Texto: José Guarnizo
Fotos: Pilar Mejía
deslice
Héctor Fabio Osorio García apareció decaído detrás del vidrio de una cabina telefónica. Vestía un overol azul oscuro. No hubo contacto físico, solo miradas y voces. La conversación con el funcionario consular que lo visitó ese 2 de octubre de 2017 duró 45 minutos. Luego de ese lapso, la llamada se cortó abruptamente.
A través del cristal, Héctor alcanzó a ver las fotos que le había mandado su esposa Martha Rodríguez. Así no pudiera llevárselas para su celda en ese momento, la idea era que al menos se quedara con las imágenes archivadas en la memoria, que sintiera que tras siete años de ausencia ella lo seguía esperando en Bogotá.
A Héctor se le vio ese día desesperado. Dijo que estaba bien de salud pero atormentado sicológicamente. Las pocas personas que han podido hablar con él en la cárcel de Wuhan han tratado de persuadirlo: le han aconsejado que reconsidere la determinación que tomó de pedir que le anticipen la pena capital, le han dicho que querer la muerte no puede ser una opción si queda un pedacito de esperanza, le han sugerido que intente tener un poco más de paciencia, que haga el último esfuerzo por aferrarse a las pocas posibilidades del caso, por apegarse a Dios, a recuerdos, a algo.
— “Sobre esa solicitud (la de pedir que le sea adelantada la pena de muerte) recomendé que pensara con cabeza fría muy bien esa decisión. Le manifesté que no compartía su idea”.
Consúl
Héctor nació en Cali el 5 de febrero de 1970. Se dedicaba en Colombia a la apreciación del arte.
Héctor, sin embargo, ha venido perdiendo cualquier ilusión con el paso de los años. “Mi amor, amada mía: yo no hablo con nadie, pasan los meses y los años y no tengo diálogo con nadie, solo cuando ha venido el cónsul. Aquí hay personas de diferentes ciudades y sus dialectos son muy diferentes; ellos también tienen sus propios problemas y no están con mucho ánimo de enseñar”, escribió en una carta dirigida a Martha el 2 de octubre de 2018.
La prisión de Hongshan está ubicada al oriente de Wuhan, en la provincia de Hubei, allí donde comenzó a propagarse el coronavirus. Dentro de esas paredes nadie habla español. Antes de llegar allí, Héctor se dedicaba a los negocios del arte. Era un apasionado de los libros y la pintura. Nació en Cali el 5 de febrero de 1970 y es el único colombiano preso en esa ciudad. Y si todos sus compatriotas residentes en Wuhan deciden irse esta semana por la crisis sanitaria que ha generado el virus, Héctor se quedaría aún más solo de lo que está.
Héctor Fabio tomó una mala decisión que cambió el rumbo de su vida. La última vez que Martha lo vio fue el 22 de julio de 2014. Dijo que haría un viaje a China, a una feria de empresarios de arte. A eso se dedicaba: a determinar si un Gauguin era un Gauguin original, si un Picasso era en verdad un Picasso. Días después llamó desde Cali, luego desde el Amazonas. Aseguró que llegaría a Asia el 10 de agosto. A partir de ahí Martha nunca más volvió a escuchar su voz.
Se conocieron en una iglesia cristiana. Aunque Martha había desechado la opción de buscar de nuevo el amor, en Héctor encontró un feeling que no tuvo reversa. Él era viudo. Su primera esposa había fallecido de cáncer y su único hijo, un muchacho de 20 años, murió en un accidente. Solo le quedaba una hermana media con la que dejó de tener contacto. Una hija de Martha recuerda con cariño esas épocas. Él, un hombre calmado, meloso, de 1,80 de estatura, muy culto e inquieto por la lectura, se volvió como un papá.
La prisión de Hongshan está ubicada al oriente de Wuhan, en la provincia de Hubei, allí donde comenzó a propagarse el coronavirus.
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La relación con Martha cuajó, se hicieron novios y comenzaron a vivir juntos. Héctor se ganó el cariño de los hijos de ella y nada parecía vaticinar una nueva tragedia.
