Del matrimonio de Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez nacieron 11 hijos; el primogénito, Gabriel José, gran cantador de vallenatos y boleros, se casó con Mercedes Barcha a quien le había pedido que se casara con él cuando era una niña.

De cerca y de lejos

La periodista y escritora Patricia Lara Salive, amiga cercana de Gabriel García Márquez desde hace más de tres décadas, escribió para SEMANA una semblanza del ganador del Nobel de literatura que nació en Aracataca el 6 de marzo de 1927.

—Siéntese a mi lado porque me siento muy solo –me dijo ese hombre de pelo ensortijado y bigote grueso, considerado el más grande escritor vivo, quien a pesar de sus casi 30 libros publicados dice que no ha escrito sino uno, “el libro de la soledad”, y que ese día de julio de 1984 asistía, como invitado de honor, al almuerzo que Seguros Bolívar le ofrecía al expresidente Carlos Lleras Restrepo con motivo de la entrega de su Premio Simón Bolívar a la Vida y Obra de un Periodista.

 

Quien así hablaba era el Premio Nobel de Literatura de 1982, un cataqueño tímido que a pesar de llevar un fino saco de cashemere a cuadritos negros y blancos y de ser el centro de las miradas, no se sentía cómodo entre el solemne mundo “cachaco”, tal vez porque, como ha dicho, nunca olvidó que no era ni sería más que uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca; Gabriel José García Márquez, el hijo de Gabriel Eligio García, quien además de telegrafista, homeópata y conservador fue lector obsesivo, poeta y virtuoso del violín, y de Luisa Santiaga Márquez, aristocrática hija del coronel Nicolás Márquez, veterano liberal de la Guerra de los Mil Días, la persona con quien Gabriel José mejor se ha entendido; el abuelo Nicolás, ese que lo llevó a los circos e hizo destapar una caja de pargos congelados para que él conociera el hielo, como lo hizo el coronel Aureliano Buendía en Cien Años de Soledad, ese libro que dice que parece un bolero, o un largo vallenato, y que le cambió la vida porque desde que se publicó arrasó con la escasez, pues “se vendió como salchichas” (más de 40 millones de ejemplares) y se tradujo a 34 idiomas; sí, el abuelo Nicolás, quien, como el último de los Aurelianos, tenía una nieta con cola de puerco; abuelo cuya muerte partió en dos su vida porque lo crio y lo formó de la mano de su esposa, Tranquilina Iguarán, esa abuela que conversaba con los muertos y que le llenaba la cabeza con historias fantásticas que en la noche le producían terror; Gabriel García Márquez, el sobrino de la Tía Pa, una viejita menuda y arrugada que andaba por la casa y predecía las lluvias y las sequías, y de la tía Francisca Simodosea quien, como la Amaranta de Cien Años, murió el día en que terminó de tejer su mortaja.

 

Gabriel, el mayor de los 11 hijos de Luisa Santiaga a quien han llamado Gabito todos ellos: Luis Enrique, el contador, fotógrafo, guitarrista, cantante y guardaespaldas del trío Los Panchos; Margot, la pensionada de la gobernación de Bolívar que, como la Rebeca de Cien Años, comía tierra cuando niña; Aida, la monja que, por serlo, era el mayor orgullo de la madre; Ligia, la mormona, pianista, eterna enamorada que también habla con los muertos; Gustavo, el topógrafo, cuentista, pintor, cantante de tangos, seductor que, según allegados, inspiró la estirpe de los José Arcadios quienes, a diferencia de los Aurelianos, son capaces de amar y tienen el amor, y no el poder, como destino; Jaime, el compinche, el profesional de la familia, ingeniero con vocación de cuentero; Rita, la representante de la madre en la tierra, la que concerta, la que lima las perezas; Nanchi, el bombero y contador de chistes; Cuqui, el buen mozo, el rumbero mayor, el que murió primero, y Eligio Gabriel, el menor, el periodista, ‘Yiyo’, mi compadre, quien sentía devoción por su hermano mayor; Yiyo, a quien la vida le alcanzó apenas para ponerle el punto final al último de sus libros, I, un magnífico reportaje de 630 páginas que descifra los orígenes de Cien Años de Soledad y que, ante todo, es un poema de amor para ese gran hermano que casi siempre estuvo ausente de la casa, bien porque vivía con los abuelos en Aracataca o estudiaba en Barranquilla, en Zipaquirá o en la Universidad Nacional de Bogotá, razón por la cual a Yiyo también lo llamaron Gabriel, pues el padre quería tener un Gabriel en la casa y no en la calle.

