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Adiós Venezuela:

La marcha de la
infamia

Las carreteras de Colombia se han llenado de emigrantes venezolanos que huyen de la tragedia de su país. SEMANA acompañó a varios de ellos en este inhumano recorrido en el que con niños padecen hambre, sed, insultos y temperaturas de cero grados.

Fotografía: Daniel Reina Romero

No había pasado ni un día después de haberlo dejado todo en Venezuela y Marielis Montero ya se enfrentaba a la peor adversidad del camino. Tomada de la mano de sus dos hijitas de 1 y 4 años, sintió que el mundo se le venía encima cuando un hombre armado que dijo ser del ELN le informó que para poder pasar la frontera debía pagar 20.000 pesos por cabeza.

Para ella, que sobrevivía en su país a punta de harina y huevos, 20.000 pesos colombianos eran toda una fortuna. Esta joven madre estaba ahí parada en esa trocha ilegal con sus niñas, su mamá, su papá, su esposo, un hermano con autismo que hace tres meses no se toma su medicamento y algunos amigos. Ninguno de ellos traía un centavo en el bolsillo.

Marielis, en un acto tal vez inocente, le rogó al guerrillero que si le podía pagar con artesanías. La oferta resultaba absurda en medio de un escenario tan hostil. Pero tal vez el llanto de las niñas hizo que el hombre reconsiderara su sentencia. Los dejó pasar. Les dijo que corrieran y que no se les ocurriera mirar atrás. Dar vuelta ya no era una opción. Era jugarse la vida mirando al frente.

Así comenzó una travesía infame de 195 kilómetros a pie, un recorrido al que se lanzan diariamente cientos de venezolanos de bajos recursos que huyen del hambre que allá ya no da tregua. Se cree que unos 500 todos los días se enfrentan a esta caminata que entre Cúcuta y Bucaramanga puede durar entre seis y siete días. Muchos tienen su destino final en Bogotá, otros en Perú o Ecuador. Algunos no saben ni para dónde van. El bus nunca es una opción porque los pasajes les resultan demasiado costosos. Algunos conductores les cobran más de lo normal por ser ilegales o se abstienen de recogerlos para no tener problemas con la Policía. Esta institución y Migración Colombia les advierten a los transportadores que llevar venezolanos indocumentados les puede generar sanciones. Entonces solo queda caminar.

Los migrantes que deciden hacer el recorrido no saben a lo que se enfrentan. El trayecto, al principio afectado por un rayo de sol asfixiante, se va tornando insufrible por las bajas temperaturas que aparecen en la alta montaña. Y nadie va preparado para el frío. Hombres, mujeres y niños suben los cerros en fila india, con cobijas en la cabeza y chanclas de caucho como si acabaran de despertar y salir al patio de la casa.

Más que migrantes forzados, sus figuras arañando sin fuerzas la carretera inclinada representan proyectos de vida que se acaban de frustrar. Carmen Gámez tiene 19 años. Los cinco días que lleva de travesía le pasaron factura: anda con varias llagas en los pies y una bolsa negra de basura como chaqueta. En Venezuela estudiaba una tecnología agropecuaria que probablemente nunca terminará. Avanza arrastrando una maletica de rodachines. Se sienta a tomar aire. Dice que no aguanta los pies y que por eso es que lleva puestas sandalias abiertas de goma. Pregunta si acaso no está muy demacrada.

La parte más dura del camino aparece en Pamplona. Allí comienza el ascenso al páramo de Berlín, una cadena montañosa perteneciente a Santurbán, cuyo pico más alto puede alcanzar los 3.300 metros sobre el nivel del mar. Ni Marielis ni sus dos pequeñas hijas jamás habían estado a cero grados centígrados. Mucho menos conocían la neblina.

Fotografía: Daniel Reina Romero

La situación interna de Venezuela hace rato que tocó fondo. Aunque por años se ha hablado de crisis, no es posible cuantificar la situación actual. En los últimos meses decidieron huir del país aquellos que jamás pensaron en hacerlo, esto es, los venezolanos más pobres que en su momento recibían los mayores beneficios de la revolución de Hugo Chávez.

Antes, dice Christian Krüger, director de Migración Colombia, partían los que tenían algún recurso para viajar. Hoy salen los que se ven obligados a cambiar la nevera por una caja de huevos, como le pasó a la mamá de Juan Alberto Mendoza, un migrante que llegó a Bucaramanga a dormir en las calles porque no ha encontrado ningún modo de ganarse la vida.