A los tres meses de no saber nada de su esposo, Martha recibió una llamada de la Cancillería de Colombia. Le informaron que Héctor había sido capturado con droga en Beijing. “La primera sorprendida fui yo porque no tenia ni idea de eso”, dice. Fue como un baldado de agua fría para todos. Héctor, en una de sus cartas desde la cárcel, pediría perdón luego a su familia por lo que hizo. Nadie podía creerlo. Nunca se le había conocido ni una multa de tránsito para terminar, en esas lejuras, detenido por llevar estupefacientes. Se dejó convencer. Se enredó en el peligroso camino de las ‘mulas’.
En esta cárcel, que entró en emergencia permanente por el coronavirus, nadie habla español.
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Muy pronto fue condenado a pena de muerte, con suspensión de dos años. En todo este tiempo Héctor no la logrado hablar por teléfono ni una vez con Martha. Un preso chino intentó alguna vez aprender algunas palabras en castellano, pero no hubo resultados. Héctor se quedó sin con quién hablar. Son siete años conversando consigo mismo. Y eso lo está matando.
A veces le da la impresión que los demás presos se burlan de él. Sabe también que puede ser una simple malinterpretación. Héctor está experimentando, en silencio, una cultura lejana, rara, a la que solo llegó a acercarse a través de los cuadros Wu Guanzhong, uno de los pintores contemporáneos chinos más conocidos.
El aislamiento ha hecho que Héctor haya pensado algunas veces en quitarse la vida. Eso también quedó consignado en un informe de visita consular. “Mencionó que está bien de salud pero sicológicamente está bastante afectado a tal punto de querer suicidarse”, se puede leer.
En otro reporte dice: “El connacional informa que quiere solicitar que su condena sea cambiada a pena de muerte, reitera que no tiene esperanza que su situación cambie y la depresión moral sicológicamente lo afecta todos los días”.
"Eres lo único que tengo en la vida, te escribí una carta muy bonita, te deseo un feliz cumpleaños, te amo con toda el alma": Héctor a Martha en una carta.
“Pasan los años y uno encerrado. Estoy en un pabellón en el segundo piso, la comida la traen aquí. Solo salgo cuando llega el cónsul (a veces cada seis meses). No me dejan trabajar por mis problemas de la espalda y la rodilla”, escribió Héctor en otra carta.
Noticias de Wuhan nunca llegaban a Colombia hasta la emergencia por el coronavirus. Muchos ni sabían de su existencia. A Martha ahora no solo le preocupa la soledad de Héctor sino lo que pueda pasar con el virus, ese que en Hubei, provincia de la que hace parte Wuhan, ha matado a 634 personas. La prisión -se supo por un comunicado- entró en estado de emergencia permanente por posibles brotes de la infección, y por ello se suspendieron por tiempo indefinido las visitas a los internos. A los presos les están midiendo constantemente la temperatura. Al menor asomo de fiebre, los aíslan.
En siete años, es muy poco lo que Héctor se ha enterado de lo que ocurre afuera, mucho más allá de esa mole de cinco pisos y paredes blancas en la que conviven desconocidos cuyos mundos propios resultan inentendibles para Héctor. Hoy no se sabe a ciencia cierta si Héctor tiene claro lo que significa el coronavirus, las implicaciones, los muertos, las cuarentenas, los temores sobre si en algún momento tengan que declarar una pandemia.
En cartas, Martha le ha contado de la participación de Colombia en el mundial de Rusia, de la elección de Iván Duque como presidente y de noticias más pedestres como las de sus vecinos: que tal persona se casó con tal, que fulanito consiguió trabajo, que tal chica tuvo bebé, y así.
Héctor ha enviado seis cartas desde China en siete años. "Mi amor, amada mía: yo no hablo con nadie, pasan los meses y los años y no tengo diálogo con nadie".
El Consulado de Colombia logró también hacerle llegar algunos libros: Quién se ha llevado mi queso, de Spencer Johnson; una biografía de la madre Laura Montoya; Vive el milagro y la escucha de la palabra, de Carlos Triana; El último don, de Mario Puzo; y tres revistas SEMANA. En esos textos que seguramente ha releído una y otra vez está la conexión de Héctor con su idioma.
