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La soledad de los refugiados iraquíes y sirios atrapados en Bogotá.Por José Guarnizo Álvarez

Unos llegaron engañados y huyendo de la guerra, otros vinieron a probar suerte. Así es la vida cuando un mundo que no se entiende es lo único que hay para comenzar de cero.

Se supone que Malak Hadi era estudiante de historia en Irak y que sabía a ciencia cierta cuál era la anchura del mundo. Pero cuando se bajó del barco y le dijeron que estaba en Estados Unidos, no sospechó que Norteamérica era una palabra muy extraña para nombrar a ese puerto caótico y tumultuoso que se abría ante sus ojos.

Era noviembre de 2015. Malak, junto con su padre Hadi Husseín, su madre Alaa Hassan, su hermana Reiam y su hermano Muhamed, estaban desembarcando supuestamente en Miami, o eso les dijo el hombre que les cobró 7.000 dólares a cada uno por viajar de ilegales dentro de un pequeño cuarto de máquinas.

El viaje había comenzado en Turquía y, durante un mes y diez días, los cinco miembros de la familia Hadi nunca se bañaron y solo comieron latas de atún que les dejaban cada dos días al respaldo de una puerta. Durante el trayecto no pudieron salir ni a respirar el viento de altamar para no despertar sospechas entre los miembros de la tripulación.

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Malak venía físicamente derrotada, tanto que no contaba con la suficiente lucidez como para fijarse en lo singular que resultaba esa Miami pobre, tropical, de taxis amarillos, en la que hablaban un idioma impronunciable que tiempo después habría de deletrear con la dificultad de quien aprende a caminar por primera vez.

Ese mismo hombre que se encargó de jurarles a los Hadi que estaban en suelo norteamericano, les dijo que lo mejor era que no hablaran con nadie, que ni si quiera contestaran un saludo. También les quitó los pasaportes y el resto del dinero que traían: unos 55 mil dólares. Luego los llevó a una terminal de transporte, los montó en un bus y los dejó en un hotel de mala muerte en una ciudad a cuatro horas de camino del puerto.

Era tanto el cansancio y al mismo tiempo la felicidad de por fin haber llegado a los Estados Unidos, que Malak y su familia se tiraron a dormir sin importar que la puerta del cuarto no cerrara. Estaban sucios, hambrientos. Muertos pero nacidos de nuevo al mismo tiempo. Malak pensaba que al día siguiente se levantarían, tomarían el teléfono y llamarían a un tío que vivía en el estado de Ohio; estaba casi segura que él les mandaría dinero para el pasaje, que al cabo de los días todos conseguirían un trabajo y entrarían a clases de inglés.

Pero Malak se despertó unas doce horas después y se percató de que el hombre que los había llevado hasta allá se había desaparecido con las pocas maletas que les quedaban. Pero no importaba que les hubieran robado hasta los celulares. Al fin y al cabo ya habían logrado cruzar 9.000 kilómetros de océano. Malak, como una autómata, bajó a la recepción e intentó comunicarse infructuosamente con la recepcionista.

Su padre, Hadi Hussein, llegó para intentar decirle a la mujer del hotel que les prestara un teléfono o que, en su defecto, les dijera como hacían para llegar hasta Ohio, pero la recepcionista no entendía. Y los Hadi sí que menos. Era la primera vez que escuchaban a alguien hablar en español.

Hadi Hussein le pidió entonces, en un inglés enredado, que por favor llamara a la Policía porque necesitaban ayuda. La mujer dijo que se comunicaría con una oficina de Migración para que los guiara, también les pidió que se calmaran, que todo iba a estar bien, que si acaso no lo sabían, ese lugar no era Estados Unidos ni Miami ni La Florida, sino una ciudad llamada Cali, de un país que se pronunciaba así: Co-lom-bia. Y Malak, estudiante de historia en Irak, se preguntó mentalmente, “¿Dónde diablos queda Colombia?”.

Ha pasado año y medio. Malak está sentada en un parque al norte de Bogotá -en un día melancólico y frío- contando la historia de aquel primer día en estas tierras nuevas. Desde hace un tiempo, los cinco miembros de la familia comparten una diminuta habitación en una casa islámica en el barrio Galerías. En un catre doble duermen los papás. Detrás hay un camarote y al lado otra cama. La habitación, que recibe toda la humedad del baño, está tupida de ropa y bolsas que no caben en el clóset. Allí los dejan vivir gratis a cambio de que Alaa, la madre de Malak, cocine y haga el oficio diario.

