derecha) sufrió un derrame luego de la desaparición de su hijo. En este grupo de víctimas es común ver cómo el estrés y la tristeza se somatizan en enfermedades físicas.

La última vez que María Dolores Londoño vio a su hijo Jenry fue la noche de un lunes de 1990 en su casa ubicada en el barrio 12 de octubre de Medellín. Iba a dejar a su novia en la Terminal de Transportes y como buena mamá estaba angustiada de que le pasara algo. Eran los tiempos de Pablo Escobar.  Él la calmó con un “tranquila que yo vengo ligero”. Pero esa noche no regresó, ni la siguiente.  Cuatro días después, tras una búsqueda frenética en las calles, en las casas de familiares y amigos e incluso en la IV Brigada, María Dolores decidió ir al anfiteatro. Allá estaba. Había muerto el mismo lunes en que desapareció y su cuerpo fue tirado en la curva del diablo. Ese sería el primero de los tres hijos que la violencia le arrancaría.

 

El otro, Rodrigo, desapareció a los 15 días sin dejar rastro. Lo único que se sabe es que, a raíz de la muerte de su hermano, se fue presa del miedo para Bogotá a huirle a la violencia. María Dolores lo ha buscado incansablemente allá y en Medellín pero “esta es la hora en que no se sabe nada de él”, dice. La pena por sus hijos en un comienzo la sumió en una tristeza profunda. “Me dediqué a tomar y a llorar. Yo trabajaba, a mis otros hijos no les faltaba nada, pero llegaba el sábado y el domingo y me ponía a beber. Eso dañó todo: mi familia se desordenó, cada uno decidió irse y hacer su vida. Yo vivía como una boba y veía a mi hijo en todas partes”.

 

Aunque es difícil decir quién ha sufrido más, pues la pena de cada víctima es subjetiva, la mayoría de los expertos señala que la desaparición forzada es una de las peores experiencias que ha dejado el conflicto. Lo es porque genera incertidumbre o un gran NO, como lo llama la psicóloga jurídica Carolina Gutiérrez de Piñeres: “No se sabe qué pasó, no se sabe dónde está, no hay rastros, no hay culpables, no hay un cuerpo, no hay tumba”. Por eso atormenta a las familias hasta el fin de sus días. No obstante, es un drama que toca a más mujeres que hombres –a las esposas, hermanas e hijas– y especialmente a las mamás. La familia con frecuencia se divide entre los que quieren seguir buscando y los que no.  “Pero no he visto la primera madre que desista de encontrar a su hijo”, agrega.

 

Según Basta Ya, del Centro Nacional de Memoria Histórica, no es fácil determinar cuántos desaparecidos forzosos ha dejado el conflicto pero el cálculo es que ha habido más de 25.000 entre 1995 y 2012, un número exorbitante si se compara con las que se produjeron durante algunas dictaduras militares en América Latina: 9.000 en Argentina entre 1976 y 1983, y 979 en Chile entre 1973 y 1990.

 

Las desapariciones hacen parte de lo que la psicóloga Pauline Boss, investigadora de la Universidad de Minnesota, llama pérdidas ambiguas, que se dan cuando un ser querido no está presente físicamente pero sí emocionalmente. Esa ambigüedad deja una herida abierta. Cuando alguien muere, sus familiares llevan a cabo ritos como la velación, el entierro y el novenario, ceremonias que ayudan a asimilar la pérdida y a entender que esa persona ya no regresará jamás. “Pero en la desaparición forzada no hay cuerpo alrededor del cual sus familiares puedan reconocer que falleció”, explica Luisa Fernanda París, psicóloga de la Defensoría del Pueblo.  Por esta razón muchos de estos familiares suspenden su proyecto de vida: no cambian de trabajo ni de número de teléfono y siguen las rutinas diarias intactas porque tienen la esperanza de que su familiar regrese. “Algunas siempre ponen el plato del desaparecido en la mesa o tienen su cuarto y la ropa tal como la dejó”, dice María Dolores.