Su situación no es distinta a la de otros 120 compatriotas presos en ese país. Diana Pérez, líder de la Asociación de familias de colombianos detenidos en China, dice que este es un asunto de Derechos Humanos y que no se trata –agrega- de desconocer una condena.
Lo que piden es que ellos puedan terminar de pagar sus años de cárcel en Colombia, donde, como se sabe, no existe la pena capital. De hecho, en julio del año pasado ambos países firmaron el acuerdo de repatriación de presos, ese mismo que no se puede hacer realidad hasta tanto no sea discutido y aprobado en el Congreso de la República. Algunas de las personas que decidieron irse a ese país con cocaína fueron engañadas. Otras corrieron el riesgo.
Existe un conjunto de principios aprobados por Naciones Unidas que versan sobre los derechos de todo aquel que sea enviado a una prisión. Entre ellos está: “Toda persona detenida o presa tendrá el derecho de ser visitada, en particular por sus familiares, y de tener correspondencia con ellos y tendrá oportunidad adecuada de comunicarse con el mundo exterior, con sujeción a las condiciones y restricciones razonables determinadas por ley o reglamentos dictados conforme a derecho”.
Y es justamente la incomunicación lo que ha debilitado la condición sicológica de Héctor. Siete años es demasiado tiempo. SEMANA habló con la Cancillería para conocer qué se ha hecho frente a las peticiones de Martha. “Se han gestionado en varias oportunidades solicitudes para que el connacional Héctor Fabio Osorio pueda llamar a su familia. No obstante lo anterior y teniendo en cuenta las disposiciones del centro de detención no ha sido posible obtener una respuesta positiva, entre otras porque donde él se encuentra no hay llamadas internacionales”.
Héctor le ha contado a Martha que por sus problemas de columna y rodillas no puede trabajar. Permanece encerrado en su celda. Hasta allá le llevan la comida.
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En Wuhan la situación cada vez es más compleja. El embajador de Colombia en China, Luis Diego Monsalve, le dijo a SEMANA que están tratando de hacer todo lo posible por evacuar por tierra a todos los colombianos que allí viven y que quieren irse. La mayoría de ellos son estudiantes. Hasta ahora hay censadas catorce personas. Durante esta semana, sin embargo, no fue posible llevar a cabo la operación. El gobierno chino no lo autorizó.
En las calles de esa ciudad de 11 millones de habitantes comienzan a escasear los alimentos, las medicinas. Cada rato llegan imágenes más surrealistas que las anteriores. Miembros de la policía han puesto cadenas con candados en algunas casas para evitar que la gente salga.
El número de contagiados sube todos los días, los muertos también. Algunos se atreven a decir que el coronavirus pudo haber nacido por una infiltración en un laboratorio. En la televisión local le han salido al paso a esos rumores. Shi Zhenli, investigadora de virología de Wuhan, ha dicho que la realidad es menos conspirativa: “El coronavirus es un castigo por los hábitos de vida incivilizados de los seres humanos”. El caso es que las noticias que se difunden de esa ciudad son cada vez más abrumadoras: que nace el primer bebé contagiado por su madre, que fallece el primer médico que alertó de la enfermedad.
Martha, desde su casa en Colombia, seguirá apelando a una súplica humanitaria: que al menos Héctor pueda llamar por teléfono. Ella sabe que eso lo mantendría vivo. En uno de los últimos informes consulares que le llegaron, Héctor mandó una razón: “El connacional pidió se le enviara el siguiente mensaje a la esposa. ‘Eres lo único que tengo en la vida, te escribí una carta muy bonita, te deseo un feliz cumpleaños, te amo con toda el alma”
Martha sabe que esta lucha no es para desconocer la pena que está purgando Héctor, pues él es consciente del error que cometió. Se trata de que haya algo de humanidad mientras la paga. Y para ello bastaría con un “hola, amor, ¿me escuchas?”.