Bogotá: Renace el alma de la sabana

El río Bogotá es un guerrero con profundas heridas y cicatrices que vienen desde el inicio del siglo XX. Sus incontables batallas por sobrevivir lo han debilitado a tal nivel que hoy muchos piensan que ya está muerto.

Pero el río más importante de la Sabana de Bogotá aún no ha perdido la guerra. Ahora se encuentra en un sueño profundo, esperando a que se concreten las multimillonarias obras que permitirán tratar las descargas que recibe por parte de más de 9 millones de personas que habitan en su cuenca media.

Pero más que todo aguarda por recuperar ese importante rol que cumplía en la época de los Muiscas, cuando era visto como el alma de la Sabana: un ser místico que no se cansaba de dar vida y alimentación a sus pobladores.

A pesar de que la gran mayoría de colombianos decidió darle la espalda por sus disparados grados de contaminación, en sus 358 kilómetros aún hay personajes que lo defienden, lo recuerdan como uno de los grandes y viven de él.

Así lo demuestra este recorrido que hizo SEMANA desde su nacimiento en el páramo de Guacheneque hasta su desembocadura en Girardot, un viaje a través de sus venas que revela que nunca es tarde para una segunda oportunidad.

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Un páramo con farmacia propia

En las 8.900 hectáreas del páramo de Guacheneque, donde nace el río Bogotá o Funza, habitan cerca de 172 especies de árboles y arbustos nativos, las cuales van cambiando de porte, tamaño, dimensión y color con el incremento de la altura.

La totalidad de esas hectáreas conforman una reserva forestal que tiene a cargo la autoridad ambiental del río, la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca (CAR).

Aunque las cuatro especies de frailejones (girasol, botón colorado, frailejón y del páramo) son su mayor atractivo, quien tenga la oportunidad de visitar la reserva bien puede salir con la cura de cualquier dolencia, enfermedad o mal que lo aqueje.

Cientos de matas con poderes curativos se asientan sobre los senderos del páramo, una farmacia más surtida que la misma canción del yerbatero moderno de Celia Cruz, Yerberito.

Las hay como en botica, según la tradición de los curanderos campesinos que heredaron su conocimiento de los muiscas: para el estrés, la taquicardia, el cáncer, el asma, la epilepsia, la vena várice, la tos, los cólicos, los moretones y hasta el estreñimiento.

Estas son las propiedades curativas que, de acuerdo con los saberes indígenas y campesinos, tienen las plantas de páramo que se encuentra en el nacimiento del río Bogotá.

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Achicoria blanca: esta flor de pétalos blancos ayuda a disminuir la vena várice y aliviar la carga de los riñones.

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Agraz: sus frutos rojos, además de ser la materia prima para mermeladas, ayuda a combatir el Párkinson y prevenir el cáncer.

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Apio de monte: sus hojas tienen poderes para los cólicos biliares y menstruales y el dolor de estómago.

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Árnica: su flor amarilla es ideal para los moretones. Una infusión de esta planta sirve para erradicar las marcas de un golpe o los “chupones amorosos”.

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Guadija: orquídea ideal para los fumadores. En su base tiene un tubérculo con poderes para limpiar los pulmones.

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Llantén: la infusión de sus hojas por cuatro días alivia el estreñimiento, los males del colon y las hemorroides.

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Mortiño: sus frutos morados, en estado maduro, ayudan a bajar los índices del ácido úrico.

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Quiche rastrero: su agua sirve como bloqueador para el sol y para tratar la epilepsia.

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Valeriana: aunque tiene un olor algo fuerte, esta planta sirve como sedante natural para bajar los nervios y el estrés.

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Vira vira: con una infusión de esta planta, se puede combatir la inflamación de la próstata.

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Zarzaparrilla: sus moras mitigan la tos y sus hojas y raíz sirven para hacer infusiones que limpian la sangre y el hígado.

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Una laguna encantada que ruge

El páramo de Guacheneque, un lugar místico de 8.900 hectáreas repleto de frailejones, musgos, líquenes y barbas de viejo, a solo 11 kilómetros del casco urbano de Villapinzón, a menos de dos horas de Bogotá, es el encargado de darle su primera gota de vida al hoy río Bogotá, un cuerpo de agua que en el pasado fue bautizado por los muiscas como río Funza.

Nace envuelto en el silencio perpetuo de un extenso valle ubicado a 3.440 metros sobre el nivel del mar, en donde en todo su centro se impone con fuerza la laguna de Guacheneque, sitio en donde los indígenas realizaban todo tipo de ofrendas y cultos sagrados en señal de agradecimiento y adoración al ser que les brindaba alimento, tranquilidad y refugio: el agua.

Cuenta la leyenda que en la época de los muiscas, esta laguna era mucho más extensa, profunda y bravía. Además, que estaba envuelta bajo un tipo de hechizo o maleficio: aquellos que se atrevieran a rondar por sus bosques, merodear por sus aguas o robar sus tesoros, ésta los asustaba con fuertes rugidos, para luego perseguirlos hasta comérselos vivos.

Y agrega el relato que hace más de 100 años, asustados por los bramidos de la laguna, los campesinos del sector, quienes se adentraban en el páramo para sacar oro, madera o cazar animales, acudieron al cura de Villapinzón para que les diera un remedio contra su encanto.

El religioso les recomendó bañar con sal virgen del municipio de Nemocón las orillas de la majestuosa y encantada laguna, también conocida como Gacheneque o del Valle, y así cortar con las energías del sitio.

Su recomendación fue efectiva. El gran cuerpo de agua empezó a disminuir su tamaño y su bravura, hasta quedar distribuido en solo dos sitios: la actual laguna de Guacheneque y la laguna del Mapa. Esta última es un lugar con la forma del croquis de Colombia donde todos piensan que nace el río.

Luego de estas dos zonas de recarga, en donde la transparencia del agua permite ver las piedras con pijamas de algas y musgos, el Funza o Bogotá toma forma de río con un cauce no mayor a 10 metros, y se pierde entre una espesa vegetación conformada por manos de oso, romeros, encenillos y laureles.

A los pocos kilómetros de recorrido, el agua helada del Bogotá cae por una cascada de 17 metros y reposa por un instante en una laguna de más de 4 metros de hondo llena de rocas amarillas y naranjas. Las algas que habitan en su profundidad le dan un color aguamarina, pero en realidad es transparente.

Este sitio con voz propia fue llamado por los indígenas como la cascada de la Nutria, ya que era el sitio predilecto de miles de estos mamíferos para la caza de peces, como el pez capitán.

Aunque su hechizo se rompió con la sal, campesinos del sector aseguran que entre abril y mayo la laguna de Guacheneque se pone turbia. Con bramidos y rugidos, el cuerpo de agua donde los muiscas hacían sus pagamentos, se despierta en señal de protección al río Funza, el cual ya perdió hasta su nombre de pila.

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El marinero de aguas frías

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Corría el año 1805. Mientras Alexander von Humboldt recorría la parte alta del río Bogotá, de repente se topó con un pequeño bagre de largos bigotes, piel gruesa, sin escamas, con cabeza aplanada y cinco aletas distribuidas en su lánguido cuerpo de 23 centímetros de color verde oscuro y negro con pintas amarillas y blancas.

Lo encontró tranquilo y pasmado, como si se tratara del capitán de un barco solitario que recorría las frías aguas del río emblemático de la Sabana de Bogotá. Por esta razón decidió bautizarlo con el nombre de Eremophilus, que significa amante de la soledad, y con el apellido mutissi, en honor al botánico José Celestino Mutis.

Por lo enredado de su nombre de pila lo llamó pez capitán de la Sabana, un nombre común que ha sobrevivido al paso de los años. Hoy en día, y después de muchos estudios científicos, se tiene la certeza de que este bagre es una especie endémica del río Bogotá, es decir que no hay otro lugar en el mundo en donde habite.

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Sin embargo, el reporte de Humboldt sobre el pequeño bagre, la primera especie de pez de agua dulce descrita científicamente en el país, también pronosticó lo que sería su tormentoso futuro.

El científico lo describió como una comida muy agradable, consumida principalmente por los pobladores de la capital, en ese tiempo llamada Santa Fe, para la celebración de la Cuaresma. Algo que al sol de hoy aún persiste.

Trucha, su primer enemigo

Hace 212 años, el científico alemán relató que el pez capitán vivía tranquilo y en una soledad inamovible en el tramo alto del río Bogotá, a una altura entre los 2.500 y 3.100 metros sobre el nivel del mar y bajo temperaturas no mayores a los 18 grados centígrados.

Hoy en día, de esa soledad y tranquilidad ya queda poco. Ahora su hogar se encuentra en una zona de influencia industrial cargada de curtiembres, minería y aguas residuales, con producción agropecuaria y vertimientos nauseabundos de los centros poblados.

Pero el primer atentado directo contra el pez empezó en el siglo XX, cuando varios individuos fueron sacados del río para trasplantarlos en sitios como el lago de Tota, las lagunas de Fúquene y La Cocha (Nariño), y otros cuerpos de agua fría en Ubaté (Boyacá) y Chiquinquirá (Cundinamarca).

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Este forzoso cambio no tuvo como principio aumentar la cantidad de peces sino todo lo contrario: se hizo para alimentar a las truchas, una especie introducida que sirve como principal fuente de alimento para los pobladores de estas áreas del país.