En Caracas comienza a notarse el vacío dejado por los millones de ciudadanos que en los últimos años han abandonado Venezuela. Nadie sabe la cifra exacta de cuántas personas han salido a buscar un mejor futuro en otros países. Esta semana, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) emitió un comunicado en el que decía que 2,3 millones de ciudadanos de ese país viven en el extranjero y que más de 1,6 millones partieron desde 2015. Migración Colombia estima que al finalizar agosto casi un millón ya estarán en Colombia. Sin embargo, en el aire siempre quedará la duda de si son muchos más, pues incontables migrantes deambulan por el continente sin dejar huella.

El Consejo Noruego para los Refugiados (NRC) y varias organizaciones venezolanas hablan de 4 millones de personas que se fueron. Esto representa el 12,5 por ciento del total de la población. Es un éxodo solo comparable con las migraciones de Europa tras la Segunda Guerra Mundial o con desplazamientos masivos en África o Medio Oriente.

Fotografía: Daniel Reina Romero
Fotografía: Daniel Reina Romero

Daniel Lozano, un periodista español que lleva varios cubriendo la situación del país desde la capital, ha presenciado cómo se ha venido desocupando la ciudad. Tan es así que últimamente es difícil ver trancones en el tráfico de Caracas. “Por un lado, no hay repuestos para los automóviles y, por otro, ya se nota la ausencia de la gente que se ha escapado. Cuando hay luz (no siempre) también se pueden ver los huecos y vacíos en los edificios. Esas personas ya no están. No es exagerado decir que en todas las familias de Venezuela se ha ido alguien”, dice.

La fuga de personas en Caracas ha disminuido incluso los homicidios. Esta urbe, que hace un par de años estaba entre las tres ciudades con mayor tasa de asesinatos en el mundo, por primera vez ha visto reducir ese índice. En los primeros seis meses de este año, en Caracas se cometieron 2.430 homicidios menos que en el mismo periodo de 2017. El robo de vehículos, según la Policía, también cayó en un 30 por ciento como consecuencia de la disminución del parque automotor. Como cada vez hay menos repuestos e importarlos resulta económicamente inviable, muchos han vendido sus carros o los conservan varados en sus casas. Por eso se los roban menos.

En los centros comerciales es común ver letreros que indican que se necesita personal. Y es que miles han abandonado sus puestos de trabajo. En mayo pasado, la Universidad de Carabobo reconoció que el 40 por ciento de los estudiantes desertaron de sus carreras; de ellos, el 25 por ciento salieron del país. Así como Carmen. El director Krüger asegura que toda esta desbandada responde también a una estrategia del gobierno de Nicolás Maduro de expulsar a sus propios ciudadanos con medidas económicas asfixiantes, dado que la revolución ya no cuenta con el músculo financiero para sostener al pueblo, ese mismo que está yendo sin nada en el bolsillo. “El gobierno quiere disminuir la masa humana y así contentar con lo mínimo a los que se quedan”, dice Lozano. En Venezuela hay un sentimiento de derrota. Eso se nota en las caras de quienes, sin nada, están apareciendo por las carreteras de Colombia.

Fotografía: Daniel Reina Romero
Fotografía: Daniel Reina Romero

A eso de las nueve de la noche y con la lluvia amenazando, Eliana, de 19 años, está sentada al borde de la carretera cargando un bebé. Viaja con un grupo de 11 personas que vienen de Guanare (estado Portuguesa) y esperan a que un camión se compadezca de ellos y los lleve al menos una parte del camino.

Eliana no sabe dónde está. Y el niño, Tiago David, duerme profundamente. Está comenzando a llover. Los hombres llevan letreros que dicen: “Amigo colombiano, colabóranos”. Estos venezolanos ignoran que están a punto de subir una cordillera en la que cualquiera sin suficiente abrigo podría morir de hipotermia. Solo se enteran cuando pasan por allí dos colombianos repartiendo chocolate caliente y sándwiches. Daniel Rico y su hermana Juana se acercan para darles comida y de paso advertirles de los peligros que conlleva para el bebé que emprendan camino a esta hora.