 

Gabriel, Gabo para los amigos, discípulo de derecho del expresidente Alfonso López, que provocó la ira de su padre porque desertó de la carrera de abogado para dedicarse a la literatura pues, como me dijo una vez con ese sentido del humor que lo acompañaba, no le gustaba pensar en si la electricidad era un bien mueble o inmueble; Gabo, ese obsesivo lector de poesía y de novela, discípulo de Sófocles, de Faulkner y de Virginia Woolf, vendedor de enciclopedias, miembro del ‘Grupo de Barranquilla’ compuesto por brillantes parranderos enamorados de la literatura; Gabo, ese reportero de El Heraldo que vivía en la Arenosa en el cuarto de un prostíbulo de paredes frágiles a través de las cuales comprobaba que los altos funcionarios del gobierno, cuyas voces conocía, no iban allá para hacer el amor sino para que las putas los oyeran hablar de ellos mismos; Gabo, ese conocedor de los vericuetos de la siquis, creador de personajes hechos de retazos de su gente, personajes que le son familiares a la humanidad entera; Gabo, ese escritor magistral que decía que era muy bruto para escribir y que soportó sin desfallecer que una editorial le devolviera el manuscrito de La Hojarasca con una nota en la que le aconsejaba dedicarse a otro oficio; Gabo, ese mamador de gallo que confesó que “la literatura es el mejor juguete que hay para burlarse de la gente”; ese corresponsal de El Espectador en Europa quien, a raíz del cierre del periódico por el general Rojas, supo que el hambre, en la Ciudad Luz, tiene un sabor más amargo; Gabo, el amor en París de Tacha, una joven actriz española que robaba comida en los restaurantes donde trabajaba y se la llevaba para que él escribiera El coronel no tiene quien le escriba; Tacha, la coronela de El Coronel, hoy una de las grandes amigas de Mercedes, esa enigmática y atractiva nieta de un inmigrante egipcio a la que le propuso matrimonio cuando era una niña; Mercedes, la madre de sus dos hijos, Rodrigo, director de cine, y Gonzalo, diseñador gráfico, hijos que, como él dice, le han quedado mejor hechos que sus libros; Mercedes, esa cómplice que entendió en la mitad del viaje que a comienzos del 65 hacían a Acapulco, que debían regresarse porque, como escribió Eligio, entonces “surgió íntegramente en su mente la novela que venía imaginando pacientemente desde su adolescencia”; Mercedes, esa dama de hierro que tuvo la sabiduría para aceptar que él vendiera el Opel y le entregara la plata que les alcanzaría para vivir seis meses y, en silencio, manejó las deudas y solucionó la supervivencia de la familia durante el año largo que le tomó escribir Cien Años de Soledad; Mercedes, esa esposa solidaria que empeñó la licuadora para enviarle a Editorial Suramericana el manuscrito de la obra que, sin embargo, y sin haberla leído, la hacía preguntarse: y “¿qué tal si el libro resulta malo?”; Mercedes, “una de esas mujeres guapas por dentro y por fuera a la vez”, como escribió Juan Luis Cebrián, fundador del diario El País de España; ella, sin cuyo poder detrás del trono la vida del Maestro no sería la misma, como tampoco lo sería si no hubiera transitado el camino de la gloria literaria de la mano de Carmen Balcells, la mamá grande de las letras del continente, que ha tenido la visión para añadirles ceros a sus merecidos derechos de autor.