La casa, donde suelen reunirse colombianos que practican el Islam, se ha convertido en un refugio, pero también en un tedioso encierro. Aunque la Cancillería colombiana les concedió a los Hadi el estátus de refugiados, comenzar un proyecto de vida en un país aún tan lejano ha sido una lucha que por ahora no ha dado frutos.

Malak tiene 22 años. Desde que llegó a Colombia solo una vez consiguió empleo como extra en la serie ‘Narcos’ que Netflix grababa en Bogotá. El resto del tiempo lo ha usado aprendiendo inglés por su propia cuenta pensando más adelante en ofrecer clases y traducciones al árabe. Su hermana mayor Reiam, quien en Irak estudiaba periodismo, logró conseguir un trabajo en una peluquería de Galerías. Era uno de los pocos oficios manuales a los que podía acceder ante su poco dominio del español.

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Pero en cuanto a su padre y su hermano Muhamed, de 20 años, la situación es más penosa: se lo pasan encerrados contando minutos, horas y días, esperando a que ocurra el milagro al que están aferrados: montar un restaurante iraquí que no ha podido hacerse realidad por falta de un fiador para arrendar un local.

Malak usa siempre un hihab para cubrirse la cabeza. Es una tela color crema que hace que resplandezcan sus verdes e inmensos ojos de mujer de la antigua Mesopotamia. Habla todo el tiempo de esa posibilidad del restaurante que estuvo a punto de realizarse cuando un iraquí que conoció el caso de su familia donó todo lo que el negocio necesitaba para funcionar: nevera, estufas, sillas, mesas y hasta cubiertos. Ese plante que ahora está acumulando polvo en el garaje de la Casa Islámica. Hadi Husseín se recorrió media Bogotá viendo locales que siempre se esfumaban cuando se llegaba la hora de firmar el contrato de arrendamiento. Sin fiador, nada.

Para los Hadi, Colombia ha sido como un aterrizar en la luna. Hadi Husseín había escuchado hablar de René Higuita, Pablo Escobar y el Pibe Valderrama. Malak, a lo sumo, sabía que existía un jugador fantástico llamado James Rodríguez. Pero ahora y más allá de las dificultades, esta joven siente incluso el deseo de quedarse. Que la gente del común sea tan amable, que en cualquier tienda de barrio se puedan comprar frutas exóticas como el mango o que las tajadas maduras hayan aparecido en su vida como su nuevo plato favorito, son pequeños descubrimientos que hacen más llevadero el diario vivir.

Porque no es fácil para ella ver que sus papás prefieran dormir hasta las 12 de la mañana para ahorrarse una de las tres comidas del día. No es fácil teniendo en cuanta que en Azizia, esa pequeña ciudad que dejaron el 9 de octubre de 2014, cuando Hadi Husseín cerró con seguro las puertas del carro para que ningún miembro de la familia se arrepintiera a última hora de la huida, lo tenían todo.

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El año pasado se conoció que por primera vez en la historia el número de refugiados en el mundo superó la cifra de 60 millones. Un estudio de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) dice que cada minuto 24 personas se ven obligadas a huir de sus hogares por causa de la guerra. El dato es descabellado: una de cada 113 personas que habitan el planeta tierra es solicitante de asilo, desplazado interno o refugiado. El drama de tener que irse de casa pero convertido en números.

Hay casos más graves que otros. Solo tres países producen la mitad de la población refugiada del mundo: Siria, con 4,9 millones de personas; Afganistán, con 2,7 millones y Somalia, con 1,1 millones. Desde hace más de cinco años, Siria, que comparte una frontera de 605 kilómetros con Irak, se ha convertido en el máximo detonante del desplazamiento, en una guerra que ha dejado 470.000 muertos en los últimos cinco años (dato del Observatorio Sirio de Derechos Humanos del Reino Unido).

