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El escritor argentino hace una radiografía de las ilusiones y las desilusiones de un año convulsionado por La primavera de Praga, la masacre de Tlatelolco y los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King.
- Por Tomás Eloy Martínez*
En la memoria, 1968 fue un año glorioso. Pero en verdad estuvo sembrado de malos presagios y desdichas. Recuerdo muy bien los últimos días de mayo. Yo acababa de llegar a París, donde me fui a vivir al hotel de siempre, en la Rue du Seine.
La efervescencia de los disturbios estudiantiles y de las huelgas de la fábrica Renault seguía tan viva como el polen de la primavera.
Los cercos de hierro alrededor de los castaños, en el boulevard Saint-Germain, estaban arrancados o torcidos; en algunas calles aún se veían los adoquines levantados, y los estudiantes seguían predicando su odio contra Charles de Gaulle y el primer ministro Georges Pompidou en las incendiarias tertulias de los cafés. Los ecos de la revuelta no se habían borrado de los muros de la Sorbona y de las casas cercanas al Odéon.
Anoté los graffiti que más me impresionaron y, cuando me crucé por casualidad en la rue Jacob con Julio Cortázar, vi que él también los había registrado en una libreta. Eran más de 50, pero en mi memoria, y en la de casi todos, han quedado sólo unos pocos que se han convertido ya en refranes populares: ‘Prohibido prohibir’, ‘La imaginación al poder’, ‘Vivir el presente’.
En las calles de París los manifestantes aplaudían y gritaban “seamos realistas, pidamos lo imposible”
Cortázar tenía una cita con unos amigos en el café Deux Magots y lo acompañé hasta allí. Cinco años antes, cuando lo conocí, su obsesión eran las utopías individuales y las rarezas en los márgenes de la realidad.
Ahora no: lo desvelaban las utopías colectivas, la fe en un mundo regido por la justicia y la igualdad entre los seres humanos.
“El futuro está al alcance de la mano –me dijo–. Por fin empezamos a vivir en un estado de revolución permanente”.
Era una fe que compartían casi todos los grandes escritores latinoamericanos de aquellos años. A fines de aquel mismo 1968, Octavio Paz renunció como embajador de México ante la India en protesta por la matanza de Tlatelolco.
“El asesinato de los estudiantes fue un sacrificio ritual –declaró al diario Le Monde–. Se quiso aterrorizar a la población usando los mismos métodos de sacrificios humanos de los aztecas”.
Los dramas colectivos y los ideales de justicia desvelaban también entonces a Mario Vargas Llosa. “En el socialismo que los escritores ambicionamos –decía dos años antes, en 1966–, no sólo se habrá suprimido la explotación del hombre: también se habrán suprimido los últimos obstáculos para que el escritor pueda escribir libremente lo que le dé la gana”.
Para casi todos, incluido el propio Vargas Llosa, la libertad era un valor esencial, pero de segundo orden. Para que la libertad fuera posible, antes había que construir un mundo de justicia, sin ricos ni pobres, y la justicia debía ser igual para todos.
Las ilusiones del Mayo francés fueron tan fugaces como las de Praga, donde esa misma primavera se predicaba también el “socialismo con rostro humano”.
Las izquierdas creían que los pueblos arderían en cólera y que los opresores serían expulsados del inevitable paraíso, pero la realidad rara vez confirmaba esas esperanzas. En abril de aquel mismo 1968, Luther King fue asesinado en Memphis por un fanático racista; en junio, Robert Kennedy sucumbió a las balas de un palestino vengativo.
Casi todos los países de América Latina fueron cayendo, uno tras otro, en manos de obtusos generales nacionalistas que predicaban sangrientas cruzadas contra enemigos de la cristiandad y de los valores de Occidente.
El futuro parecía estar ahí, pero en verdad el futuro con el que soñaban los grandes escritores del boom era ya puro pasado.
Las ilusiones de felicidad colectiva tuvieron una expresión final en julio de 1969, cuando los astronautas de la misión Apolo 11 pusieron el pie en la Luna y convirtieron en verdad histórica lo que había sido un mito imposible de la especie humana. Tal vez en ese momento empezó el tercer milenio.
Cuarenta años después queda muy poco de todo eso. Nadie podría decir si los miles de seres que perecieron en las cárceles y en los campos de concentración de las dictaduras latinoamericanas invocando los ideales de un mundo más justo dejaron tras sí algo mejor que su propio sacrificio. Las utopías sociales han sido sustituidas por las utopías individuales; el generoso amor por los desesperados y desposeídos se ha trocado en preocupación por la supervivencia personal.
Los países son gobernados no ya por las dictaduras militares, sino por los intereses de las grandes corporaciones, a las que los votantes no eligen ni controlan. Así como las ilusiones y el afán de combatir por un mundo mejor eran el pan cotidiano de los jóvenes de 1968, la atmósfera que respiran hoy está hecha de escepticismo.
Da la impresión de que, conquistadas la democracia y la modernidad, ya no hubiera nada que soñar. La injusticia sigue ahí, más saludable que nunca. Pero la injusticia es un valor que se siente, no que se piensa.
Cortázar murió en 1984, con todas las utopías intactas. Sus célebres últimas palabras, “Denme un calmante”, parecen un resumen de los años de revuelta, cuando cada ser humano creía llevar en sí la sed y el dolor de toda la especie.
Octavio Paz murió en 1998, defendiendo hasta el final la estabilidad de las instituciones (sobre todo en el inestable México) y condenando tanto el régimen de Fidel Castro como el bloqueo de Estados Unidos contra Cuba.
Vargas Llosa da conferencias incansables en defensa de la libertad de los individuos y de los mercados, pero ya no pelea por cambiar el mundo que tenemos sino, más bien, por reconocerlo tal como es: abusivo, implacable, sometido a las leyes del dinero.