Voluntarios como Daniel y Juana luchan para que los migrantes que andan por la carretera sobrevivan. Ellos y muchos otros espontáneos dedican fines de semana a auxiliarlos con dotaciones de emergencia. Más que un sándwich, les dan un abrazo e información vital. Desde algunos carros caen a veces monedas o uno que otro billete. Pero ninguna institución auxilia a los bebés con ayudas humanitarias mínimas. En el recorrido que hizo SEMANA solo apareció en el camino un puesto de la Cruz Roja en el que los migrantes toman agua, pueden llamar a sus familiares en Venezuela y acceden a un chequeo básico de salud. Sin embargo, en el trayecto de Pamplona a Bucaramanga todos los días hacen falta medicinas para la fiebre de los niños, comida, teteros, leche, pañales, toallas higiénicas y artículos de aseo para los cientos y cientos de venezolanos que sin un peso pasan por allí.

Mientras el frío se hace más desesperante, por la carretera va apareciendo uno que otro ángel en el camino, como Pilar Figueroa. Todos los días, sin recibir pago alguno, esta mujer reparte unos 200 almuerzos a los caminantes que se asoman por La Laguna, un pequeño corregimiento brumoso de los municipios de Silos y Mutiscua (Norte de Santander).

Fotografía: Daniel Reina Romero
Fotografía: Daniel Reina Romero
Fotografía: Daniel Reina Romero

En este caserío el frío se mete por los huesos: no valen los guantes ni los gorros. Pilar, una mujer morena, baja estatura y mirada noble, se llena de lágrimas cuando cuenta lo que sus ojos han visto. “Se le parte a uno el corazón de ver muchos niños y mujeres aguantando necesidades. Niños con fiebre, sin zapaticos. Y los presidentes de los países se hacen los de la oreja mocha. Una vez vi a un señor que llevaba tres días sin comer. A veces los montan en un bus y los devuelven, los tratan como animales. Uno se siente impotente ante tantos dramas, señor”, dice.

Justo entrando a La Laguna, la policía de tránsito para una tractomula que lleva atrás a unos doce migrantes. El agente les dice, sin pensarlo dos veces, que los van a deportar. Al conductor le piden los papeles para imponerle una multa de tránsito. La huida de estos venezolanos se queda truncada. Tendrán que retroceder 110 kilómetros y volver a comenzar de cero porque volver a su país para ellos no es una opción. Las caras son de desconsuelo, cansancio, impotencia. No valen de nada los ruegos.

Los venezolanos de más bajos recursos se han visto obligados a dejar su tierra, entre otras cosas, porque en su país no circula dinero en efectivo para comprar comida. Si algún familiar consigna plata desde el exterior, los bancos solo permiten sacar 2.000 bolívares por día. Y eso solo alcanza para una caja de huevos.

La hiperinflación descontrolada (el FMI estima que la inflación cerrará en 2018 por encima de 1.000.000 por ciento) ha generado que aparezcan mafias del dinero en efectivo. Hasta la semana pasada, si un venezolano quería adquirir 1.000.000 de bolívares en billetes, debía hacer una transferencia por 4.000.000 de bolívares. El ciudadano de a pie entonces no solo se ve obligado a generar ingresos, sino que para poder gastar lo que se gana debe perder porcentajes altos. Otra opción es ir a la frontera a rebuscar canjes para finalmente poder comprar lo básico para subsistir. La gente dice incluso que el secuestro va en caída justamente porque ya muy pocos podrían pagar un rescate en efectivo. Así de paradójica y delirante es la situación.

Fotografía: Daniel Reina Romero

Lo más complicado del asunto es que en los lugares de Colombia adonde anhelan ir los venezolanos no hay oportunidades. Bucaramanga, por ejemplo, ya está al tope. Desde la Alcaldía poco hacen para atender a quienes entran todos los días. Luego de semejante travesía, los caminantes llegan a esta ciudad generalmente a dormir en las calles. La primera estación bajando la montaña es el parque del Agua, donde funcionan las instalaciones del acueducto de esa ciudad. Hasta hace pocos meses, este era un lugar de encuentro de turistas. Era un rincón obligado para visitar y contemplar bondades de la arquitectura. Hoy es el sitio donde duermen, sobre cartones y periódicos, los venezolanos. Es una postal dura de digerir. Son seres humanos allí arremolinados esperando a que alguien pase y les ofrezca un empleo. Pero el tiempo pasa y las oportunidades no llegan ni en lloviznitas. Cada hora que pasa es un suplicio. Algunos migrantes se quedan unos días para tomar fuerzas y seguir su camino. Otros están allí indefinidamente en una especie de limbo.