“La presencia de especies exóticas como la trucha y la carpa han impactado las poblaciones del capitán. Su poder reproductivo se ha visto disminuido en los lugares donde se reintrodujo”, cita el Programa Nacional para la Conservación del pez capitán, estudio publicado este año.

En la laguna de Fúquene, las poblaciones de trucha, carpa (roja, común y espejo), pez dorado y langostilla, han causado estragos en el capitán, ya que consumen sus ovas y alevinos y le transmiten enfermedades.

“El capitán ha perdido dominancia por la abundancia de las especies introducidas, lo cual se ve representado en la disminución de su población y en la baja captura de adultos”, revela el documento.

En La Cocha, la introducción de la trucha arcoíris que no supera los 10 centímetros pero que está ha hecho desaparecer poco a poco al capitán de la Sabana y a la guachupa.

Verdugos en su hábitat

Aunque no hay estudios poblacionales sobre la cantidad de individuos que sobreviven en la cuenca alta del río Bogotá, sí se conocen los impactos que atentan contra él.

El Programa Nacional cita varios verdugos como la transformación y degradación de su hábitat; pérdida de cobertura vegetal en rondas y bosques; desecación, sedimentación y mal uso del recurso hídrico; y contaminación del agua del río.

Las aguas que bañan al altiplano cundiboyacense están cargadas de fósforo, nitrógeno, amoniaco y coliformes, y tienen una alta demanda química de oxígeno, factores que han dejado a este bagre bigotón casi sin alimento.

“La calidad del agua ha generado una disminución de la fauna de la cual se alimenta el capitán como crustáceos, moluscos, macroinvertebrados acuáticos y larvas de insectos, y ha contribuido con la aparición de malezas acuáticas como buchón y elodea. También se ha visto afectado por la expansión de la frontera agrícola y el urbanismo”, cita el estudio.

Su tamaño también ha mermado. En Fúquene se han visto animales maduros listos para procrear con tallas de 10 centímetros, lo cual contrasta con los 23 centímetros que vio Humboldt cuando los descubrió.

Cada vez es menos frecuente verlo por las cuencas de los ríos de Cundinamarca, “probablemente por la contaminación, depredación o incorporación de especies foráneas”, asegura el Programa, liderado por el Ministerio de Ambiente, la Secretaría de Ambiente de Bogotá, la Universidad Manuela Beltrán, la Universidad Nacional y el Instituto Humboldt.

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El sabor agradable del pez, como lo evidenció el científico, lo convirtió en un plato fuerte, pero a través de artes y métodos pesqueros inapropiados y con ausencia de planes de manejo de vedas.

En el pasado, el pez capitán también habitaba en los humedales y cuerpos lénticos del Distrito Capital. Pero hace más de 50 años que no se ha dejado ver en estos sitios.

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Curtidores que le cumplen al río

Villapinzón y Chocontá, los dos primeros municipios de la cuenca alta del río Bogotá, son pueblos que han subsistido gracias a los cultivos de papa y al curtido de pieles para la elaboración de bolsos, cinturones, chaquetas y zapatos.

La tradición ancestral dice que la actividad curtidora llegó a estos territorios en la época de la Conquista, cuando inmigrantes de Marruecos, país que se destaca por la producción de zapatos en cuero, les enseñaron a los pobladores cundinamarqueses a convertir la piel de una vaca en materia prima.

Primero lo hicieron artesanalmente en las rondas del río Bogotá y sus afluentes, sitios en donde ablandaban los cueros con sus propios pies. Luego les aplicaban ácido sulfúrico, los limpiaban y les añadían los taninos de la corteza de los árboles de encenillo para que no se descompusieran.

Con el paso del tiempo, los curtidores fueron montando sus rudimentarias bodegas para curtir en sitios cercanos a los ríos, ya que les permitían descargar los vertimientos contaminantes sin ningún tipo de control, un proceso que ha pasado de generación en generación en las familias de ambos municipios.

A la fecha, ambos pueblos albergan un total de 120 curtiembres, 84 en Villapinzón y 36 en Chocontá, cifras que la convierten en la segunda zona con mayor producción curtidora en el país, después del barrio San Benito en Bogotá, donde se concentran cerca de 300.

Con los vertimientos de las curtiembres y las aguas residuales municipales, el río pasa de un nivel de contaminación tipo 1 (el mínimo) a 3 (regular). La medida va de 1 a 8 y corresponde a los estándares establecidos por la CAR en los Objetivos de Calidad del Agua.

En los últimos años los curtidores han evidenciado la contaminación y la agonía del río Bogotá, derivadas de sus acciones poco amigables con el medio ambiente. Al mismo tiempo, la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca (CAR) desarrolló estrategias de sensibilización y control que han empezado a cambiar el pensamiento de la comunidad curtidora.

Veintidos curtidores invirtieron capital para que sus procesos de producción fueran mucho más limpios, y construyeron plantas de tratamiento propias para cumplir con los parámetros ambientales establecidos. Esto les permitió contar con permisos de vertimientos lo que se traduce en que su actividad ya es legal y no afecta al río Bogotá.

Veinticuatro empresas trabajan actualmente para legalizar su actividad, labor asesorada por expertos de la CAR y que consiste en la aplicación de guías técnicas para el correcto funcionamiento de sus plantas, señalización, salud ocupacional, gestión documental y recomendaciones jurídicas.

Emeramo Ruiz Castiblanco, un hombre de 54 años nacido en Villapinzón, padre de dos hijos y dueño de la curtiembre El Escorpión, es uno de los curtidores que al Sol de hoy le cumplen al río y ya no arrojan químicos a sus aguas.

“Empecé como curtidor hace 30 años. Tenía mi empresa cerca al río, pero no realizaba ningún tratamiento. En 2003 la CAR me impuso el cierre definitivo, pero me dio la oportunidad de reubicarme si me trasladaba a un predio lejos del Bogotá. Así lo hice. Invertí $120 millones para el sitio de 3.200 metros cuadrados y $180 millones para poner una planta de tratamiento. Al comienzo no funcionó, pero en 2014, con la asesoría de los expertos de la Corporación, hoy ya cumplo con todos los parámetros y no genero contaminación”, dice.

Ruiz, uno de los primeros en acogerse a la producción más limpia en las curtiembres, explica el paso a paso que realiza en su empresa.

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Don Emeramo, quien lleva 30 años como curtidor en Villapinzón, compra los cueros en Ubaté y Chiquinquirá.

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Estos llegan llenos de sal, por lo cual sus operarios los sacuden y separan: unos son para hacer zapatos, bolsos y chaquetas y otros para alfombras y elementos decorativos.

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En tres bombos, los cueros para alfombras pasan por un pelambre, descarnado y desencalado. Allí se hidratan en sulfuro de sodio, cal, ácido orgánico y encimas, lo que les quita el exceso de pelo y gordos.

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En tres bombos, los cueros para alfombras pasan por un pelambre, descarnado y desencalado. Allí se hidratan en sulfuro de sodio, cal, ácido orgánico y encimas, lo que les quita el exceso de pelo y gordos.

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Los cueros para la marroquinería pasan por un descarnado, una máquina rebajadora que quita el exceso de piel. Estas sobras son vendidas para la elaboración de colágenos.

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En un bombo giratorio con agua, cromo y ácidos térmicos, los cueros se curten por 24 horas. Allí pierden el pelo y adquieren el color azul del cromo. Los líquidos del proceso fluyen hacia a la planta de tratamiento.

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Todo el pelo que se le quita al cuero es guardado en un cuarto para hacer compost. Le agregan cascotes de arroz y bacterias que lo convierten en abono. Este material sirve para hacer queratina.

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Las pieles son apiladas por cuatro días mientras se secan. Cada proceso en El Escorpión está señalizado con su nombre.

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Cada lonja de piel es cortada en dos, para luego pasar a una máquina escurridora que elimina todo rastro de líquido.

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En la máquina rebajadora se lima el cuero al tamaño de cada producto: 14 y 15 milímetros para maletas y calzado, 20 y 18 para correas y 0 y 7 para chaquetas.

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Las pieles ingresan a otro bombo con cromo y grasas. Este proceso se llama recurtido y dura cuatro horas. El material es colgado por ocho días para que se seque.

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Como el cuero sale muy duro después del recurtido, éste debe pasar por la máquina Molliza, la cual lo suaviza y lo aplana.

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Los cueros se clavan en unas rejillas antes de ingresar a la máquina Toli, donde son sometidos a temperaturas de hasta 140 grados centígrados por 20 minutos; esto permite que se sequen totalmente.

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La máquina medidora determina su tamaño total. El valor por piel tiene un promedio de $140 mil pesos, y puede servir para hacer 17 pares de zapatos.

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El agua sucia que sale de los procesos es transportada por canales a cuatro piscinas de cemento con trampas de grasa: una para el sulfuro, otra para el cromo, otra para el desencalado y otra para el remojo.

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Cada vertimiento de la curtiembre es tratado en una Planta de Tratamiento, para la cual don Emeramo invirtió más de $180 millones. Ahora, su negocio cumple con todos los parámetros de calidad del agua.

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No hay suelo para tanta vaca

José Guacaneme, un campesino de la cuenca alta del río Bogotá, siempre ha vivido de cultivar papa, una labor que le enseñaron sus antepasados desde muy pequeño.