Carlos Fuentes, que en 1968 tenía prohibida la entrada en Estados Unidos, es hoy el intelectual latinoamericano de mayor influencia en Washington, Nueva York y Los Ángeles. Tanto en sus clases de la Brown University como en sus continuos discursos públicos ante senadores y académicos, Fuentes se obstina en señalar que, en el terreno de la inteligencia y de la cultura, América Latina es tanto o más que los Estados Unidos, y que el objetivo inmediato de los políticos no es abolir el Estado, que tanto costó crear, ni tampoco expandir el Estado. El problema es construir un Estado mejor.
Uno de los hechos que conmocionaron el mundo en 1968 fue el asesinato del candidato a la presidencia de Estados Unidos Robert Kennedy, el 5 de junio. Dos meses después, los tanques rusos invadían Checoslovaquia y dejaban unos 70 muertos.
Los malos presagios se han disipado y ahora sólo quedan las desdichas. Como en la historia todo regresa, tal vez dentro de 40 años vuelvan también las ilusiones de felicidad colectiva que murieron de muerte violenta en la década que sucedió al Mayo francés.
Tal vez también entonces se hayan aprendido ya las lecciones del pasado y la violencia deje de ser para siempre la partera de la historia. Aun en los tiempos oscuros de las dictaduras, la imaginación siempre se ingenió en América Latina para tener el poder, ya fuera a través de grandes novelas o de grandes madres desesperadas.
No era el poder de las armas, por supuesto, o el poder de los gobiernos, sino algo más perdurable: el poder de la historia. “Si perdemos la imaginación, perdemos todo”, me dijo Cortázar aquel mayo de 1968 en el Atrium. Ese es el gran riesgo de este fin de siglo.
¿Es posible que los jóvenes mantengan vivo el fuego de la imaginación? Si perseveran en el escepticismo y en el afán de éxito personal, es difícil que lo consigan. Pero sólo dentro de 40 años se conocerá la respuesta, en otro Mayo, cuando el futuro sea pasado.
* Periodista y escritor argentino, autor, entre otras, de la novela Santa Evita.
**Este artículo fue publicado en mayo de 2008 en la revista Semana, cuando se cumplieron
40 años de Mayo del 68.
El activista Daniel Cohn-Bendit, conocido como Dany el ‘Rojo’, uno de los líderes de Mayo del 68, desafía a un policía francés. Esta imagen fue uno de los símbolos de la revuelta en París. Tanto, que se convirtió en uno de los afiches más famosos de la época.
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La del 68 en París no fue una revolución sino una fiesta. Los estudiantes se tomaron las calles, los obreros se les unieron, se gritaba ‘la imaginación al poder’, pero todo se diluyó al final del mes. ¿Qué quedó de todo ese alboroto?
- Por Antonio Caballero*
París era una fiesta, para usar una vez más el manoseado título nostálgico de Hemingway. Una fiesta desbordada y sin límites, como no la había soñado nunca esa ciudad melancólica y gris, ceremoniosa y antipática, de guillotinas y museos y turistas. Durante ese mes de mayo de 1968 París fue un Carnaval, imbuido del espíritu de trasgresión y de irrespeto que le da sentido al carnaval: el espíritu contrario al orden. Un caos, un alboroto, un desfogue contra la autoridad constituida. “Un despelote”, lo llamó el general De Gaulle, que era en la Francia de esos días la autoridad constituida, tanto formalmente –era el presidente de la República– como simbólicamente: era la figura paterna. “¡La chienlit, non!”, salió a decir por radio. O sea, literalmente: “¡Cagarse en la cama, no!” (chie-en-lit). Con eso pretendía meter en cintura la revuelta. Y los cientos de miles de revoltosos le respondieron que “la chienlit” era él y siguieron armando el despelote en las calles de París: barricadas de adoquines, pedreas a la Policía, manifestaciones multitudinarias por los anchos bulevares en las que fraternizaban estudiantes y obreros cantando La Internacional, el viejo y tristón himno de las revoluciones del siglo XIX, carreras, gritos, tomas de teatros, de universidades y de fábricas. A nadie se le ocurrió tomarse un ministerio, ni una iglesia, ni mucho menos un cuartel. Y no hubo muertos. Al final, en unas elecciones, tan prosaicamente como había comenzado, se evaporó la fiesta.
Había comenzado en la universidad de Nanterre, en las afueras de París, por una disputa subalterna y doméstica sobre los dormitorios estudiantiles. Hubo unos detenidos. Los estudiantes organizaron manifestaciones de protesta en el Barrio Latino, el tradicional barrio universitario e intelectual de París. Hubo choques a palo entre los manifestantes y la Policía, que cerró la Sorbona. Los obreros de las fábricas se unieron al movimiento. Brotaron por toda la Orilla Izquierda del Sena marchas de cientos de miles de personas. Quemaron unos carros. Los estudiantes ocuparon por la fuerza las universidades. Espontáneamente y sin preaviso, una huelga general paralizó a toda Francia. Olía a primavera y a gases lacrimógenos. París estaba desierto, sin tráfico, y la gente hablaba por las calles sin conocerse: algo inconcebible en Francia. No había televisión: estaba en huelga. Sólo estaban abiertos los cafés. Se hablaba, se hablaba, se hablaba sin parar. El general De Gaulle voló a Alemania para cerciorarse de que contaba con el respaldo del ejército francés estacionado allá. Habló por radio –no había televisión– y sacó a los Campos Elíseos, en la Orilla Derecha, una manifestación de un millón de burgueses aterrados por la “chienlit” que habían armado sus hijos al otro lado del río. Se suspendió la huelga general. Se acabó todo.