 

 

 

Es al comienzo cuando se observan los efectos más graves: falta de sueño y apetito, tristeza, ansiedad. Si estos síntomas no se trabajan, con el tiempo es frecuente que ese dolor y ese estrés se somaticen en dolencias físicas. Por eso, entre los grupos de familiares de desaparecidos es común ver una alta incidencia de mamás que mueren de cáncer. También se enferman de problemas cardiovasculares, como Laurentina, otra de las madres de la Candelaria, a quien la pena de su hijo desaparecido le ocasionó un derrame que la dejó postrada durante un año.  Algunas también se dejan llevar por el alcohol y las drogas, como le pasó a María Dolores, aunque estos casos son menos frecuentes, según Gutiérrez de Piñeres, debido a que el familiar del desaparecido quiere todo menos estar rendido porque necesita encontrar a su ser querido.

 

Algunos llevan más de 20 años buscando a un familiar pero nunca han recibido atención médica. Una razón es que no cuentan con psicólogos capacitados para dar la atención que necesitan. Algunas de las familias que sí los han encontrado nunca regresan porque les dan calmantes e inductores del sueño que los dejan postrados. En otras oportunidades les han pedido que hagan el duelo a pesar de que no haya un cuerpo presente. Todas estas acciones, por bien intencionadas que sean, terminan por hacer más daño. El psicólogo Juan David Villa explica que elaborar el duelo sin saber qué pasó con el desaparecido no es lo indicado porque “la presencia de la ausencia del ser querido es lo que mantiene a estas personas vivas”. Lo ideal es que la familia reconozca los hechos, recuerde la historia, le dé un espacio a esa persona en el imaginario grupal y se le reconozca su dignidad. “También implica reconstruir su proyecto de vida, restablecer las relaciones familiares y brindar asesoría jurídica en la búsqueda”, dice.

 

Pero además de esto, algunas familias prefieren vivir el drama en silencio por el temor al qué dirán. “Generalmente este hecho crea estigma porque la reacción de los demás es que si se lo llevaron fue por algo”, señala Martha Burbano, quien trabaja con familiares de desaparecidos desde la Corporación para el Desarrollo Regional en Cali. Aún más, algunas familias dejan de buscar porque quienes se ponen en la tarea de dar con el paradero del desaparecido también se esfuman sin dejar rastro. “A quien lo desapareció no le interesa que alguien lo busque”, agrega. Por esta razón los familiares no confían en nadie, a veces ni siquiera en los psicólogos.

 

El tratamiento más eficaz es conocer la verdad pero hay casos en que es imposible encontrar los restos de los familiares porque la intención de los victimarios era precisamente borrar toda evidencia y para ello usaron estrategias como botarlos a los ríos o desintegrarlos en barriles de ácido. A veces los testimonios de los victimarios han ayudado a muchos a entender qué paso y a perder todas las esperanzas. “Ramón Isaza me dijo que lo más probable es que al mío lo mandó a desmembrar y a tirar al rio”, dice Teresa Gaviria, fundadora del grupo Madres de la Candelaria.

 

María Dolores, por su parte, sigue esperando a que aparezca el suyo. Cuando el más pequeño de sus tres varones fue asesinado por miembros de las Convivir, hace 14 años, recayó en la tristeza pero como ya hacía parte del grupo de apoyo de Madres de la Candelaria y había encontrado refugio en la religión, tuvo más fortaleza para resistir el golpe. “Todavía me da la lloradera. Unos días son peores que otros. Cuando están cumpliendo años ahí si es cierto que lo coge a uno la nostalgia”.

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CRÉDITOS

Dirección y edición periodística: Silvia Camargo  |  Periodista: Cristina Castro  |  Diseño y montaje interactivo: Carlos Arango  |  Fotografía: Juan Carlos Sierra, León Darío Peláez, Daniel Reina, Jesús Abad  Colorado, Carlos Julio Martínez  |  Video: Sandra Janer y Silvia Camargo, Diego Llorente, Camilo Bonilla, Alexander Guerrero.