En sus 56 años de vida, siempre ha tenido pequeñas parcelas con este tubérculo en la finca donde vive con su esposa y sus cinco hijos. Vende la papa cuando la cosecha es buena, es decir, cuando se da.

Hace un año decidió comprar dos vacas para incrementar sus ingresos. “El cultivo de papa es poco rentable. Nada ni nadie nos garantiza que la cosecha se vaya dar. Cuando llegan las heladas y las plagas no sobrevive ni una papa, y perdemos todo el trabajo. No tenemos un fondo por parte del Estado que nos permita sobrevivir así. Por eso ahora le meto más la ficha al ganado. Tengo poquitas, voy a comprar más”.

Carlos Roa, de 52 años, y quien lleva sus bultos de papa a la gran bodega que hay en Villapinzón para comercializarlos, también se ha volcado poco a poco hacia la actividad pecuaria.

“El que ahora cultiva lo hace por amor. Por eso ya tengo vacas en la finca. En la ganadería no hay pérdida”, comenta Roa.

Este es el panorama que ahora predomina en la cuenca alta del río Bogotá, una zona catalogada por expertos como la principal dispensa agrícola del país, ya que alberga los mejores suelos para cultivar.

Sin embargo, este cambio de actividades en la región causa estragos nefastos en sus suelos, y no solo en la cuenca alta, sino en toda la del río.

Un estudio del Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC), realizado en 68 municipios que tienen influencia sobre la cuenca (66 en Cundinamarca, uno en Boyacá y uno en Tolima), que abarcó 591.000 hectáreas, reveló que no hay una sola hectárea con suelos que soporten el pisoteo constante del gana

“Los suelos de la cuenca del río Bogotá son los más cultivables del país. Si no fuera por las heladas, este territorio podría ser catalogado como perfecto para el desarrollo agrícola. Al meterle ganado a estas zonas, los suelos sufren de compactación y erosión, procesos que tardan cientos de años en recuperarse, y pierden todo su potencial para cultivos”, dijo Germán Darío Álvarez, Subdirector de Agrología de la entidad.

El análisis del IGAC indica que hay más de 198.000 hectáreas de la cuenca con algún desarrollo pecuario (33,6 por ciento), una superficie similar a todo el departamento del Quindío.

Guasca (10.610 hectáreas), Chocontá (9.967 hectáreas) y Suesca (9.433 hectáreas) son los municipios con mayor presencia ganadera, cuando no deberían destinar ni una sola hectárea para tal fin, de acuerdo con el Igac.

“La compactación generada por el pisoteo del ganado causa una pérdida de la estructura del suelo y de la materia orgánica. Este detonante puede llegar a afectar hasta 50 centímetros de suelo, aumentar la escorrentía y la erosión, restringir la profundización de las raíces y el volumen de absorber agua y nutrientes, y disminuir los poros grandes, lo que limita el drenaje y afecta el intercambio gaseoso”, agregó Álvarez.

La baja en la agricultura que relatan los habitantes también la corrobora el IGAC: 247.000 hectáreas tienen capacidad agrícola (41 por ciento) en todo el Bogotá, pero solo se hace un uso de 194.000 hectáreas (33 por ciento).

Los municipios de la Sabana de Bogotá son los más afectados por este desperdicio productivo. Gachancipá, Chía, Tocancipá, Sopó y Cajicá son los casos más fehacientes.

Juan Antonio Nieto Escalante, Director General del IGAC, aclara que esta disminución agrícola en la Sabana no está relacionada directamente con el ganado, sino con la urbanización derivada del crecimiento de Bogotá. “Se está presentando un preocupante cambio en el uso del suelo, de productivo a residencial o industrial”.

“Los terrenos productivos son sepultados bajo cemento para dar paso a las urbanizaciones y la industria. Dos casos emblemáticos son Chía y Mosquera: el primero cultiva cada vez menos para construir condominios y el segundo se dedicó a industrializar encima de los suelos negros y ricos en nutrientes”, dice Nieto.

Debido a los altos precios de los terrenos en Bogotá, los constructores han visto en la Sabana una oportunidad para construir edificaciones a precios mucho más bajos. 

“La Sabana se está quedando sin terrenos para cultivar. Esto se ve reflejado en que algunos municipios tengan que adquirir productos de otros departamentos, como es el caso de la cebolla. Los campesinos no pueden competir con las urbanizadoras, lo que causa que cambien de actividad y vendan sus fincas para los condominios. Las capitales son las peores vecinas para los pueblos agrícolas”, puntualizó Nieto.

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Los rostros del río Funza o Bogotá

Vidal, el ángel de la guarda del páramo

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Su oficina mide 8.900 hectáreas. Sus compañeros de trabajo son millones de árboles y arbustos de 1.225 especies nativas y su radio, el canto que emiten cientos de aves de clima frío. No tiene computador, pero sí una “pantalla de fondo” real que rota lagunas, cascadas y frailejones.

“Tengo el mejor trabajo del mundo”, dice Vidal González, un hombre de 67 años, estatura mediada, cachetes rojos, ojos verdes y contextura delgada. “Soy el único guardabosque del páramo de Guacheneque, una mágica reserva natural ubicada en la zona rural de Villapinzón en donde nace el río Funza, al cual la historia y el desarrollo le cambiaron el nombre por río Bogotá”.

Todos los días, a las 4 de la mañana, Vidal se levanta para ordeñar su vaca, vigilar los cultivos de maíz y hortalizas, y alimentar a los patos y gallinas que tiene en una pequeña finca ubicada en la vereda de Chásqueza, zona rural de Villapinzón, en donde vive con su esposa, con quien tuvo 10 hijos que ya le dieron 10 nietos.

Luego de un baño de agua helada y de un cargado desayuno, Vidal contempla el panorama de la montaña en señal de agradecimiento y se monta en su moto para dirigirse hacia la Alcaldía del municipio.

“Primero me reporto con mi jefe. Después de las indicaciones diarias, vuelvo a la moto y recorro los 11 kilómetros que separan el páramo del casco urbano. Mi función es cuidar que nada atente contra la calma natural de Guacheneque, además de guiar las visitas de personas que quieren conocer el verdadero río Funza. Vivo tranquilo y feliz en el campo. No sé lo que es el estrés, no me preocupo como la gente de la ciudad, que pareciera que se les estuviera quemando las arepas de tanto afán”, dice Vidal.

Vidal lleva 26 años como el único guía y protector del páramo de Guacheneque, pero su historia con la reserva y el río Funza o Bogotá se remonta a cuando apenas era un pequeño cachetirrojo de cuatro años.

“Yo nací en una casa de bareque en esta vereda. Allí viví con mis papás y mis 10 hermanos. Cuando tenía cuatro años, mi papá me dijo que cuidara las ovejas de la finca y que las sacara a pastar por el páramo. Así fue como conocí por primera vez la laguna del Valle, en donde nace el Funza. Mi abuelo me advirtió que fuera muy prudente por allá, ya que ésta tenía un hechizo: al que la afectara, lo perseguía”, cuenta.

Según ‘Vidalejo’, como lo apodan sus amigos más cercanos, en esa época el respeto por las lagunas del nacimiento era sagrado. “Nadie se bañaba en ellas, ya que tenían miedo de que se los tragara. Las veían desde lo lejos. Pero cuando el río tomaba cauce kilómetros más abajo, sí era utilizado como piscina o para pescar. Fue una época muy bonita, el Funza nos unía a todos los pobladores pero sin causarle daño”.

Su abuelo, Agustín González, le inyectó un conocimiento empírico sobre las bondades de la flora y fauna de este lugar, una sabiduría que muchos expertos botánicos podrían envidiar. “Él me llevaba a la montaña para presentarme animales como el oso de anteojos y el leoncillo. Además, en los recorridos que hacíamos, me enseñó a identificar cada planta y sus poderes curativos. Hoy en día ya he rajado a más de un estudiado”.

En todas esas décadas que lleva como conocedor del páramo, Vidal ha sido testigo de la disminución del caudal del río Bogotá, la erradicación de la pesca y de los animales, la instalación de acueductos veredales, la disposición de escombros en zonas de ronda y hasta incendios forestales causados por pirómanos.

“Mire tío”, dice Vidal. “El río Funza era muy caudaloso, lo que permitía que en sus aguas vivieran especies como la trucha y el pez capitán, las cuales hoy ya no se ven. La última vez que observé a un capitán fue hace 40 años. Cuando mi mamá me mandaba a pescar con anzuelo, regresaba con pescados de hasta 50 centímetros. Otros animales que han ido disminuyendo son los armadillos, ñeques, conejos, tigrillos, zorros, tinajos y venados”.

Vidal, que no sale de su casa sin la cachucha azul marcada con el nombre de Villapinzón, recuerda que en los años 50 nadie vivía en la zona de ronda del río, un panorama que ya no se ve en las 17 veredas de Villapinzón.

“La gente empezó a asentarse en la ronda en 1972, cuando se construyeron los primeros acueductos veredales. Esto causó que el caudal del Funza bajara, tanto que para mí ya es un caño. También se incrementaron la agricultura y la ganadería, actividades que contaminaron con venenos las aguas. Hasta pinos sembraron en el Alto de la Calavera. Antes se veían frailejones de más de cinco metros, los cuales hoy no superan los tres”.