A todo eso, que duró casi un mes, se lo llamó, púdicamente, “les évenements de Mai” (los acontecimientos de mayo). O, más ostentosamente, “La Révolution de Mai”. La “revolución inencontrable” la calificó en un libro desdeñoso Raymond Aron, el filósofo de la derecha liberal francesa, que no pudo encontrarla. Porque no la había. No era una revolución, sino una fiesta. “La imaginación se toma el poder”, rezaba uno de los infinitos pasquines callejeros que imprimieron los revoltosos en esos días. Era una revolución imaginaria, que no buscaba el poder, sino el espectáculo. Un año antes había aparecido otro libro (en Francia todo empieza y termina con un libro) del filósofo de la izquierda situacionista Guy Debord, titulado La sociedad del espectáculo.
No era una revolución, sino un espíritu. De rebeldía, de contestación (la palabra empezó a usarse entonces), de insatisfacción y de protesta. Su inspiración de izquierda le venía del anarquismo libertario y utópico, y no del socialismo científico, instalado y formal. Más del Paul Lafargue del Derecho a la pereza que de su suegro Karl Marx, el del Manifiesto Comunista. Se encarnó en toda suerte de grupúsculos ultraizquierdistas –trotskistas, guevaristas, maoístas, situacionistas: “gauchistas”. Nunca leninistas. Cincuenta años antes, Lenin había diagnosticado que el gauchismo era “la enfermedad infantil del comunismo”. Y lo de mayo fue, en efecto, bastante infantil: una revuelta de estudiantes privilegiados que se aburrían del autoritarismo y la seriedad de sus padres y de sus profesores, y se levantaban contra la autoridad y contra el orden: contra la seriedad. Los policías antimotines con escudos y cascos negros y largas porras de caucho y granadas de gas se desconcertaban al ver que los estudiantes sublevados les sacaban la lengua antes de salir corriendo. Para participar en la revolución imaginaria de mayo del 68 había que tener 20 años y una novia con boina. Yo, que la viví en París, tenía las dos cosas. Raymond Aron ya no las tenía, y por eso se indignaba de no encontrar la pretendida revolución ni buscándola debajo de las piedras. Pero es que, como anunciaba uno de los muchos carteles de entonces, lo que había debajo de las piedras no era la revolución, sino la playa: “Sous les pavés il y a la plage”. Los “pavés”: esos mismos adoquines de granito con los cuales se levantaban las barricadas y se apedreaba a los policías.
Pasado el alboroto, restaurado el orden, lo primero que hicieron las autoridades fue sustituir los adoquines de piedra por pavimento de asfalto en todas las calles de París.
Ese alboroto era respuesta a ese orden. Y no era un fenómeno limitado a Francia (que “se aburría”, había diagnosticado pocos meses antes de mayo el propio De Gaulle, que llevaba 10 años en el poder), sino que tenía dimensiones mundiales: la ola contestataria de la juventud estudiantil se extendía de California al Japón, de Varsovia a México, de Berlín a Checoslovaquia (en donde, por unos breves meses de ese año 68 que se llamaron “la primavera de Praga”, la imaginación tomó efectivamente el poder bajo el lema de “un socialismo con rostro humano”). La revuelta iba dirigida en todas partes contra lo mismo: la autoridad y el orden establecidos. El orden capitalista y el imperialismo norteamericano en Occidente, y el orden comunista y el imperialismo soviético en la Europa Oriental.
No triunfó. Y no duró. Fue apenas un paréntesis (entre, digamos, el asesinato del dirigente negro Martin Luther King en abril y el asesinato de la esperanza blanca Robert Kennedy en junio). Del espíritu del mayo francés del 68 (que no fue sólo francés, pero sí fue sólo del 68) formaba parte, sin duda, el que fuera efímero: un carnaval no dura para siempre. En Francia se diluyó en unas elecciones generales que ganó arrolladoramente la derecha gaullista. En Alemania y en Italia degeneró en violencia extremista: la banda Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas. En Checoslovaquia fue aplastada por la invasión de los tanques soviéticos. En Estados Unidos desembocó en la elección presidencial de Richard Nixon. En México se ahogó en el baño de sangre de Tlatelolco. El orden volvió a reinar.
Algo quedó en el espíritu de mayo, sin embargo. Tanto, que 40 años después el derechista presidente de Francia Nicolas Sarkozy llama a luchar contra él y a “liquidar su herencia de una vez por todas”. Porque considera que es pernicioso para la producción y peligroso para la autoridad, que erosiona los valores familiares e incita a la pereza y al relativismo intelectual y moral. Pero él mismo está todavía tan impregnado de todo eso, que cambia de mujer cada ocho días en busca de una más bonita.
Los adoquines de las calles de París les sirvieron a los manifestantes como arma para repeler a la Policía. Pero las avenidas de la ciudad también sirvieron como espacio de reunión y protesta contra el orden establecido.
* Periodista y escritor colombiano, autor de la novela Sin remedio. Columnista de SEMANA.
**Este artículo fue publicado en mayo de 2008 en la revista Semana, cuando se cumplieron
40 años de Mayo del 68.
Los Glucksmann (Raphael y André) en su biblioteca en París. Su libro ha causado gran controversia entre la intelectualidad francesa.
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André Glucksmann quizá sea el filósofo francés más polémico de las últimas décadas. Participó activamente en Mayo del 68 y hace poco escribió, junto a su hijo, un libro sobre ese año. SEMANA habló con ambos en París.