Lo que ocurre en ese país con respecto a vecinos como Irak es similar a lo que pasa cuando alguien lanza una piedra a un lago: la consecuencia inmediata es la aparición de ondas que se expanden por doquier en forma de anillos. Así pasa con las personas que, tras el estremecimiento que produce la guerra en Siria, salen por las fronteras a tratar de buscar un nuevo lugar en el mapa. A raíz de ese efecto de onda, 34.000 sirios llegaron este año a la región del Kurdistán en Irak, según lo divulgó la Acnur hace unos meses. El enorme lío humanitario de este fenómeno es que el país receptor en este caso también es expulsor. Irak recibe refugiados, sí, pero de Irak también la gente escapa, como le pasó a los Hadi.

Antes de que la ciudad de Homs, en Siria, quedara casi completamente destruida, Samir era un hombre feliz. Eso dice ahora en su vida de ermitaño en Bogotá. Uno de los mayores problemas de este hombre de 36 años es no tener con quién hablar. Quién lo creyera pero el hecho de no contar con un interlocutor con quien sentarse una tarde a conversar en árabe, ha hecho de Samir una persona esquiva.

Y tiene motivos para rehuirle a ese tan sencillo acto de socializar. En Homs, donde la población ha disminuido a menos de un tercio de lo que era porque la gente se ha ido o porque los han matado, Samir se ganaba la vida manejando un camión. Cuando comenzaron los bombardeos y el paisaje se volvió un campo devastado, hombres del Estado Islámico se le llevaron el carro. Aunque Samir no tenía esposa ni hijos de los cuales despedirse, le dolió en el alma haber tenido que dejar a parte de su casta intentando salvarse de quedar sepultados bajo el cementerio en el que quedó reducido una parte de Homs.

El 4 de mayo de 2015 partió hacia el Líbano, luego fue a parar a Turquía. Se montó en uno de esos botes de la muerte que cruzan el mar Egeo hasta que llegó a la isla de Kos, en Grecia. Se arriesgó a caminar la península de los Balcanes, a empellones, atravesando rutas ilegales y escondiéndose de esos ejércitos a los que la Unión Europea les paga para que cacen migrantes. Llegó a Holanda donde muy pronto se enteró que conseguir trabajo legal y pedir refugio era como hacer una fila que iba hacia ningún lado. Entonces alguien le habló de Ecuador, un país que le pintaron como el más boyante. Samir voló hasta esa tierra prometida pero una vez más se dio cuenta de que empleo era lo que no había.

Para Samir venir a Bogotá significaba la última opción, el todo o el nada. No es muy común que ciudadanos de países del Medio Oriente busquen como destino final a Colombia. Según la oficina de Migración de la Cancillería, de 2016 a la fecha han sido detectados 13 sirios y solo cinco iraquíes transitando irregularmente por el país. Para la publicación de este reportaje estaban en trámite apenas cuatro solicitudes de refugio por parte de ciudadanos sirios, más una de un iraquí. En 2017 Colombia no concedió el estátus de refugiado a ninguna persona de esas dos nacionalidades.

Como Samir no conocía a nadie, al principio se fue para un hotel en el que le cobraban 100 mil pesos diarios, sin contar la comida. Se estrelló entonces con el primer gran muro que le sale a la vista a cualquier refugiado que llega con intenciones de rehacer su vida en Bogotá: el salvoconducto que le entregó Migración Colombia le prohibía expresamente trabajar, pero al mismo tiempo nadie estaba dispuesto a regalarle nada. Con el paso de los días y el bolsillo cada vez más roto, Samir se deprimió.

Toda esa frustración Samir la lleva tatuada en la cara. Para este reportaje pidió varias veces que no publicaran su verdadero nombre por las consecuencias que le puede traer que Isis sepa que está en Colombia hablando con periodistas. Debajo de su prevención con los colombianos, se esconde un hombre con un descollante sentido del humor. Eso lo descubrió Carolina Pulido de la Fundación Ayuda a la Iglesia que sufre. Ella conoció a Samir por casualidad en un concierto justo cuando a él se le estaba acabando la plata. Ya no tenía más de qué sobrevivir.