Hace siete años, mientras hacía unas diligencias en Villapinzón, Vidal vio una humareda proveniente del páramo. De inmediato cogió su moto y empezó a identificar el sitio del incendio. “Me vine como culeca. En la zona de los pinos, cerca a las lagunas ancestrales, había un pirómano botando fósforos y quemando frailejones. Llamé a la Policía y lo capturaron, pero como raro lo soltaron rápido”.

Este hombre con alma de río y venas por las que solo fluye naturaleza, no solo vigila y controla la depredación de su gran oficina, también la reverdece. “El año pasado sembré 172 especies de árboles nativos como encenillos, laureles, manos de oso, romeros y arrayanes. No me importa que me paguen el mínimo. Esto no lo hago por mí, sino para que las otras generaciones puedan disfrutar del páramo. Donde hay agua siempre hay vida”.

En la actualidad, Vidal, quien se queda hasta las 7 de la noche hablando con las lagunas, les recalca a sus vecinos sobre la importancia de cuidar los recursos naturales. También le enseña a uno de sus hijos todo lo que le transmitieron sus ancestros, para así continuar con la tradición de cuidar el páramo.

“Con casi 70 años vivo feliz y activo. Nunca me canso de caminar. Yo le entrego a Villapinzón 11 kilómetros del Funza en un estado puro y cristalino. Cuando pasa por las curtiembres todo eso se acaba, y ni hablar de lo que pasa en Bogotá. Para que el río se recupere primero hay que sacarle toda la corrupción”.

Una historia de amor que nació en el río

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José Bernabé Torres y Edelmira López, una pareja de esposos que ya supera los 70 años de vida, rara vez salen de su pequeña finca ubicada en la zona rural de Villapinzón.

No lo hacen porque ahí lo tienen todo a la mano. Leche para el café en sus tres vacas, verduras para la sopa en un pequeño huerto, huevos para el desayuno en el corral de gallinas y papas para vender cada vez que hay cosecha en una hectárea.

Se casaron hace 46 años, pero fueron novios desde que estaban en la escuela. Tuvieron cuatro hijos, uno de los cuales aún vive con ellos y tiene una tienda de mecato, cerveza y cancha de tejo a pocos metros de la casa de un piso.

José es un hombre de campo. Desde que recuerda siempre ha cultivado papa y ha criado becerros, mientras que Edelmira se ha dedicado a las labores de la casa, crianza de los hijos y a hilar sacos con la lana de las ovejas.

Tienen millones de recuerdos de su feliz vida de casados, pero el más marcado fue cómo se enamoraron. “Nos conocimos acá en la vereda cuando estábamos en la escuela. Luego, ya de adolescentes, empezamos a compartir más en los bazares. Pero en realidad nos enamoramos cuando jugábamos en las orillas del río Funza o Bogotá”, recuerda Edelmira.

Su esposo complementa la historia. “Los baños en el río eran aparte para los niños y las niñas. Yo iba con mi grupo de amigos. En esa época había pozos profundos alrededor del río, y no hacíamos más que zambullirnos y tirarnos desde rocas de más de dos metros. Cuando nos volvimos jóvenes, esos juegos ya eran para todos, pero sin maldad. Ahí fue que nos hicimos novios”.

Edelmira asegura que fue un noviazgo largo y chapado a la antigua. “Nos ennoviamos como de 15 años, pero el casorio fue como a los 25. Paseábamos por el río, cuando era más amplio y bajaba una cantidad de agua impresionante. Pero primero él tenía que pedir permiso en mi casa para salir. En esas épocas el río era otro. Ahora ya casi nadie lo visita por lo pequeño que está”.

Ya de casados y organizados en su finca, Edelmira visitaba al río para lavar y secar la ropa, mientras sus hijos pequeños se bañaban en sus aguas. Entre tanto, José araba la tierra para vender las papas, y en sus ratos libres iba a pescar.

“En épocas de lluvia las crecientes del río Bogotá eran enormes. Un familiar iba de noche a sacar pescado, pero no con atarraya, sino con anzuelo. Los peces ya no se ven, y eso es culpa de todos, le sacamos al río más de lo que debíamos y ya casi ni lo miramos”, dice José, quien saca dos cosechas de papa al año y la vende en Villapinzón.

Aunque la relación con el río Bogotá ha cambiado, Edelmira lo sigue viendo como un ser de vida que debe ser amado. “La naturaleza de esta zona aún es muy hermosa. Así el río esté chiquito debemos agradecerlo y quererlo, ya que sin él no viviríamos. Es vida, tenemos que parar de echarle basura y las aguas sucias”.

En las tardes, cuando culminan sus labores como agricultores y ama de casa, esta pareja de viejitos se sienta a la entrada de su casa y conversa de sus relatos pasados con el río Bogotá. “Fuimos muy afortunados de haber gozado del río en sus mejores tiempos. Pero debemos hacer algo para conservar lo que aún queda”, dice José.

Héctor Miguel, el primer curtidor verde

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El trabajo de curtidor siempre ha estado presente en la familia de Héctor Miguel Rodríguez Rodríguez, un hombre de 60 años que vive en el municipio de Chocontá (Cundinamarca).

Su papá, abuelo y tatarabuelo fueron expertos en curtir los cueros de las vacas para convertirlos en zapatos, bolsos, chaquetas y billeteras, razón por la cual desde los 7 años ya tenía claro que sería un curtidor más del municipio.

“De niño recuerdo que todo el que conocía en Chocontá y Villapinzón se dedicaba a trabajar el cuero. Estos pueblos siempre han vivido de esta actividad, desde la llegada de los españoles, y dudo mucho que llegue a desaparecer algún día. De mis cinco hijos, tres ya tienen sus propias curtiembres”, asegura Héctor Miguel

Con escasos 15 años, este chocontano de pelo y bigote color ceniza y piel rojiza, empezó a trabajar como curtidor y al poco tiempo se arriesgó y montó su negocio propio llamado El Porvenir. Eso sí con la asesoría y el conocimiento de sus progenitores.

Pero su historia va mucho más allá de una arraigada tradición familiar. Héctor Miguel fue el primer curtidor de la zona que decidió convertir su actividad en un proceso mucho más limpio, y así frenar las cargas contaminantes de químicos que desembocaban en las aguas del río Bogotá.

“En 2002, mi curtiembre estaba ubicada cerca a una quebrada del pueblo. Como eso es ilegal, la CAR me impuso un cierre definitivo y me advirtió que más reversa tenía el río Bogotá. Para seguir trabajando tuve que reubicar el negocio en un predio donde se pudiera hacer la actividad. Yo tenía unas tierras aptas, así que en 2013 empecé a laborar de nuevo”.

Pero la orden no fue solo reubicarse, sino adelantar un programa de producción más limpia en los procesos de curtido, pelambre, descarnado y desencale, además de construir una planta de tratamiento propia.

“Contraté varios expertos para que me hicieran los planes de manejo. A un señor de Cúcuta le pagué como $160 millones para que me montara la planta de tratamiento, pero los parámetros de contaminación no se cumplían. Pedí el permiso de vertimientos como seis veces, pero me lo negaban por sobrepasar los niveles”.

En 2015, la CAR empezó un trabajo de sensibilización con los 120 curtidores de Villapinzón y Chocontá para que pusieran en marcha sus programas limpios y recibieran asesoría técnica y jurídica. Un llamado que al comienzo solo fue bien recibido por Héctor Miguel.

“Mis compañeros no creyeron, decían que eso no se iba a lograr. La imagen de la CAR no era muy buena, ya que la asociaban solo a los cierres, al garrote. Pero la Corporación aseguró que estaba dispuesta a ayudarnos a trabajar de una manera sostenible. Así que decidí aceptar la invitación. Me ayudaron a adecuar la planta, a organizar papeles, dividir las zonas, limpiar el desorden. Hoy ya le cumplo al río. Fui el primer curtidor que recibió su permiso de vertimientos por pasar los parámetros”.

En su planta de tratamiento se realizan varios procesos que permiten convertir las aguas azules por el cromo en fluidos cristalinos, separar los lodos para darles el tratamiento adecuado por medio de un operador y hacer compost con el pelambre.

“Además, el agua tratada es reutilizada en los procesos de la curtiembre. Con la planta de tratamiento los olores han disminuido muchísimo”.

El Porvenir, la primera curtiembre verde de Chocontá y Villapinzón saca un promedio de mil cueros al mes, los cuales son vendidos a empresarios de Bucaramanga para la elaboración de zapatos.

“La descontaminación del río Bogotá es tarea de todos, no solo de las autoridades y del gobierno. Tenemos que seguir trabajando, pero con la menor cantidad de impactos posibles. Siempre les digo a los otros curtidores que se legalicen, ya que el río es la vida del municipio. A la fecha, otros 21 han seguido mi ejemplo”.

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Cuenca media, en sala de cirugías

Desde hace un año, Andrés Rodríguez y Rafael Benítez, dos bogotanos de 34 y 39 años, hacen recorridos en lanchas por los 80 kilómetros de la cuenca media del río Bogotá, que va desde Cota hasta Soacha.

Pertenecen a la empresa Guadacol, la cual tiene tres lanchas: una pequeña para ocho personas, una mediana para 24 y una grande para 43. Sus clientes son en su mayoría funcionarios de las entidades ambientales, quienes contratan el servicio para evaluar la contaminación del tramo más contaminado del río.

Hace pocos días, mientras Andrés y Rafael viajaban cerca a la descarga del río Salitre, en la localidad de Engativá, la lancha pequeña Yamaha con un motor de 200 caballos de fuerza quedó estancada en medio del Bogotá.