- Por Carlos de Lestraint*
André Glucksmann (71 años) es probablemente el filósofo más polémico de Francia. Después de haber participado como militante maoísta en la rebelión juvenil de Mayo de 1968, accedió a la fama con su libro La cocinera y el devorador de hombres. Reflexiones sobre el Estado, el marxismo y los campos de concentración, una feroz denuncia del gulag soviético. Posteriormente, ayudó a los boat people vietnamitas, apoyó a Estados Unidos en la guerra de Irak contra Saddam Hussein y ahora respalda a los rebeldes chechenos en su lucha por la independencia contra Rusia. En 2007 escandalizó a la “divine gauche” francesa cuando apoyó la candidatura presidencial de Nicolas Sarkozy. Junto a su hijo Raphaël (29), politólogo y realizador de documentales para televisión, acaba de publicar el libro: Mayo del 68 explicado a Nicolas Sarkozy. SEMANA los entrevistó a ambos en París para tener una doble mirada sobre ese movimiento que hace 40 años conmovió al mundo.
SEMANA: ¿Cuál fue el principal desencadenante de Mayo de 1968?
André Glucksmann: Mayo del 68 puso en crisis los principios de un modo de vida y de pensamiento que estaban totalmente reprimidos. Fue una de las “crisis de civilización más profundas” de la historia, como dijo el escritor André Malraux. Cuestionó con igual vigor el autoritarismo y los valores de la sociedad francesa —incluso de toda la sociedad occidental—, como la guerra de Vietnam y las dictaduras opresivas del comunismo soviético en Europa Oriental.
SEMANA: ¿Un ‘heredero’ de mayo piensa lo mismo?
Raphaël Glucksmann: Esas tres semanas revolucionarias impusieron, además, la ideología de la transparencia, que nació cuando el líder simbólico de Mayo del 68, Daniel Cohn-Bendit, obligó a transmitir en directo por radio las negociaciones entre estudiantes y representantes del poder. Ese acontecimiento casi insignificante demolió la cultura del secreto, expresada por Torcuato Tasso cuando le hace decir a su personaje Torrismondo: “No se deben confiar los secretos de los reyes al vulgar insensato”. Aun así, la cultura del secreto persiste, sobre todo en la cúspide del Estado.
SEMANA: Durante la campaña electoral de 2007 en Francia, Nicolas Sarkozy pretendió enterrar los valores de Mayo del 68…
A.G.: Fue un argumento táctico, como explicó la ‘cronista’ de la campaña, Yasmina Reza. Sarkozy era consciente de su mala fe. Una condena destinada a ganar votos.
SEMANA: ¿Fue sólo una jugada táctica o realmente quiso sepultar la ideología lib-lib (liberallibertaria) de Mayo del 68?
R.G.: Sin los cambios que provocó Mayo del 68 en las costumbres políticas y en la sociedad, Sarkozy nunca habría podido ser presidente. Eso es lo que no entendió. Su eslogan de “ruptura” es una idea que resume todos los valores de 1968. La idea de nuestro libro nació en ese momento. Había que explicarle el alcance que tuvo ese Mayo.
SEMANA: ¿Esa rebelión fue un ‘accidente sociológico’ y una ‘sorpresa’, como dijo el filósofo y político Edgar Morin?
A.G.: Ninguna de las dos cosas. La marmita había entrado en ebullición desde hacía mucho tiempo. Por un lado, fue la respuesta a la opresión de un autoritarismo político que no admitía la menor disidencia. Pero Mayo del 68 también es hijo de la intervención de los tanques rusos en Hungría, en 1956. Todos los dirigentes estudiantiles eran ex comunistas expulsados del partido por haber protestado contra esa intervención. No hay que olvidar que cuando el poeta comunista Louis Aragon quiso entrar a la Sorbona, Cohn-Bendit le gritó con el megáfono: “¡Aragon, no olvides que tus cabellos blancos están manchados de sangre!”.
SEMANA: ¿Los jóvenes también lo piensan de esa manera?
R.G.: Cuando filmaba mi documental La revolución naranja sobre la rebelión ucraniana contra la herencia de sistema ruso, unos de sus protagonistas me dijo: “Nuestra revolución fue una sorpresa, incluso para quienes la preparábamos”. Vaclav Havel (dramaturgo y ex presidente checo) relata que la mayor sorpresa de la revolución de terciopelo en Checoslovaquia fue advertir que había millones de personas dispuestas a dar la vida para terminar con la opresión soviética. Toda revolución respeta una lógica y, al mismo tiempo, es una sorpresa.
SEMANA: ¿Hay una herencia de Mayo 68?
A.G.: Todos los movimientos revolucionarios que estallaron en Europa y América Latina en los últimos 40 años tuvieron como referencia a Mayo de 1968. En algunos casos como modelo y en otros casos para repudiarlo. Pero no se puede hacer un catálogo de la herencia. Una clave de ese movimiento es que no dejó un dogma. Yo viví Mayo del 68 como una subversión filosófica, una experiencia socrática: ponemos todos los problemas sobre la mesa, cuestionamos todo y, si no hay solución, mala suerte.
R.G.: Uno de los dirigentes de la revolución naranja —un movimiento antimarxista, pronorteamericanoy liberal— me dijo: “¿Ves cómo se puede hacer Mayo del 68 en invierno?”. Cada uno extrae de eseMayo las lecciones que le parecen convenientes, pero no es una fuente de método. Tampoco se puedesoñar con repetir esa experiencia. Cada revolución es única e irrepetible.
SEMANA: ¿Los intelectuales tuvieron una influencia decisiva en Mayo 68 o se apropiaron de la revolución ‘a posteriori’?
A.G.: No se puede decir que los intelectuales hayan tenido la misma influencia que ejercieron Diderot o Voltaire en la preparación de la Revolución Francesa de 1789. Mayo 68 nació y creció de manera casi espontánea, y fue manejada por activistas estudiantiles que tenían una fuerte experiencia en movimientos que eran –a la vez– antisoviéticos y antinorteamericanos. Dany Cohn-Bendit no era un intelectual y, posteriormente, nunca pretendió asumir ese papel. Los intelectuales tuvieron una participación paralela: eran los encargados de poner un poco de orden en las ideas y en los eslogans para darle contenido al movimiento…
R.G.: …y luego se apropiaron de la herencia. Los activistas casi no han hablado de aquella experiencia. El análisis y la teorización quedaron en manos de los intelectuales.