 

Gabito, ese niño temeroso que le confesó a su amigo Plinio Mendoza que siempre hay en su vida una mujer que “lo lleva de la mano en las tinieblas”; Gabo, ese viajero incansable que le tenía terror al avión y que, como sus hermanos, cuando volaba, albergaba la esperanza de que a la aeronave la sostuviera en el aire la vela que, con ese fin, su madre mantenía encendida; Gabo, ese optimista irremediable, supersticioso, que detestaba el oro porque le recordaba la mierda, ese ser bueno que no sabía odiar; ese gran conversador, bohemio, guitarrista, cantante de vallenatos, sones y boleros, chofer que en el carro, a toda y a todo volumen, acompañaba las canciones de Vicky Carr, Agustín Lara o Juancito Trucupey; Gabo, ese conocedor de la música, amante de Bartok y bailarín de los buenos, declamador de Borges, que si no hubiera sido escritor habría sido pintor; Gabo, que en el 95 dibujó en una servilleta un autorretrato que me regaló con el fin de que un día me sirviera para salir de la quiebra a la que me estaba llevando la revista Cambio, revista que él acabó comprándome para sacarme del problema y para darse el gusto de tener su propio medio, a pesar de que cuando era mía trabajaba en ella como editor autonombrado y, desde México o desde cualquier lugar del mundo, nos hablaba durante horas por teléfono, nos leía fragmentos de la Trilogía de Amor que escribía entonces y que no había publicado, nos ayudaba a planear reportajes y portadas y, con el apoyo de su hermano Yiyo, mi consejero editorial, les editaba los textos a los muchachos, se los volteaba al derecho, les enseñaba el arte del periodismo, el mejor oficio del mundo según él, y me obligaba a mandárselos a los cursos que los grandes maestros dictaban en su Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, esa que se inventó para formar buenos periodistas que como requisito debían tener menos de 30 años, así como para formar buenos cineastas en Cuba creó la Fundación para un Nuevo Cine Latinoamericano.

 

Gabo, ese conspirador que un día buscó protección en la Embajada de México para que no lo capturara el gobierno de Turbay; Gabo, fundador, con Enrique Santos Calderón, de la revista de la izquierda, Alternativa, para la cual me puso a entrevistar presos políticos en las cárceles cubanas; Alternativa, que al comienzo rechazaba avisos, que al final ostentaba como director de mercadeo nada menos que al columnista Antonio Caballero y que no podía sino quebrarse como fui a decírselo en 1979 a Barcelona, donde de paseo por las Ramblas me dedicó El Otoño del Patriarca “con la cabeza cagada de palomas en la Plaza de Cataluña”; El Otoño... ese “poema sobre la soledad del poder”, como él decía, esa obra maestra (para mí el mejor de sus libros) que retrata de cuerpo entero a esos pobres poderosos a quienes nunca les cuentan lo que piensan de ellos sino que todos les dicen lo que quieren oír “mientras les hacen reverencias por delante y pistola por detrás”; ese retrato del poder de cuya soledad no se salva nadie, soledad parecida a la que le trajo su fama descomunal, esa que hacía que los Clinton, los Castro, los Torrijos, todos, lo buscaran sin cesar, esa que hizo que le ofrecieran embajadas, ministerios y candidaturas presidenciales que rechazó siempre porque el poder no le gustaba para ejercerlo él, pero esa que también hace que en las principales bibliotecas del mundo sus libros figuren en la sección de clásicos, junto a Shakespeare, junto a Cervantes.

 

Gabo, ese Premio Nobel cuya elección fue recibida con aplausos por todo el mundo, como lo afirmó el escritor Gay Talese; Gabo, ese colombiano cuyo nombre hace brillar nuestro pisoteado orgullo nacional y cuyo ejemplo de persistencia y disciplina nos señala el camino.

 

Gabito, ese confidente de lavar y planchar cuya amistad me hizo tan feliz y quien, con sus años tan bien vividos y contados, merece todos los homenajes porque, además de todo, a un ser humano como él es imposible que todos sus amigos no lo queramos siempre más.

 

 

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