Los dos lancheros se armaron de guantes industriales para destapar el motor y analizar el incidente. Al abrirlo quedaron atónitos: una cobija de lana con dibujos de tigres estaba atrapada entre las hélices, un hecho que corrobora la falta de conciencia de los bogotanos con el río.

¿Cómo llegó ahí la tradicional cobija cuatro tigres?, se preguntaron. Rodrigo Gutiérrez, ingeniero de la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca (CAR), les dio la respuesta. “Los ciudadanos le arrojan toda clase de residuos al río, como inodoros, partes de carros, muebles y escombros. Los ríos urbanos que pasan por la ciudad, Fucha, Salitre y Tunjuelo, son los principales protagonistas de la contaminación del Bogotá”.

Luego de recorrer municipios industriales como Chía, Sopó, Cajicá y Cota, el río pasa de un grado de contaminación tipo 5 (regular) a uno 7 (malo). En Bogotá, sitio en donde recibe las descargas de más de 9 millones de personas y cerca de 800 toneladas de residuos diarias, la contaminación llega a su tope (tipo 8), de acuerdo con el Índice de Calidad de Agua establecido por la CAR.

Al Bogotá le llegan 16.000 litros por segundo de aguas residuales, de las cuales tan solo 4.000 son tratadas en la planta del Salitre. Las demás pasan directo sin ningún tipo de tratamiento al río.

Por esta razón la CAR tiene a la cuenca media en sala de cirugías. A través de tres grandes operaciones quirúrgicas, la entidad pretende hacer lo que muchos consideran imposible: darle vida.

Ya salió victorioso de su primera intervención: la ampliación de su cauce en 68 kilómetros del río, desde el Puente de la Virgen en Cota hasta Alicachín en Soacha, la cual duró cuatro años y necesitó de $180.000 millones.

El primer paso fue retirar los sedimentos sumergidos en su lecho. “Sacamos más de 6 millones de metros cúbicos de basura. Encontramos desde neveras, muebles, piezas de carros e inodoros, hasta 14 cadáveres”, dijo Gutiérrez.

Luego se adquirieron predios en 6 millones de metros cuadrados de la ronda, que habían sido invadidos. “188 familias que vivían ilegalmente en 125 casas del barrio El Porvenir, en Mosquera, fueron reubicadas. Se les construyó un conjunto residencial”, explicó Aníbal Acosta, Director del Fondo de Inversiones de la CAR.

Para que el río recuperara sus antiguas áreas de amortiguación, la CAR construyó siete zonas de humedales y meandros a lo largo del río, que se convirtieron en nuevos pulmones repletos de flora y fauna. También se plantaron 120.000 árboles nativos.

“Por último, el jarillón que controlaba las inundaciones y que estaba pegado a la orilla del río, se trasladó, lo que permitió que su cauce pasara de 30 a 60 metros. El río duplicó su capacidad hidráulica, de 100.000 litros por segundo a 200.000. En la ola invernal de 2011, dicha capacidad fue de 140.000, razón por la cual el Bogotá se desbordó. Desde esa época el río no ha vuelto a salirse de su cauce”, complementó Acosta.

Segunda operación

En la actualidad el río es sometido a su segunda operación: la ampliación y mejora de la Planta de Tratamiento del Salitre que, a la fecha, trata el 35 por ciento de las aguas residuales que llegan al río, provenientes de 3,5 millones de personas que habitan en el norte y centro de la ciudad.

“El Banco Mundial invirtió 430 millones de dólares en la adecuación y ampliación de esta planta que hará un tratamiento secundario con desinfección de las aguas residuales. Esta obra, que culminará en 2021, aumentará el tratamiento de 4.000 litros por segundo a 7.100”, anotó Gutiérrez.

Pero estas dos intervenciones no servirán de nada si no se trata el 65 por ciento de las aguas residuales de los 6 millones de habitantes del sur de la ciudad y Soacha. Por esto, en 2019 iniciarán las obras de la nueva Planta de Tratamiento de Canoas.

“La CAR, la Alcaldía de Bogotá y la Gobernación de Cundinamarca ya aportaron $4,5 billones para la construcción de Canoas que estará ubicada en 125 hectáreas de Soacha, en cerca de 195 predios que ya fueron adquiridos. Se espera que en 2024 la Planta trate 12.000 litros por segundo de aguas residuales. Para 2040 se espera que trate 16.000 litros por segundo”, puntualizó Gutiérrez.

El Director del Fondo de Inversiones hizo un llamado a la conciencia ambiental de los ciudadanos. “Todos estos esfuerzos serán en vano si los bogotanos no cambiamos la visión que tenemos del río, el cual es visto como un problema solo de las instituciones. El río Bogotá es asunto de todos”.

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El río Salitre recoge las descargas del centro y norte de la ciudad. Sus aguas, con un índice de calidad pobre, tiñen de negro al Bogotá en inmediaciones del barrio Lisboa en Suba.

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La Planta de Tratamiento El Salitre solo trata el 35 por ciento de las aguas residuales de Bogotá. Su capacidad es ineficiente, razón por la cual la CAR trabaja en su ampliación y adecuación.

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La nueva cara de la PTAR Salitre estará lista en 2021. Se destinaron 430 millones de dólares para que pase de un tratamiento primario a secundario, lo que le permitirá desinfectar las aguas residuales.

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En 2013 se destinaron $180 mil millones para aumentar el cauce y crear zonas de amortiguación en 68 kilómetros de la cuenca media del río Bogotá.

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La CAR logró remover 6 millones de metros cúbicos de basura que estaban en el lecho del río. Sin embargo, los ciudadanos siguen botándole residuos. Esta cobija así lo demuestra.

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En las jornadas de remoción en el lecho del río Bogotá, la CAR encontró carros, neveras, muebles y hasta 14 cadáveres humanos. El río recuperó sus 5 metros de profundidad.

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En 2 millones de metros cuadrados se crearon siete zonas de humedales y meandros artificiales, ubicados en Engativá, Cota, Soacha, Bosa, Fontibón y Suba. Este es uno cercano a la calle 80.

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La ronda del río Bogotá aún está invadida por vacas y caballos, los cuales afectan los suelos y la vegetación de la zona.

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Los vertimientos ilegales aún son frecuentes en la cuenca media del río Bogotá. Entre Fontibón y el Parque La Florida son evidentes.

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Los vertimientos ilegales aún son frecuentes en la cuenca media del río Bogotá. Entre Fontibón y el Parque La Florida son evidentes.

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En Funza, la CAR instaló una trampa de buchón que retiene botellas, aceites, pañales y paquetes de los habitantes del norte y centro de la ciudad.

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El río Fucha es la segunda descarga fatal para el Bogotá. Recoge descargas de tintorerías y empresas de impresión y metalmecánica de las localidades del sur.

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El río Tunjuelo llega al Bogotá con una calidad del agua deplorable. Curtiembres de San Benito y frigoríficos del barrio Guadalupe, los principales protagonistas.

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El barrio El Porvenir en Mosquera era una de las zonas más críticas del río. En su ronda vivían 188 familias dedicabas al reciclaje. Era un pequeño Bronx con cambuches y delincuencia.

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Estos recicladores fueron reubicados en el Parque El Porvenir, un conjunto residencial nuevo con 106 casas.

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El barrio Santa Ana en Soacha fue uno de los favorecidos con la siembra de árboles y senderos para recreación pasiva. A finales de 2017, varias personas quemaron los predios reverdecidos.

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En Soacha se construirá la Planta Canoas, que tratará el 65 por ciento de las aguas residuales de 6 millones de habitantes del sur. Las mega obras arrancarán en 2019 y culminarán en 2024.

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En el barrio San Nicolás, en Soacha, la CAR construyó un parque con canchas de fútbol y juegos, el cual ahora es defendido y cuidado por sus habitantes.

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En los 68 kilómetros de la cuenca media ya intervenidos, se construirá un Parque Lineal que conectará a Soacha con Cota.

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El Parque Lineal Río Bogotá contará con un sendero con cachas, avistamiento de aves, embarcaderos y humedales artificiales.

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Del alma de la Sabana a la cloaca: la historia del río Bogotá

Cloaca o cañería. Esas son las dos palabras más utilizadas en Colombia a la hora de describir al río Bogotá. De ahí que pensar en que alguna vez fue un sitio sagrado de enorme belleza natural, y que además proveía de alimento y zonas de descanso a sus pobladores, es una imagen casi imposible de recrear.

Pero esa mancha negra que hoy lo acompaña y que lo ha perseguido desde mediados del siglo XX, es tan solo una parte de su historia, la cual se remonta a la época prehispánica.

Así lo reveló la exposición fotográfica ¡Que corran las aguas! de la CAR y el Archivo General de la Nación, a la cual asistieron cerca de 2.000 bogotanos entre diciembre de 2017 y enero de 2018.

“Las sociedades prehispánicas fueron sociedades de agua. Todos sus asentamientos se ubicaron en lugares cercanos a fuentes hídricas y sitios anegables. Pero lo hicieron de una manera sabia, ya que no invadieron sus zonas de ronda. Vivían de los ríos, pero los respetaban y adoraban”, asegura Daniel Ricardo Jiménez, historiador y museólogo del Archivo Nacional.