SEMANA: En todo caso, fue la primera revolución sin sangre…
A.G.: Ese fue uno de sus aspectos sobresalientes. En Mayo del 68 había barricadas, pero también hubo barreras. En Alemania, el sociólogo Rudy Dutschke había desarrollado poco antes la teoría de que era necesario “atacar las cosas, los símbolos y las ideas, pero no a los seres humanos”. En París, Cohn-Bendit iba todas las noches barricada por barricada tratando de calmar a los más exaltados, a los que querían tomar las armas contra el Estado. Incluso, se instaló un teléfono rojo entre la Sorbona y la policía para evitar desbordes, tanto de los estudiantes como de las fuerzas del orden. Mayo del 68 fue un tsunami de ideas y eslogans –algunos geniales y otros bestiales–, pero no se disparó un solo tiro.
SEMANA: Esa ‘excepción francesa’ fue luego imitada en el resto del mundo…
R.G.: Así ocurrió desde la revolución de los claveles (en Portugal) en adelante. El posfranquismo en España y la revolución de terciopelo en Checoslovaquia se hicieron pacíficamente. Hasta el Muro de Berlín, que marcó simbólicamente el derrumbe de un imperio, cayó como resultado de uno de los movimientos de masas más grande y más pacífico de la historia de Europa del Este. El derrumbe pacífico de la Unión Soviética le debe mucho a Mayo 68.
*Periodista argentino colaborador en diferentes medios, radicado en París.
**Esta entrevista fue publicada en mayo de 2008 en la revista Semana, cuando se cumplieron
40 años de Mayo del 68.
En el libro Mayo 68 explicado a Nicolas Sarkozy, André Glucksmann y su hijo Raphaël afirman que “los verdugos narco-marxistas” de las Farc tienen expuestos a Íngrid Betancourt y los otros rehenes a un verdadero “Gulag itinerante”.
André Glucksmann a finales de los años 60.
“A diferencia de Hitler y Stalin, que siempre se esforzaron en ocultar los campos de exterminio y destierro, las Farc se enorgullecen de someter a decenas de personas a una situación que es comparable a los campos de concentración nazis o al Gulag soviético”, sostiene André Glucksmann.
Los Glucksmann recuerdan que ningún movimiento revolucionario del siglo XX actuó con ensañamiento cuando –en algún momento– tuvo rehenes en su poder. “La perversidad consiste en mostrar cómo se deterioran poco a poco en cautiverio. ¿Qué habría pasado si Hitler hubiese enviado filmaciones sobre los detenidos en Auschwitz?”.
Pero, una de las mayores paradojas, a juicio de ambos, consiste en que algunos “burgueses izquierdistas son indulgentes con esos miserables con el pretexto de que son los últimos combatientes marxistas”.
Otro contrasentido, argumentan, consiste en “pedirle a Álvaro Uribe que los libere. ¿Quién los tiene presos: Uribe o las Farc?”. Por último, otro “disparate es la actitud de Hugo Chávez, que proclama su capacidad de obtener la liberación de los rehenes. Si tiene esa capacidad, ¿por qué no lo hace? ¿O se trata, finalmente, de una colaboración con las Farc? En ese caso, también habría que considerarlo como cómplice del Gulag itinerante”.
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El fervor del movimiento estudiantil francés marcó un momento en la historia del mundo. Diana Uribe explica el fenómeno y sus repercusiones en América Latina y en Colombia.
Diana Uribe se ha dedicado a estudiar la historia y a enseñarla a todos los públicos en sus programas radiales y sus audiolibros. En 2016 publicó Contracultura (Aguilar), un libro en el que describe los movimientos sociales que tuvieron lugar en la década de los sesenta y entre los que se encuentra el fenómeno francés de Mayo del 68.
Foto: Guillermo Torres - SEMANA
SEMANA: Hoy aún se debate sobre la importancia de mayo del 68. ¿Cuál es su conclusión?
Diana Uribe (D.U.): Dentro de todo lo que pasó en el mundo en 1968, ese mayo sucedió algo que no tenía antecedentes. Hay momentos en los que el espíritu de la libertad se hace presente entre los hombres, en los que las sociedades se abren como ventanas de la conciencia, por medio de las cuales se puede concebir el mundo de otra manera. Eso es lo que se llama utopía. Y Mayo del 68 fue una utopía.
SEMANA: ¿Y cómo fue ese encuentro de la sociedad francesa con la utopía?
D.U.: En ese momento, una universidad francesa puso una torre para vigilar que los chicos no se pasaran a los dormitorios de las chicas. Pero era el tiempo de la revolución sexual, del cuestionamiento a la monogamia y el matrimonio, a la doble moral. Entonces los estudiantes derribaron esa torre para defender el derecho sobre su sexualidad. Porque si ellos no mandaban sobre su cuerpo, ¿entonces dónde? Pero cuando ese movimiento llegó a la Universidad de Nanterre, la militarizaron y expulsaron a los estudiantes que habían empezado la movilización, entre ellos, Daniel Cohn Bendit, quien luego se fue a la Sorbona a seguir la protesta con sus compañeros. Allá empezaron a poner los famosos grafitis: “Prohibido prohibir”, “la imaginación al poder”, “¡sean realistas, pidan lo imposible!”, “profesores, ¡nos están haciendo viejos!”.
SEMANA: ¿Cómo ese movimiento pudo permear otros sectores?
