El coronel es el único militar, de los liberados, que sigue activo en el servicio. Tras su liberación estudió, vivió en Europa, escribió un libro, se casó y tuvo su primera hija.
Cada 2 de julio el coronel Raimundo Malagón recupera parte de la vida que perdió en la selva. Es su día de la resurrección. En esa fecha, en 2015, pasó por una clínica a recoger unos exámenes que le practicaron a su esposa y se enteró de que sería papá. Fue como si la existencia se le terminara de recomponer, en un ciclo que había comenzado ese mismo día, pero en 2008, cuando el helicóptero Libertad 1 apareció en el cielo sobre su cabeza, aterrizó sobre un sembrado de coca y lo sacó a él, que no entendía muy bien lo que pasaba, del infierno.
-Ese rescate fue mi resurrección.
Ese rescate fue volver del horror, de 10 años sobre los que escribió un libro para terminar de entenderlos. Que empezaron luego de combatir durante 3 días, en agosto de 1998, hasta que se les acabaron las balas, y él junto a seis compañeros fueron secuestrados en La Uribe, Meta. Diez años que, para poderlos organizar, los divide dependiendo de la forma como estuvo amarrado.
Primero fue con cables de colgar ropa que llevaba una especie de nudo desde las manos al cuello. Si tiraba de los brazos, se apretaba el cuello. Así lo mantenían inmovilizado. Al mes de secuestro intentó fugarse, lo atraparon y lo que siguió de castigo fueron 20 meses amarrado de los brazos a un árbol y del cuello a otro. Luego fue entre alambres de púas. "Unos verdaderos campos de concentración", dice Malagón, donde permanecían día y noche, hacinados. La tercera etapa fue la de las cadenas que le pusieron al cuello. Al principio delgadas, pero cada vez más pesadas y gruesas, como represalia de las Farc a las operaciones del Ejército: la muerte de Raúl Reyes o del Negro Acacio la vivían los secuestrados en forma de venganza.
Y en medio de cada uno de esos periodos, mil padecimientos más. Las caminatas interminables, atado del cuello de uno de sus compañeros, con el que tenía que ponerse de acuerdo cada vez que cruzaban un puente de tablas para que, en caso de resbalar, no ahorcarse en la caída. Las largas temporadas de enfermedad, en las que sufrió dengue, leishmaniasis e infecciones intestinales, por el agua descompuesta y los alimentos contaminados, que lo llevaron a vomitar lo que comía, cada día durante dos años. La tensión de la convivencia con los demás secuestrados, minada por los juegos sicológicos de los guerrilleros, que les servían comida escasa para que entre ellos se los repartieran como pudieran, o que les entregaban 10 rollos de papel higiénico para repartir entre 7 prisioneros, para generar discordia.
Y, entre lo peor, el miedo a ser asesinados cada vez que un helicóptero los sobrevolaba. En una de esas, Martín Sombra, el carcelero, alcanzó a dar la orden y, por unos instantes, Malagón y los secuestrados de su grupo estuvieron rodeados por decenas de guerrilleros, listos para disparar, como en el patíbulo.
Un miedo que volvieron a sentir ese 2 de julio de 2008 al mediodía, cuando escucharon, a lo lejos, los helicópteros. Malagón se imaginó más cerca de la muerte que de la libertad. Por su mente no había ni una sospecha remota de que el Ejército había puesto en marcha una de las operaciones militares más complejas y arriesgadas de la historia de la guerra, una operación maestra en la que ellos eran el objetivo.
Todo había comenzado 20 días atrás, cuando su grupo, en el que había 6 uniformados secuestrados, fue sometido una serie de jornadas extenuantes, de caminatas sin tregua desde el amanecer al anochecer. Sus carceleros, engañados por agentes de inteligencia que interceptaron sus comunicaciones, los movían pensando que los llevaban a un punto de encuentro con otros secuestrados que serían presentados ante el nuevo comandante máximo de la guerrilla, Alfonso Cano.
En una de esas jornadas llegaron a un río caudaloso que cruzaron en lancha. Al otro lado hubo sorpresa, cuando Malagón vio a los tres norteamericanos, contratistas secuestrados en 2003, con los que ya había compartido cautiverio. Allí los tuvieron a los 15 secuestrados de mayor valor estratégico para las Farc, entre ellos Íngrid Betancourt, a quienes usaban para presionar el canje por guerrilleros presos. Vinieron tratos amables a los que no estaban acostumbrados: les llevaron un peluquero, les dieron ropa nueva, les dijeron que les escribieran cartas a sus familiares.