Este fue el caso de los muiscas que se dejaron embrujar por las bondades ambientales del Bogotá y se asentaron cerca a él, pero guardando su distancia. Lo bautizaron como el alma de la Sabana.

“Ellos tenían una relación muy cercana con el río, en especial en época de lluvia. Todos los años esperaban con ansias sus inundaciones, que se daban entre octubre y noviembre, ya que traían nuevos sedimentos para renovar las tierras de los cultivos, la base principal de su sociedad”, explica Jiménez.

Según este expertograduado de la Universidad Javeriana, con el agua del Bogotá que se salía de su cauce, los suelos para los cultivos de los muiscas se inyectaban de nueva vida.

“Luego de la creciente anual, en los primeros meses del año, los indígenas hacían sus siembras. Por eso, el Bogotá era el alma de su territorio. Vivían de él. Su mundo y comportamiento tenían como materia prima al agua, y el río estaba íntimamente ligado a su cosmología”, dice.

Mientras que el río tenía la función práctica para el sustento vital con los cultivos, la caza y la pesca, las lagunas de la cuenca fueron sus sitios sagrados.

“Todas las figuras y animales que adoraban, como la rana y la serpiente, tienen relación con los espacios lacustres. Para ellos todo estaba interconectad, y juntaban la parte ritual con la religiosa y la práctica de su vida cotidiana, como lo muestra el mito de Bochica”, comenta el experto.

La expedición del científico Alexander von Humboldt sobre las aguas del río Bogotá que se dirigían al descenso del Salto del Tequendama, realizada en 1801, es el hallazgo más antiguo conocido hasta la fecha acerca de este cuerpo de agua.

En esa época, Humboldt describió al territorio como un lugar repleto de pantanos, miles de aves acuáticas, garzas, flamencos y los mejores pastos. “Pero los asentamientos construidos por los españoles y la división política, empezaron a transformar esa visión de Humboldt sobre el río y sus afluentes como simples vertederos”, complementa el historiador.

Primer cambio de visión

Con la llegada de los españoles a las tierras muiscas la relación con el río cambió, pero en un principio de una forma amable y sin mayores impactos negativos.

“El río Bogotá se volvió un referente de costumbres culturales. Además de continuar con la agricultura, el río empezó a ser visto como un sitio de recreación, reposo y descanso. Así nacieron los tradicionales paseos de olla y otras prácticas, que se alargaron hasta finales del siglo XIX”, narra Jiménnez.

El Salto del Tequendama fue un lugar emblemático para la sociedad bogotana de finales del siglo. Aunque también se convirtió en el lugar de las penas y suicidios amorosos. Chapinero y el humedal Luna Park en el sur también fueron sitios de esparcimiento alrededor de los cuerpos de agua de la cuenca del Bogotá.

“Esta relación armónica se empezó a dañar en el siglo XX, a medida que los asentamientos se fueron acercando a las regiones naturales, olvidando por completo el aprendizaje de los muiscas y dando inicio a la problemática que hoy conocemos”, dice Jiménez.

El temible siglo XX

En 1900, Bogotá era una ciudad de menos de 100.000 habitantes. Hacia 1930 debido a las migraciones de la violencia, el crecimiento en la capital fue descomunal, lo que conllevó a que la relación con el río pasara de armónica a traumática.

“Los años 80 fueron el detonante fatal, tanto por la contaminación de las aguas como por el cambio de su cauce. El río empezó a recibir los vertimientos de 3 o 4 millones de habitantes. Las industrias se ubicaron de Puente Aranda hacia abajo, ya que les quedaba cercano el Bogotá para verter sus desechos”, manifiesta el experto.

Y afirma que se realizó una alteración al recorrido natural del río, para así poder urbanizar sus zonas naturales y favorecer a particulares.

“En las primeras tareas de organización se clausuraron meandros para darle un recorrido lineal al río, lo que generó una pérdida de amortiguación e incremento de inundaciones. El río se desparramaba con una velocidad tremenda y se salía del cauce”, explica.

Entre 1940 y 2000, el Bogotá se convirtió en el río problema que hoy recordamos todos los colombianos.

“En ese lapso de tiempo, los asentamientos urbanos, que nunca debieron haber llegado, empezaron a botar la basura y descargas al río, lo que le dio su título de cañería o cloaca y causó la pérdida de su visión agrícola”.

Hoy en día, las fábricas, curtiembres, mataderos, cultivos de flores y demás actividades desarrolladas en sus riberas, incrementan el panorama desolador que genera la capital del país.

Le dimos la espalda

Según el historiador, la mayoría de las más de 2.000 personas que asistieron a la exposición salió avergonzada después de conocer la verdadera historia del río Bogotá.

“Luego de ver lo que fue en el pasado y su importancia para los muiscas, la gente comprende que le dimos la espalda. Paradójicamente, quienes habitamos en sus cercanías no lo percibimos, no lo vemos y no tenemos conciencia sobre él”, explica.

Esta indiferencia, según el historiador, tiene sus raíces en que nadie se ha preocupado por escribir sobre su pasado. Solo se cuenta con los insumos de Humboldt y algunas imágenes de finales de siglo XIX. “Sobre su problemática si hay exceso de información”.

Enfatiza que esta clase de exposiciones permite romper con el paradigma de que el río Bogotá siempre ha sido una cloaca. “La falta de pertenencia no es culpa del río. Él siempre ha cumplido con su devenir natural, que es inundarse y reclamar la zona que le pertenece. Los culpables somos nosotros, que hemos permitido asentamientos en sus riberas y lo hemos usado como alcantarilla”.

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Renace el Bogotá

Con obras de adecuación hidráulica para recuperar su cauce, ampliar la Planta de Tratamiento El Salitre y construir de la nueva Planta de Tratamiento Canoas por parte de la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca (CAR), la cara del río Bogotá en su cuenca media ha empezado a cambiar.

Se espera que en 2024, cuando culminen todas las obras, las aguas residuales vertidas por los más de 9 millones de bogotanos sean tratadas, lo que mejorará la calidad del agua y le inyectará una nueva vida y uso a uno de los ríos más importantes del país.

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Salto del Tequendama, el lugar emblemático de la aristocracia del siglo XX

En 1994, María Victoria Blanco, una bogotana recién graduada como veterinaria de la Universidad Nacional, decidió abandonar la capital para irse a vivir a la vereda San Francisco, en Soacha, en donde el río Bogotá cae por una cascada de 157 metros de altura, un sitio que hoy conocemos como el Salto del Tequendama.

Junto a su esposo y dos hijos, María Victoria se asentó en una casa rural de la vereda e inició un proyecto de ganadería sostenible. Pero había algo en su mente que la distraía y atraía: un imponente castillo casi en ruinas que a inicios del siglo XX fue el sitio de fiestas de la aristocracia colombiana.

Empezó a indagar sobre la construcción abandonada. Se trataba de un antiguo hotel de 1.470 metros cuadrados con cinco pisos llamado El Refugio del Salto, construido entre 1923 y 1927 por el presidente Pedro Nel Ospina, y que hacía parte de la estación del Ferrocarril del Sur.

Los adinerados de la época eran sus principales clientes. Allí llegaban encopetadas mujeres vestidas con abrigos de pieles y trajes tejidos a mano, acompañadas de sus esposos de traje y sombrero negro, para hospedarse en algunas de las nueve habitaciones y danzar en un gran salón el ‘minué’, un baile de tradición francesa.

La imponente caída de agua del río Bogotá por el Salto del Tequendama era el paisaje principal de todas las fotografías de la época. Un paisaje que se podía divisar a través de los grandes ventanales de la casa.

Hacia mediados de siglo pasado, en la década de los 50, el hotel llegó a su fin, para transformarse en un restaurante. Pero el incremento de la contaminación, sumado a las creencias de espantos y fantasmas de los suicidas que se botaban por el Salto, acabaron con el lugar más turístico del río Bogotá, y a partir de los 80 quedó abandonado.

En 1986, debido al fanatismo y a la falsa creencia de los cuentos de fantasmas, intentaron quemar la antigua casona.

Al ver su decadencia, María Victoria decidió tomar cartas en el asunto. Primero creó la Fundación Granja Ecológica El Porvenir, para así empezar a tocar puertas para restaurar el antiguo hotel.

En 2011 logró comprar el predio, y dos años después, con la inversión de 300.000 euros por parte de la Unión Europea, inició su reconstrucción para conformar la Casa Museo Salto del Tequendama.

“Fue volver al pasado. Se reconstruyeron el antiguo lobby del hotel, la sala de música, la de banquetes, los balcones, la suit presidencial y las demás habitaciones. Se restauró el piso de ajedrez, su fachada blanca y todo el tejado. Cuando empezaron las obras solo había 3.000 de las 14.000 tejas”, dice María Victoria.

Hoy en día, cerca de 400 turistas visitan la Casa Museo los fines de semana. En su interior hay fotografías de 1940, en donde se ven a los cachacos (término que significa camisa, chaleco y corbata o corbatín) posando de espaldas al Salto, cajas fuertes de la época, una réplica de la Virgen Negra del Tuso y figuras con los rostros de muiscas y faunos, además de una exposición sobre el río.

Cuando contempla la caída de las aguas contaminadas del Bogotá por el salto, María Victoria no puede evitar sentir nostalgia.