D.U.: La universidad respondió con más represión a todas las protestas, pero los residentes del Barrio Latino entraron a apoyar a los estudiantes. Eso dio lugar, el 10 de mayo, a ‘la noche de las barricadas’. Los trabajadores de la Renault también los apoyaron. Y llegó un momento en el que toda Francia paró: 10 millones de trabajadores se unieron al movimiento estudiantil: “la imaginación al poder”.
SEMANA: ¿Cómo se expandió ese pensamiento al resto del mundo?
D.U.: En su momento, aquello era muy difícil de aglutinar: poesía en las calles, manifiestos, una sociedad reflexionando sobre sí misma, pensando su rumbo. Ellos lograron llevar la política al terreno de lo simbólico, de la irreverencia, de la lúdica. Debatían sobre la severidad del mundo en el que vivían. ¡Y fue tan saludable! Porque cuando los pueblos no abren su cabeza a otra posibilidad de mirar su propia historia, se meten en la polarización, la dureza, el antagonismo. Los estudiantes empezaron a hacerse cargo de sus vidas y de sus proyectos de país, a ser sujetos activos en la construcción de su historia. Fue un acto de empoderamiento, un acto pedagógico e institucional. Y algo así nunca había pasado. Los ojos del mundo estaban puestos sobre ellos.
SEMANA: ¿Cómo repercutió el espíritu de Mayo del 68 en América Latina?
D.U.: Aquí llegó primero a algunos grupos. No llegó a ser un fenómeno de masas, aunque, por ejemplo, se dio El Cordobazo, cuando en 1969 los estudiantes argentinos tumbaron la dictadura militar de Juan Carlos Onganía. En medio de ese movimiento estudiantil, las universidades de América Latina, sobre todo las públicas, estaban muy activas. Pero aquí los problemas sociales eran otros. La inequidad, la pobreza, el subdesarrollo, eran cosas que teníamos que superar como sociedad –y que aún estamos resolviendo–. Pero, en esa época, el mundo entero estaba pensándose desde la universidad.
SEMANA: ¿Y cómo se vivió en Colombia?
D.U.: Hay una diferencia temporal entre los debates que se daban en ese momento en Europa y la llegada de sus influencias aquí. No existía el internet, ni el mundo global. Las cosas no se gugleaban, los libros eran objetos únicos que tenían que ser transportados físicamente después de traducirse. Entonces, aunque el movimiento estudiantil sí estaba vigente en el mundo entero, incluida Colombia, sus ecos llegaron después. Las rupturas aquí se hicieron con lo que había, sobre todo con una sociedad patriarcal muy antigua. Todos esos cuestionamientos llegaron, pero presuponían una serie de derechos que aún no teníamos, y eso hizo que esas preguntas no se pudieran entender masivamente.
SEMANA: ¿Pero hay algo que en Colombia le debamos al mayo francés?
D.U.: D.U.: La contracultura en general, y el mayo francés en particular, generó una serie de aperturas: en Alemania surgieron los ecologistas y en Francia, tres años después, los movimientos feministas. Nos dimos cuenta, también, de los tipos de dominación que existían y que se naturalizaban, y empezamos a denunciarlos como no admisibles. Fue un despertar de conciencia. Nos quedó el planteamiento de los derechos de los estudiantes, de los derechos laborales de la mujer. Se nos permitió cuestionar el delito de la violación, que todavía es el único en el que la víctima debe demostrar que no lo provocó. De hecho, el movimiento Me too tiene su origen en los debates del feminismo francés de esa época. Mayo del 68 nos dejó esa fuerza para tomar las decisiones que tienen que ver con la propia vida, para que las decisiones no sean de los padres, ni de la universidad, ni de la iglesia, ni del Estado, sino de cada quien. Nos quedó un movimiento vital, político, estudiantil e intelectual; no en vano era la época de de Jean-Paul Sartre y de Simon de Beauvoir.
SEMANA: Difícil que en Colombia hubiera un movimiento semejante…
D.U.: La diferencia del mayo francés y la contracultura respecto a América Latina y Colombia es que ellos tenían un punto de partida: se desarrollan en sociedades donde las necesidades básicas de la mayoría de su población se pueden satisfacer, donde la educación es un fenómeno de masas y no de élites. Y cuando un pueblo tiene esa capacidad de educación, logra también la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Eso aquí todavía no nos ha pasado, se ha ampliado la cobertura educativa, pero todavía la educación no es considerada un factor de peso y desarrollo.
SEMANA: Pero el hipismo, el feminismo y la nueva izquierda en la Colombia de los años 60, fueron influencia de lo que pasaba en Europa y Estados Unidos...
D.U.: Las mujeres que vivieron el feminismo en Francia fueron llegando a Colombia, y trajeron ideas que permitieron, por ejemplo, la consolidación de la Clínica de la mujer. Llegó también el debate por la igualdad salarial. El hipismo también se hizo presente, por ejemplo, con el Festival de Ancón, en Medellín. El rock tomó mucha fuerza, primero con la traducción de las canciones y luego con bandas propias, aunque en esa época no se grababa en disqueras y hay una cantidad de música que no quedó registrada. La escena musical se amplió con esas tendencias en el país. También los nadaístas, y en las universidades nació la libertad de cátedra y el consejo estudiantil, no como burocracia sino como representación del estudiantado.
SEMANA: Jean-Paul Sartre escribió que “lo importante es que se haya producido cuando todo el mundo lo creía impensable y, si ocurrió una vez, puede volver a ocurrir” ¿Hay motivos para pensar que el fenómeno puede repetirse?
D.U.: En un mes, el mayo francés condensó el espíritu de los sesentas, y de ahí tiene una influencia en todas partes, porque evoca el derecho de las sociedades a repensarse. Esa utopía es la esperanza y la irreductibilidad del espíritu humano. Ellos se atrevieron a soñar, no con lo que tenían en frente, sino con lo que realmente querían que fuera su sociedad. Hay veces que, por un minuto, por un día o por un mes en la historia, el mundo en el que sueñas vivir y el mundo que estas construyendo, coinciden: eso cambia la conciencia de una época, porque es el punto en el que la historia y la utopía se encuentran para ser vividas, aunque no duren mucho tiempo.