Todos esos gestos los recibían con sospecha. En la noche del 1 de julio de 2008, a la cena, les sirvieron gallina y les contaron dijeron que vendría una misión humanitaria. Pero Malagón nunca se imaginó que esa misión llegaría por lancha o a lomo de mula. Por eso sintió el acostumbrado miedo que era oír los helicópteros. Lo que viene luego lo vio todo el mundo: un rescate que parecía sacado de una película de espías.
-Yo soy el teniente Malagón, del glorioso Ejército Nacional de Colombia, dijo antes de subir al helicóptero, aún con las manos atadas, y al mundo le impresionó la entereza de un soldado que había pasado 10 años encadenado. Lo que pasó después apenas lo recuerda, pues fue tanta la euforia y el shock de saberse en libertad que esos momentos se enredaron en su memoria.
Un día después, en el hotel Colón, frente al Cantón Norte, en Bogotá, Malagón se dio una ducha que duró horas, como queriendo quitarse tanta selva de encima. Se acostó en una cama inmensa y cómoda, y dio saltos como un niño. Luego vino el reencuentro con la familia. La conmoción al ver el rostro envejecido de los hermanos. La sorpresa de encontrarse a muchachos de dos metros que se le paraban al lado, lo saludaban y le decían: "Hola, tío". Él solo los recordaba como bebés. Empezaba a vivir el regreso, feliz, pero complejo.
"El camuflado me quedaba grande, las botas me quedaban grandes, no sabía cómo tenía que caminar". Malagón dice que le tomó al menos un año adaptarse al mundo que encontró afuera de la selva: los smartphone, los buses de Transmilenio, la tarjeta débito, todo era un descubrimiento. El Ejército le puso un acompañante para ese regreso.
Una de las fortalezas que tuvo Malagón para no derrumbarse en cautiverio fue no tener hijos ni esposa. No sufría como muchos secuestrados pensando lo que habría pasado con su hogar, y si sus parejas aún seguían esperándolos. Por el contrario, la esperanza de salir y conformar una familia lo fortalecía.
En 2009, Carolina Gómez, una periodista que trabajaba en un medio internacional, llegó hasta el Cantón Norte a entrevistarlo, como tantos por esos días. Se agradaron de entrada y luego del encuentro siguieron chateando, se encontraron una par de veces y se hicieron amigos. Pero Malagón partió. Ingrid Betancourt le había pedido al presidente Nicolás Sarkozy que les diera oportunidades de estudiar en Francia a sus compañeros de secuestro.
Malagón le regaló su celular a un sobrino, perdió todos sus contactos y se fue a vivir a Europa. Allá estudió francés, inglés, hizo un diplomado en estudios latinoamericanos y una especialización en Resolución de Conflictos en la Sorbona. Viajó por el mundo, pero el recuerdo de la periodista se le venía cada tanto a la mente. En unas vacaciones en Colombia la buscó en Facebook, pero apenas puso el nombre de ella en el navegador, le salieron cientos de nombres.
Tras dos años y medio de estadía en Europa, Malagón regresó a su país. Vivir en Francia, imaginarse otro mundo, dice, fue su mejor terapia para aliviar las heridas del secuestro. Cuando volvió, empezó a trabajar con el Ministerio de Defensa, a la par que hacía una maestría en Negocios Internacionales y preparaba su curso de ascenso a coronel.
En una de las clases, en el mismo Cantón Norte donde la había conocido, volvió a ver a Carolina Gómez. Era 2014 y habían pasado 5 años desde la última vez que hablaron. Para él fue impactante. Nervioso le preguntó a si se había casado. La posible respuesta lo asustaba, pero fue la que esperaba, el no. Un año después contrajeron matrimonio.
Entre los 11 uniformados que fueron rescatados en Jaque, Malagón es el único que sigue activo en el servicio. No todos corrieron con la misma suerte en su regreso a la libertad. Algunos encontraron hogares fracturados por la ausencia y el dolor, otros no pudieron reponerse de los fantasmas del secuestro y hoy no quieren hablar de ese tiempo. El soldado William Domínguez, por ejemplo, padecía una enfermedad mental, vivió en las calles de Bogotá y en esas mismas, en 2011, fue asesinado.
De todas esas experiencias hablan los 2 de julio, cada año, cuando Malagón y algunos de los liberados se reúnen a rememorar ese infierno, y él piensa en su vida de ahora y sabe que en esa fecha, en 2008, resucitó.