“Duele que el Salto del Tequendama solo sea recordado como el lugar de los suicidios. Desde que lo conocí me enamoré de él, por eso da rabia que hoy solo hablen de los olores y los mitos de los espantos. En el pasado fue considerado como el principal centro cultural y turístico del país”, dice.

La veterinaria destaca que el Salto es el encargado de revivir un poco el río después de todas las descargas de la capital, razón por la cual se molesta cuando habla del caudal.

“Esa caída revive al río. Cuando en el embalse de El Muña cierran compuertas, le hacen un daño enorme. No cae nada de agua. Menos mal la sentencia para salvarlo ordenó que siempre debe haber caudal”.

La cuenca baja del río Bogotá, conformada por 120 kilómetros desde el Salto hasta Girardot, y que atraviesa 14 municipios, cuenta con una mejor calidad de agua.

“Antes de la caída del Tequendama, el río tiene un grado de contaminación tipo 8, el peor de todos. La cascada le inyecta oxígeno y disminuye a grado 7. Con las obras de adecuación en la cuenca media, los olores han mermado, al igual que la cantidad de espuma”, anotó Carlos García, Director de la región Tequendama de la CAR.

En El Muña, grandes tuberías conducen parte de las aguas del Bogotá hacia tres plantas hidroeléctricas ubicadas en inmediaciones de La Mesa. “En municipios como El Colegio, Granada y Tena, el río disminuye considerablemente su contaminación. Pero al llegar a La Mesa, estas plantas le regresan lo que se captó en el embalse, razón por la cual empeora”, comenta García.

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La cuenca baja del río Bogotá inicia en el Salto del Tequendama, sitio ubicado en el municipio de Soacha, Hasta llegar a Girardot, en inmediaciones del río Magdalena, recorre 120 kilómetros de 14 municipios de Cundinamarca.

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En la vereda San Francisco, el río Bogotá cae por una cascada de 157 metros de altura, la cual le inyecta algo de vida. Debido a esto, su grado de contaminación se mitiga un poco.

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El caudal que baja por el Salto del Tequendama es regulado en el embalse del Muña, sitio que abastece de energía a la capital del país.

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Con las obras de adecuación en la cuenca media, los olores han mermado en el Salto, al igual que la espuma que se genera por el aumento de la pendiente.

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El Refugio del Salto, un castillo construido entre 1923 y 1927 que hacía parte de la estación del Ferrocarril del Sur, fue un hotel de la aristocracia colombiana hasta mediados de la década de los 50.

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En los 80, el hotel se convirtió en restaurante. Pero por la contaminación del río y creencias de espantos fue clausurado y abandonado.

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En 2011, la Fundación Granja Ecológica El Porvenir compró el predio. Dos años después, con ayuda de la Unión Europea, lo reconstruyó para darle vida a la Casa Museo Salto del Tequendama.

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400 turistas visitan el museo los fines de semana. En su interior hay fotografías de 1940, en donde se ven a los cachacos posando de espaldas al Salto, cajas fuertes, una réplica de la Virgen Negra del Tuso y rostros de los Muiscas.

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En este lugar se realizan exposiciones artísticas itinerantes, como la de la CAR sobre la historia del río Bogotá.

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Por los suicidios amorosos del siglo pasado, el Salto del Tequendama ha sido estigmatizado como un lugar de espantos y fantasmas, una etiqueta que sus habitantes quieren perder.

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Vivimos y defendemos al río

Mariana, una joven que alcanzó a bañarse en el Bogotá

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Este año, Mariana Salcedo, una joven de 17 años que vive con su mamá y hermano mayor en una finca de dos hectáreas en la zona rural de Tena, en la cuenca baja del río Bogotá, muy cerca de La Mesa, entrará a la universidad para estudiar administración de empresas.

Para esto, deberá abandonar los cultivos de cítricos y maíz, los corrales de las gallinas y patos y las porquerizas de los cerdos que tiene en el extenso patio de su casa, que da contra las orillas del río Bogotá, para irse a Ibagué a estudiar en la Corporación Universitaria Minuto de Dios.

Aunque sueña con ser profesional, Mariana admite que le da tristeza y nostalgia abandonar la tierra que la vio nacer, y mucho más cuando se pone a recordar aquellas épocas cuando jugaba y se bañaba en las aguas del río.

“Cecilia, mi mamá, llegó a Tena hace 21 años. Cuando compró la finquita empezó a cultivar mangos, cítricos y la fruta del estropajo, los cuales regaba con el agua del río Bogotá. Ella me cuenta que en esa época el río era otro, bajaba limpio, sin olores, lo que permitía hasta alimentar a los animales. Y esa es la imagen que tengo de mi niñez: un río lindo que nos daba alegría. A los 7 años me metí a bañar por primera vez en sus aguas con mis primos y hermanos”, cuenta Mariana.

Esos recuerdos de infancia son los que quiere conservar. “Aunque pocos lo crean, el río bajaba cristalino, inocuo. Las vecinas salían a lavar la ropa mientras los más pequeños jugábamos, y las vacas se acercaban a tomar agua. Eso ya no se puede hacer, ya que está muy contaminado, y cada vez empeora más. La gente es muy sucia y le bota basura”.

Según Mariana, en el tiempo que el río podía ser utilizado, en la ronda se podían ver varios animales como el guatín, un pequeño marrano de campo. “Pero lo empezaron a cazar y desapareció del sector”.

La gente le dio la espalda al río. “Muchos no entienden que recuperar al Bogotá es tarea de todos, no solo de las autoridades. Hay una gran falta de respeto hacia él. Cuando se le llama la atención a alguien por ensuciarlo, dicen: si lo hacen en Bogotá, acá también podemos”, comenta.

Mientras se prepara para ser una buena profesional y así ayudarle a administrar los cultivos a su mamá, Mariana sueña con que le puedan devolver el antiguo uso al río. “Yo creo que sí se puede, pero se necesita de la colaboración de todos. Así se construyan obras y le inviertan mucha plata, si no tomamos conciencia, nada servirá”.

Rosendo, un campesino que baña sus cultivos con agua del Bogotá

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Rosendo Arias Ortiz, un hombre de 63 años, es un curtido campesino que ha vivido siempre de la tierra. Nació en Ramiriquí (Boyacá), un municipio en donde adquirió la sabiduría suficiente para volver fértil cualquier terreno.

Años después se aventuró a irse a la gran ciudad para buscar mejor suerte y mayores ingresos. Y lo logró. Montó un puesto de hortalizas, frutas y verduras en Corabastos, el cual aún conserva.

Pero hace 14 años se cansó del agite bogotano y compró un terreno de ocho fanegadas en la zona rural de Tena, cerca al río Bogotá, en donde vive acompañado solo por sus cultivos de mango, naranja tangelo y guanábana. Su esposa se quedó en Bogotá al pie del otro negocio.

Pero lo macondiano de su historia no son sus aventuras, sino que aún riega sus cultivos con el agua del río, algo impensable para la persona que conozca sus problemas de contaminación.

“Aunque tengo un nacedero de agua en la finca, voy seguido con uno de los obreros que trabajan para mí a sacar agua del río Bogotá. Cojo el agua con una motobomba, para luego regar los cultivos. En esta zona aún vivimos de él. Aunque ya no se ven peces, hay épocas en las que la contaminación ni se ve”, comenta.

Rosendo aclara que la captación de agua no es constante. “Solo lo hago cuando en El Muña no mandan todo el caudal, ya que ahí sí que se ve sucia el agua. Ahora, como está controlado, se ve mucho más limpio. Es una bendición vivir cerca del Bogotá, por lo cual lo defiendo y les digo a todos que debemos cuidarlo de la mejor forma”.

Este hombre de bigote cenizo y piel rojiza, permanece casi todo los días en el campo, ya sea para regar los cultivos o guadañar la maleza. Sale temprano de su casa y se arma de sus gafas con lentes de fondo de botella, un gorro de paja que lo protege del Sol, un overol azul y unas botas de caucho.

“Acá se vive muy bien. La naturaleza nos da todo, por eso debemos cuidarla, en especial al río. Mis principales clientes son los fruver, pero también tengo negocios en el municipio de Zapatoca, en Santander”, comenta.

Profe Pablo, el capitán planeta de San Joaquín

profe pablo

Desde pequeño, la historia, las ciencias humanas y las letras siempre cautivaron a Pablo Andrés Sánchez, un hombre que nació en el municipio de Tibaná, Boyacá.

Por eso no lo pensó dos veces para convertirse en docente de humanidades y lengua castellana, un arte que lleva en las venas y que empezó a estudiar hace 18 años, cuando abandonó su pueblo natal para irse a vivir a La Mesa (Cundinamarca).

Pero sintió que la literatura no era suficiente, y que quería imprimirle un toque medioambiental a sus conocimientos. Así que empezó a leer todo sobre el reciclaje.

Pero no fue sino hasta el año 2012, cuando trabajaba en el colegio Sabio Mutis de La Mesa, que Pablo Andrés empezó a concretar su proyecto de vida. “Monté una batucada ecológica con instrumentos de percusión. Sesenta niños me copiaron y decidimos experimentar para poder fabricar instrumentos musicales con elementos reciclados, como botellas, tarros y tubos”, comenta.

Un año después fue trasladado a la Institución Educativa Departamental San Joaquín, ubicada en la inspección del mismo nombre en La Mesa, lo cual no truncó su sueño. “Les presenté a las directivas un proyecto llamado ‘Ecobanda, arte para la vida’, una banda de guerra que tendría instrumentos de percusión, melódicos y de viento elaborados con productos del reciclaje. Les gustó la idea”.