El gran hecho de ese año en el país fue la visita del Papa Pablo VI, primer Sumo Pontífice en pisar suelo colombiano.
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El sociólogo y escritor colombiano dice que su 68 en realidad comenzó en el 62. En este texto recuerda cómo se vivió, en su época de estudiante de la Universidad Nacional, ese agitado año.
- Por Alfredo Molano Bravo*
Escribo sobre mi experiencia personal, sobre “mi” Mayo del 68. No es, pues, un ensayo sobre esa muchacha llevada en hombros que miraba en París desafiante el futuro, y sacudía con su prohibido prohibir los muros del viejo edificio. Tampoco sobre los tanques que ensangrentaron en una primavera, a Praga. Hoy, mirando hacia atrás, veo que nosotros, los jóvenes que estudiábamos en la Universidad Nacional en aquel tiempo, no nos dimos exacta cuenta de lo que estaba sucediendo en calles distintas a nuestra 26. Recuerdo sí la indignación y la rabia que sentimos sobre el silencio que tapó los cadáveres –los cientos de cadáveres– en la Plaza de Tlatelolco. Con el estudiantado mexicano había más sintonía que con el francés, a pesar de nuestra tradición intelectual. México estaba más cerca de Cuba, y nosotros, de Fidel, que fue también un ardiente defensor del Manifiesto de Córdoba –hoy casi centenario– que levantó la bandera de la autonomía universitaria por la que nosotros peleábamos y que, de una u otra manera, venía de generación en generación desde aquellas jornadas en que los estudiantes arruinaron la reelección de Reyes, golpearon con el cadáver de Bravo Páez los cimientos del gobierno de Hegemonía Conservadora y remataron en las luchas contra la reelección de Rojas Pinilla, que dejó muerto en los predios mismos de la Universidad Nacional a Uriel Gutiérrez. Esa herida sangró mucho tiempo.
Nuestro Mayo del 68 comenzó en el 62, cuando la Nacional se solidarizó con la huelga de los empleados de Avianca. Hubo expulsiones. El cura Camilo Torres, capellán de la universidad, miembro de la junta directiva del Incora y fundador de la facultad de sociología, protestó, y con esa protesta se alzó contra el cardenal Concha, un personaje gris y reaccionario que sufría de espasmos negros cuando oía mentar siquiera la Teología de la Liberación. Un día Camilo se fue al monte y con él nuestros sueños más consentidos. En la cafetería de la universidad aprendimos de memoria la Segunda Declaración de La Habana. Los estudiantes expulsados –recuerdo a Julio César Cortés– simpatizábamos con el MRL y aplaudimos la Toma de Simacota y la Resistencia de Marquetalia. Declaramos la guerra a Kennedy cuando estuvo a punto de hundir a Cuba con todo y misiles soviéticos. La guerra de Vietnam nos golpeaba de lado, y el tiro del general en la sien del vietnamita nos quedó grabado en el mismo sitio. Las marchas de Martin Luther King, la mano en alto de Malcolm X, la irreverencia –y los ojos– de Jane Fonda protestando contra la guerra, sacaban la cara por un pueblo que creíamos sobornado por el consumo. En Colombia sucedían cosas. Muchas, muchas cosas. La violencia entre liberales y conservadores se había aplacado, pero a Marulanda pocos lo habían oído nombrar. Lleras Camargo embrujaba el país con su ritmo de voz y sus frases rápidas e inteligentes. La Alianza para el Progreso llegó de su mano. Cuba cuestionaba y arrinconaba un sistema político desgastado. La reforma agraria –nacida para devolverse unos a otros la tierra que se habían quitado durante la “guerra civil no declarada” entre conservadores y liberales– obtuvo un visto bueno y unos dólares en Punta del Este. Empacada en la iniciativa norteamericana llegó lo que para muchos sigue siendo la imagen de Mayo del 68: la marihuana; confieso que nunca llegó a gustarme. En la Zona Bananera de Santa Marta se cultivaba desde antes de ser masacrados los obreros en Ciénaga. Los técnicos mexicanos de la United Fruit la habían traído al son de “la cucaracha ya no puede caminar”. Vietnam ardía; los gringos, a falta de moral –como en todas guerras– necesitaban drogas. Entre sus tropas, la marihuana, la cocaína y el opio se hicieron tan corrientes como los chicles. Los Cuerpos de Paz, que no querían ir a la guerra, andaban a la caza del alucinante mundo al que se asomó Timothy Leary desde la Universidad de Berkeley. El LSD cambió el color con que una generación entera miró el mundo. Y fueron justamente estudiantes de ese centro –los que leían y releían a Jack London y a Henry Miller– quienes hicieron saltar el cerrojo de hierro puritano que tenía presa la juventud de Nueva York y San Francisco. La protesta de los estudiantes mexicanos contra los Juegos Olímpicos, que fue más bien una orden de batalla contra la traicionada revolución mexicana; la revolución cultural de Berkeley y nuestra pelea contra el establishment, como el mismísimo Lleras Camargo llamaba a nuestras clases dirigentes, andaban por caminos cercanos, pero diferentes.