En un comienzo a Samir le costó aceptar la mano que esa organización podía brindarle. No era orgullo, dice él, sino impotencia de no poder ganarse la plata con su propio sudor. Ahora la Fundación le está pagando una habitación compartida y le proporciona un modesto subsidio de comida en cuanto avanzan los trámites de refugio. Mientras eso ocurre, pasan días en los que Samir apaga el celular y se abstrae, se aísla del mundo. Son días en los que hasta evita hablar con Carolina, el ángel que según sus creencias Cristo le puso en el camino. A veces se desespera por querer tener noticias de sus conocidos en Homs, allí donde el internet funciona solo a ratos. No saber quién sigue vivo o quién ha muerto en esa lejura es lo que lo distancia de ese hombre feliz que ya no encuentra por dentro.

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Fue el 9 de octubre de 2014 cuando Hadi Husseín le dijo a su familia que alistaran ropa para irse de paseo unos días. Estando a punto de arrancar, el hombre aseguró las puertas del carro y les dijo: “Nos vamos de Irak”. La casa ya estaba vendida. Nadie tuvo tiempo de despedirse.

Durante ese año, el Estado Islámico ya había ganado terreno al norte de Irak pero no había llegado hasta Azizia (localizada en Wasit, al sur de Bagdad) la ciudad en la que Hadi Husseín tenía una próspera farmacia y una granja. Alaa, la esposa y madre de Malak, era dueña de un salón de belleza. La vida estaba solucionada.

Los temores de que hombres del Estado Islámico llegaran a controlar la ciudad eran crecientes. Desde que Estados Unidos invadió a Irak en 2003, en pleno régimen de Saddam Husseín, Azizia no padecía el asecho de la guerra. Malak tenía ocho años por los días en los que recuerda haberse escondido con su mamá y sus hermanos en una esquina de la casa ante los rumores de las bombas. Decían que las vértices de las edificaciones eran los últimas en caer ante las explosiones.

Tras el derrocamiento de Saddam, Malak tiene fresco en la memoria el desfile de carrotanques norteamericanos entrando triunfantes a Azizia y casi que le parece aún escuchar a los soldados reprendiendo a los niños para que no jugaran encima de las bombas sin explotar, o casi que le parece ver a los gringos regalando chocolatinas a todo el que se les arrimara. Pero ninguno de los pequeños entendía inglés ni había visto por equivocación ojos tan azules, ni cabelleras tan rubias.

Azizia solo vino a tener paz cuando no quedó ningún vestigio de Saddam. Fue la primera vez que los Hadi se tomaron una Coca Cola y que vieron una película. Antes nadie podía ver algo distinto al canal que controlaba el gobierno. Por esa simple razón fue que Hadi Husseín estaba muerto del susto la vez en que llegó a la casa con una película egipcia llamada The first love. Antes de proyectarla en el televisor mandaron a los niños a dormir y cerraron las cortinas. En tiempos de Saddam ver cine era firmar la pena de muerte. Hadi Husseín entonces escondió el control remoto detrás de su camisa, apagó las luces y puso a rodar esa historia que Malak dice haber visto un millón de veces durante los años que le quedaron de infancia.

Además de evocar su niñez sentada en una de las bancas de un parque del barrio Galerías de Bogotá, Malak reflexiona sobre lo extraño que le resulta que las chicas en Colombia quieran estar flacas. Es una de esas rarezas que trajo consigo este nuevo mundo. El ideal de belleza en Irak, dice, está más emparentado con la gordura que con la delgadez. Hace unos años, a Malak la hicieron comprometer con un hombre que no amaba y con el que finalmente no se casó. En alguno de los encuentros con él recuerda haberse inyectado las mejillas para verse más robusta.

—Es raro— insiste Malak ahora que tiene 22 años y un cuerpo esbelto por defecto. Es raro porque para ella es normal que su hermana Reiam suela sentirse orgullosa cada que vez que se mira al espejo y se percata de que ha ganado unos centímetros de barriga. Es raro, sí. Es otro mundo aunque parezca el mismo.

FIN.

Si usted quiere ayudar a la familia Hadi, puede escribir a este correo: Nicholasfrasser1@gmail.com o al teléfono: (316) 307-8262

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Textos: José Guarnizo Álvarez Videos: Cristian Leguizamón, Sergio Vásquez, Daniel Ramírez y Eduardo Contreras Fotografías: Esteban Vega La Rotta Director General Multimedia: Ricardo Galán Diseño: Jóse Barrera y Stephanie Carvajal Desarrollo Front-End: Felipe Guillen y Iván Verano