El primer paso fue enseñarles a los niños de primaria y secundaria sobre el reciclaje. “Con 60 estudiantes entre los 6 y 17 años montamos un sitio de acopio en el colegio, al cual llevábamos botellas, bolsas y tubos de PVC para reutilizar, reciclar y reducir. Luego empezamos a construir los instrumentos y a experimentar con los sonidos”.

Con canecas, botellones de agua, tubos de PVC, botellas plásticas, tapas y tarros de galletas, los pequeños crearon instrumentos de percusión como redoblantes, timbales, tambores y panderetas. Con tubos de aluminio, como los que soportan las cortinas, y de PVC, le dieron vida a liras, saxofones, flautas, tubas y trombones.

Con los instrumentos listos, la tarea siguiente fue el repertorio. “Seleccionamos 30 temas sencillos, como ‘La piña madura’, ‘El negrito del Batey’, ‘Ojos azules’ y el ‘Himno de la Alegría’. Utilizamos escalas naturales, sin sostenidos. Hoy ya pueden interpretar música moderna como ‘Despacito’ y quieren experimentar con el ‘Waka Waka’, entre otros”, comenta

En sus primeras presentaciones, una de las mamás de las niñas del grupo le hizo ver al ‘Profe Pablo’ que necesitaban un vestido representativo, y no los uniformes del colegio. “Me dijo que hiciéramos un vestuario con elementos reciclados, y que ella me ayudaba a hacer moldes con figuras para que se viera bonito”, cuenta.

Las bolsas plásticas de agua de cinco litros fueron la principal materia prima. “A las niñas les hicimos faldas y camisetas manga sisa y a los niños, pantalones y petos. A cada vestido, los niños le fueron pegando a su gusto hojas y flores hechos con empaques de las golosinas”, explica el profesor.

Además de tocar un repertorio musical con instrumentos impensables, los niños se capacitan constantemente en el tema ambiental. Con orgullo, el profe cuenta que “los chicos saben que todos somos responsables de la contaminación del río Bogotá, que queda cerca a la inspección y lo defienden a capa y espada. Son conscientes de que el futuro está en sus manos, por lo cual aconsejan a sus padres y abuelos para que cambien el chip y dejen de contaminar”.

Desde 2013, cuando arrancó el proyecto, más de 400 niños han hecho parte de la Ecobanda, cuyo lema es “Porque la salud de la tierra es compromiso de todos, arte para la vida”.

“La banda se ha presentado en certámenes municipales y departamentales, festivales ambientales y de bandas. Fuimos a Cumaral, en el Meta. Para financiar el transporte, los propios niños se encargan de reciclar en sus barrios, material que seleccionamos en el centro de acopio del colegio y luego lo vendemos. Este es un sueño que debería ser replicado en todos los planteles”, finaliza el profesor.

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Niños que tocan por el río

Los redoblantes, timbas y timbales son canecas, botellones, tarros de galletas y botellas plásticas. Las liras son tubos de PVC, al igual que los saxofones, flautas, tubas y trombones. Sus vestimentas son bolsas de agua de cinco litros, adornadas con figuras de hojas y flores hechas con los empaques de las golosinas.

Así son los instrumentos y atuendos de los niños de Ecobanda, la banda de guerra ambiental de la Institución Educativa Departamental San Joaquín, ubicada en una inspección del municipio de La Mesa, y por la cual han pasado más de 400 pequeños del plantel desde 2014.

“Porque la salud de la tierra es un compromiso de todos. Arte para la vida”. Esas son las palabras de apertura que dan los pequeños antes de tocar canciones como La piña madura, el Himno de la alegría, El negrito del Batey y hasta la popular Despacito.

Pero más allá de sus peculiares instrumentos y novedosos trajes, lo más importante de la banda es el mensaje que transmiten. “Nuestro propósito es que la gente tome conciencia sobre el cuidado del medio ambiente, y en especial del río Bogotá, al cual todos hemos matado poco a poco con tanta basura. Tanto grandes como pequeños debemos reciclar, reutilizar y reducir todos los residuos. Es hora de rescatar al río”, dice Ángie, una de las integrantes de octavo grado.

Este año, la banda, liderada por Pablo Andrés Sánchez, profesor de humanidades y lengua castellana, contará con 40 alumnos de primaria y secundaria, tanto niños como niñas, los cuales esperan presentarse en varios festivales de los municipios del departamento para transmitir a través de las notas musicales su SOS por la vida del río

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Un río imposible de navegar

En Girardot terminan los 380 kilómetros del río Bogotá. Después de padecer por toda clase de impactos, descargas y la indiferencia de muchos, le entrega al Magdalena una carga contaminante significante, razón por la cual su desembocadura es una mezcla de colores negros con cafés.

Navegar río adentro de su fin es casi imposible por la carga de sedimentos y residuos. Así lo señala José Cantillo, un lanchero experto nacido en Santa Marta que desde hace dos meses trabaja en el muelle de Girardot.

“Si metemos la lancha por esos lados nos quedamos encallados. El río Bogotá desemboca con mucho sedimento y basura. Navegar es imposible. Además desemboca en dos barrios de invasión, Las bocas del Bogotá y La isla del sol, que son muy peligrosos”, explica.

José, un moreno de 52 años, estatura promedio y sonrisa contagiosa, hace parte de los lancheros de la Barca del Capitán Rozo, una empresa que tiene seis lanchas que hacen recorridos turísticos por el río Magdalena desde 1939.

“Yo soy un aventurero. Llegué a Girardot porque un amigo me llamó y me dijo que acá se vivía bueno. Así que les dije a mi mujer y a mis hijos que me iba a buscar suerte. Ellos me apoyaron. Acá me va muy bien y les mando buena plata de los recorridos. Tengo un sueldo fijo y trabajo feliz todos los días”, cuenta Cantillo.

En Santa Marta, José se formó como lanchero. “Trabajé tres años en el hotel Irotama, primero como salvavidas. Pero un compadre me enseñó los trucos y las mañas para manejar las lanchas de los recorridos a los turistas. Luego pasé a Prodeco, empresa en la que trabajé 12 años como conductor fluvial de las lanchas flotantes que llevan carbón. Por eso estoy más preparado que un yogur”, comenta.

Como lleva poco tiempo en Girardot, José no puede comparar si el río Bogotá luce mejor o peor. Jhon Fredy Arias, otro de los lancheros del muelle, sí lo conoce desde pequeño, ya que nació en Flandes y ha vivido sus 40 años de edad en la zona.

“Ahora no se ve tan contaminado porque no ha llovido mucho y porque en el Muña no le sueltan todo el caudal. En época de lluvia, los dos kilómetros que hay entre el Bogotá y el muelle de Girardot se pintan de negro. A pesar de esto, las aves continúan sobrevolando la zona. Se ven manadas de patos y garzas”, ilustra Arias.

Jhon Fredy asegura que los pescadores de la zona son cada vez más escasos. Explica que “antes se vivía de la pesca. Ahora, por la contaminación del Bogotá y el Magdalena ya son contados. Algunos lo hacen unos metros antes de la desembocadura del Bogotá”.

El Bogotá termina con un grado de contaminación tipo 7 (malo), panorama que según el Director Regional del Alto Magdalena de la CAR Juan Carlos Escobar va a empezar a cambiar.

“Con la adecuación realizada en la cuenca media, la mejora en la PTAR Salitre y la nueva planta Canoas, en un futuro cercano esto no será así, ya que se tratarán las descargas de la ciudad. Además, en Girardot se tiene contemplada la construcción de un malecón entre el puente férreo y el Mariano Ospina, el cual revitalizará el sector”, finaliza Escobar.

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Luego de recorrer 380 kilómetros, el río Bogotá le entrega sus aguas al Magdalena en inmediaciones de Girardot. Su índice de calidad es de tipo 7, catalogado como malo.

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Las contaminadas aguas del Bogotá le cambian el color carmelito al Magdalena en un corto trayecto. Además, los habitantes de la zona arrojan basuras en su orilla.

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La pesca en Girardot se realiza metros antes de la entrada del río Bogotá al Magdalena, ya que la cantidad de sedimentos, basuras y mala calidad de sus aguas lo impiden.

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A pesar de la contaminación del río Bogotá, en la zona abundan aves de diversas especies.

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Navegar por el río Bogotá en Girardot y Ricaurte es casi imposible. Así lo aseguran los lancheros de la región, quienes responsabilizan a la carga de sedimentos y residuos.

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Esbeltas garzas son las fieles compañeras de los pescadores del río Magdalena, las cuales también sobrevuelan el último tramo del río Bogotá.

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Bocas del Bogotá y La Isla del Sol, dos barrios con asentamientos ilegales ubicados en la ronda del río en su desembocadura, aportan basuras y vertimientos al río Bogotá.

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Lancheros de la zona aseguran que el río Bogotá ha mejorado un poco su aspecto en los últimos años, lo que evidencia que las obras en la cuenca media ya generan resultados.

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A pesar de recibir las aguas del Bogotá, en las orillas del río Magdalena varios habitantes de Girardot lavan sus ropas.

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Desde 1939, la empresa la Barca del Capitán Rozo realiza recorridos turísticos por el río Magdalena en Girardot. Una de las paradas obligatorias es la desembocadura del Bogotá.

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