Algo en común tenían y ese algo en común se encontró en el Mayo francés, en la Primavera de Praga y hasta en la Revolución Cultural China, cargas de profundidad contra el autoritarismo y el dogmatismo. En la Universidad de Antioquia, donde les hacíamos nido a esas cargas como profesores, se estudiaba El Capital de cabo a rabo con Estanislao Zuleta y con un carnal de Danielito el Rojo, Klaus Meshkat; en París alcancé a caminar sobre los últimos adoquines del Barrio Latino antes de ser pavimentado por Chirac, y en Praga pregunté por Kafka en una librería, me contestaron con un ¿quién es?, mientras el dependiente me pasaba un papelito con “ssshhhhh”, que todavía oigo. De todas esas revoluciones sólo me quedó el pelo largo, hoy tan ralo, y una estela de tristeza y esperanza que aún llevo en mis pies. Cuarenta años después, los colombianos comenzamos a redescubrir que las marchas pueden obviar los tiros, mientras ellas no vuelvan a ser blancos móviles y que los sueños que tuvimos ayer podamos seguir soñándolos.
20 enero
Después de 20 años de haber roto relaciones diplomáticas con Rusia, debido a los hechos acontecidos en el Bogotazo, Colombia y el país europeo, las restablecen.
24 de abril
El gobierno firma un convenio con la firma Corporación Mundial de Satélites, Comsat, y les asegura a los colombianos servicios de comunicación (televisión, radiodifusión, telegrafía, telefonía) las 24 horas del día.
25 de junio
Durante la presidencia de Carlos Lleras Restrepo se anuncia el control, político y administrativo, de los institutos descentralizados. Bajo su gobierno se crean los institutos descentralizados como el Icbf, Colciencias, Colcultura, Coldeportes y el Icfes, por ejemplo.
29 de julio
Aunque de la Primavera de Praga a Colombia sólo llegó una tenue brisa, este día en Colombia fue disuelta una manifestación que protestaba contra la invasión del territorio checo con pancartas que decían: ‘Rusos fuera de Checoslovaquia’.
21 de agosto
Por primera vez en la historia un Papa visita Colombia y pisa tierras latinoamericanas. Pablo VI arribó a Bogotá para asistir a la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano (Celam) que se celebraba en Medellín.
*Periodista, sociólogo y escritor colombiano, autor de varios libros, entre ellos, Siguiendo el corte.
**Este artículo fue publicado en mayo de 2008 en la revista Semana, cuando se cumplieron 40 años de Mayo del 68.
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En el país, los efectos de lo que ocurrió en Mayo del 68 y en el resto del mundo a finales de los años sesenta llegaron tarde, pero llegaron.
- Por Daniel García-Peña*
Los sesenta fueron diferentes procesos culturales, sociales y políticos, que se dieron en distintas partes del mundo a lo largo de esa década, con un carácter casi mundial, que constituyeron, en su conjunto e interacción, un profundo cuestionamiento a las estructuras y los valores tradicionales de Occidente: la familia patriarcal, el capitalismo, el racismo, el sexismo y el desarrollismo.
Colombia, como periferia de Occidente, también recibió la influencia de los sesenta, aunque no con igual intensidad ni en la misma temporalidad que en otros países.
El rock colombiano nació por esos años, de manera modesta, rudimentaria y algo marginal, con grupos emblemáticos como los Speakers y los Flippers. Se realizó un gran concierto, el Festival de Ancón, del 18 al 20 de junio de 1971, conocido como el “Woodstock colombiano”, que reunió a miles de hippies criollos y despertó la ira de la Iglesia y la godarria paisa, costándole el puesto al alcalde de Medellín.
Los nadaístas se constituyeron en esos años en una alternativa crítica a la cultura oficial. Gabriel García Márquez, su vida, su amistad con Fidel, son producto de la juventud rebelde de esa década (Cien años de soledad fue publicado en 1967). La obra literaria de Andrés Caicedo, corta pero poderosa, se alimentó de las corrientes sesenteras. En el pensamiento colombiano, el filósofo Estanislao Zuleta dialogaba en sus escritos y conferencias con los grandes debates de la época.
Pero lo cierto es que mientras los jóvenes rebeldes en Estados Unidos y Europa promulgaban el pacifismo radical, en Colombia muchos de ellos optaron por la lucha armada revolucionaria. La conformación del ELN se inspiró en la revolución cubana, el EPL en la Revolución China y cuando Jaime Bateman, fundador del M19, hablaba de “la revolución como una rumba”, estaba conectado con la contracultura de los sesenta.
Sin embargo, los efectos de los sesenta más significativos en Colombia se vieron, no durante esos años, sino mucho tiempo después.
Los movimientos feministas de los sesenta en Norteamérica y Europa fueron claves para que se hubiera progresado en Colombia en estos últimos años en la igualdad de la mujer y en asuntos como los derechos reproductivos. Tardamos mucho en reconocer la existencia y los aportes de los compatriotas afrodescendientes, pero las luchas que en su tiempo libraron Martin Luther King y Malcolm X sirvieron de cimientos para que hoy se hable del orgullo negro afrocolombiano. El movimiento gay, otro hijo de los sesenta, ha logrado en Colombia indiscutibles avances como el matrimonio de parejas del mismo sexo. El movimiento ecológico, que nació en esos años, empezó sonando las alarmas a nivel internacional. En la Colombia de hoy, las consultas populares en defensa del territorio son ejemplos vibrantes de un nuevo ambientalismo social.
Los desafíos culturales y las nuevas conciencias planteadas en los sesenta desataron dinámicas de cambio social, lentas pero significativas, en nuestra sociedad, pero también despertaron profundas reacciones retardatarias en su contra.
El legado de los sesenta para Colombia tiene otra dimensión bastante negativa. El consumo de drogas en Estados Unidos, que empezó con la marihuana en los sesenta, luego se amplió hacia la cocaína y en los últimos años hacia los opioides, ha generado a lo largo de estas décadas una demanda insaciable que, por el prohibicionismo, ha nutrido al narcotráfico, con todas sus consecuencias nefastas para nuestro país.
* Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia
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Unos estuvieron en París, otros lo vivieron desde Colombia. Así una serie de personajes recuerdan su Mayo del 68.