Dioxy es una chica de 24 años que lleva un día esperando a su familia en el parque. Cruzó sola el páramo. En Cúcuta vendió su pelo por 50.000 pesos para poderle pagar el pasaje en bus a su esposo -que sufre de asma- y a sus dos hijos de tres meses y cinco años. Mientras ellos llegan, Dioxy se lamenta de la odisea que significó cruzar la montaña. “Uno queda con un trauma. Uno allá arriba piensa que se va a morir de frío”.

De cuando en cuando, al parque llegan personas a dejar algo de alimento, sobre todo para los bebés. Sin embargo, Daniel Rico reclama que alguna institución debería instalar un baño al menos por humanidad. También hace falta un dispensador de agua y un punto de internet para que los caminantes puedan comunicarse con sus familias o avisar de su paradero. Muchos creen que las autoridades locales no lo hacen porque no quieren que los migrantes se queden.

El único apoyo constante con el que cuentan estos errantes es el de Alba Pereira, una venezolana que con un esfuerzo titánico dirige una fundación con recursos cada vez más escasos. “El Estado no hace nada. A nosotros como ONG nos han dejado esa responsabilidad. Estas personas no tienen cómo sobrevivir aquí. Trabajamos con las uñas. Pero ya no tenemos uñas de tanto rasguñar recursos. No damos abasto. Ojalá todo el mundo pasara por aquí, por el parque del Agua y así sintieran a lo que huele la pobreza y el desarraigo”, dice.

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Fotografía: Daniel Reina Romero

Alba y los voluntarios esporádicos se terminan convirtiendo en la salvación de mujeres como Marelis Montero, la madre de las dos niñas que pudo pasar por la trocha sin pagarle a los del ELN. Pero Alba no da abasto. La magnitud de la crisis la desborda.

A ella le ha tocado hacerse cargo hasta de los muertos. Siempre que fallece un migrante en Bucaramanga, Alba apela a las colectas para poder responder con los gastos funerarios. Ocurrió este año con un hombre que sufría de depresión y se terminó suicidando en medio una situación precaria. También con otro migrante muy joven al que le sobrevino un paro cardiaco fulminante. Y con una bebé de siete meses de gestación que murió en el vientre de su madre, una chica que llevaba varios días alimentándose mal. Todos esos entierros se lograron con dineros que la comunidad donó porque el Estado colombiano no estuvo tampoco para eso.

“Cuando las familias fueron a buscar ayuda a la Gobernación y a la Alcaldía, les dijeron que no podían hacerlo. Ni eso se pudo”, dice. Este año, según datos de Medicina Legal, en Colombia se han muerto en territorio colombiano 223 venezolanos. De estos decesos, 20 fueron suicidios, 117 asesinatos, 42 por situaciones accidentales y 43 murieron en accidentes de tránsito.

Luego de dos días de camino, Marielis logró que un carro le diera un empujón a ella, a sus dos bebés y a su padre. Pero el cupo no alcanzó para el resto de la familia. Los demás tuvieron que seguir el trayecto a pie. Marielis alcanzó a llegar hasta un punto de la montaña cerca de Pamplona. Daniel Rico y su hermana la encontraron en el camino y reunieron dinero para pagarles a ella y a las niñas una noche de hotel. Sin embargo, cuando fueron a entregar el dinero el hombre que atendía el hospedaje dijo que tenía por política no arrendar piezas a ningún venezolano. Se excusó en decir que los migrantes olían mal y que solían dejar las habitaciones sucias. No reconsideró su negativa ni con el argumento de que dos niñas, de 1 y 4 años llamadas Abriany y Williany, necesitaban dónde pasar la noche. Así de complejo, así de duro, de inhumano es el viaje a pie de un venezolano que camina por una carretera de Colombia.


*Si desea ayudar a migrantes en el camino, puede hacerlo a través de las siguientes vías:
Ayudas para comida a migrantes que pasan por La Laguna, Santander:
Maria del pilar Figueroa Lizcano.
Consignaciones nacionales por Efecty.
Cédula: 60267795.

Ayudas para comida a migrantes en la carretera:
Juana Marcela Rico Valencia.
Cuenta de ahorros Colpatria: 0382046383
Consignaciones nacionales por Efecty. Cédula: 63526336.
Ayudas de emergencia a migrantes que llegan a Bucaramanga:
Fundación Entre dos Tierras.
Cuenta de ahorros Bancolombia
29186114823
Nit: 901105772-8
Presidenta: Alba Pereira.