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Especiales Semana:
¿Niños que matan o víctimas inocentes?

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El bombardeo de un campamento de las disidencias de las Farc en Caquetá, en agosto pasado, dejó al descubierto que el reclutamiento infantil sigue siendo una constante en las filas guerrilleras. La trágica muerte de ocho menores de edad en dicha operación militar, abrió el dilema de cómo combatir a los grupos criminales cuando existe el riesgo de que caigan niños. En las ciudades y en caseríos donde los alistan pero casi nadie denuncia, el clamor es cesar los ataques; entre quienes sufren los embates de las bandas, la súplica es bien distinta.

Joven, bonita, altiva, segura de sí misma, Paola, 16 años, actuaba como si nada le hubiera ocurrido. Se maquillaba con asombrosa destreza con una sola mano y no mostraba ningún resquicio de tristeza pese a haber perdido un brazo. Ante las autoridades, que la interceptaron en noviembre pasado en un retén, un caso que difundieron los medios nacionales, alegó que quedó mutilada por un accidente de moto y no quiso comentar más. Pero todo apunta a que fue una de las heridas en el citado ataque aéreo, dirigido contra alias Gildardo Cucho, comandante que tenía la misión de fortalecer a las nuevas Farc-EP en el Caquetá y otras regiones del sur del país.

No acudió a ningún centro médico para curar la mutilación, la trató uno de los médicos que trabajan de manera clandestina para dicha banda armada con unos medios precarios. Huyó de la casa de acogida a donde había sido trasladada por el ICBF, con el único fin de restablecer sus derechos.

Por lo que supimos, tanto en el bombardeo contra Gildardo como en el de alias Cadete, donde también fallecieron menores de edad, algunos de los infantes que resultaron heridos no lograron sobrevivir porque sus compañeros los trasladaron de cualquier manera a fincas de los alrededores para primeros auxilios. Los moradores los atendían como podían hasta que arribaban guerrilleros con vehículos y se los llevaban con rumbo desconocido.

Seguimos el rastro de Paola hasta la vereda la Novia Celestial, de San Vicente del Caguán, donde estudió y reside su familia, con el fin de conocer las razones que mueven a niños y adolescentes a incorporarse a las disidencias. También recorrimos algunos lugares de Puerto Rico, otro de los municipios donde los reclutan.

Existen motivaciones habituales, tales como la atracción por las armas, los uniformes y el poder que emanan; la falta de educación académica y de horizontes vitales, así como escapar de la pobreza y el maltrato en hogares desestructurados. Junto a ellas, existen causas nuevas. Al tratarse de vastas regiones ganaderas, salpicada de fincas aisladas, cobra peso a la hora de alistarse el aburrimiento por vivir en parajes apartados sin diversiones, con escuelas que solo imparten hasta 9º grado; la obligación diaria de ayudar a sus papás en las labores del campo desde las cuatro de la mañana, eternas caminatas para ir a la escuela, no tener nunca dinero en el bolsillo y la falta de alternativas atractivas.

Pese a que algunos provienen de familias amorosas, los disidentes los engañan con falsas promesas de una vida de “lujos” (motos nuevas, celulares de alta gama, trago, algo de plata) y hay chicas que desean encontrar una pareja que las mantenga y buena parte de los jefes de las nuevas Farc-EP son veinteañeros rumberos, sin mucha disciplina, que adoran rodearse de niñas bonitas. “No hay futuro para ellas, no tenemos qué ofrecerle y por eso nos da miedo que venga cualquier mugre y se la lleve”, me comentó una mujer.

Paola se enamoró de un comandante, conforme contaron distintas fuentes. Dejó la minúscula vereda de casas de tablones de madera, calles embarradas y ni un lugar de esparcimiento juvenil, para marchar con él. Debió asistir a la Escuela de cursantes, donde les instruyen durante un mes en manejo de armas, alguno instalado en el Putumayo. Cuando finalizan, los trasladan a diferentes comisiones e inician una azarosa vida de troperos bajo el mando de jefes de escasa trayectoria, pocos escrúpulos y gran poder criminal.

Una de las madres de los menores fallecidos en un operativo militar, me hizo acompañarla a una estancia discreta para llorar, a escondidas de sus vecinos, la muerte de un hijo, de 17. Relató que suplicó a las disidencias que no se lo llevaran, después que lo dejaran regresar y no le hicieron caso. “No puedo llorarlo delante de nadie para que esa gente no vaya a tomar represalias”, me dijo entre lágrimas. “Pero no dejo de pensar en él”.

Impera la ley del silencio, no solo rige entre los familiares de los niños reclutados, de ahí que apenas existan denuncias de esas víctimas. También deben guardar silencio quienes pagan vacunas y sufren las amenazas de las Farc-EP, por temor a represalias.

La otra cara

Puerto Rico estaba comenzando a recuperar la economía tras la firma del proceso de paz con las Farc. Hasta la irrupción de las disidencias, cada vez más crueles y poderosos. A golpe de vacunas, atentados y amenazas acabaron con el turismo de parapente en las montañas aledañas, los baños en las cascadas y los trayectos en moto y en cicla por paisajes preciosos, actividades que mientras estuvieron las antiguas Farc jamás habían podido realizar.

La mayoría con quienes hablamos pidieron no citar sus nombres por temor a represalias, solo Giovanni Angulo lo hizo de frente, con la cara al descubierto, a sabiendas del enorme riesgo que asume. Pero ya no le teme a nada.

Empresario hecho a sí mismo con enorme esfuerzo, estaba resignado a pagar vacunas para que no lo deportaran o mataran desde los tiempos de la anterior guerrilla. Con las nuevas, las exigencias crecieron hasta volver imposible cancelar la cuota. El castigo fue atacar con una granada su casa en pleno casco urbano de Puerto Rico, estando con su esposa y su niña pequeña. Todos resultaron ilesos.

“Es un país de doble moral, prevalecen los derechos de los que hacen daño. No saben en Bogotá el mal que puede causar un menor de edad armado con un fusil o un revólver”, anotó. “¿Qué vale más, la vida de los menores que cayeron en el bombardeo o la de mis hijas?”.

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En Puerto Rico rememoran el asesinato de dos alcaldes a manos de guerrilleros adolescentes, para señalar que no son tan inocentes. A José Lisardo Rojas, conocido como Chirriqui, lo mataron en 2001 cuando tenía 38 años. A su cuñado, Jorge Hernando Calderón, en 2009, al cumplir 46.

Visité la tumba de uno de los niños sicarios en el cementerio local. Hijo de una familia conocida en el pueblo, lo había reclutado la guerrilla y lo mataron meses después.

Tanto en Puerto Rico como en San Vicente, ganaderos, comerciantes, transportistas y otros sectores que pagan vacuna para que no los maten, al igual que la gente del común que teme a las disidencias, exigen mano dura para confrontarlas. Son conscientes del peligro que corren los niños reclutados.

¿Qué hacer mientras llega el Estado con ofertas atractivas para los adolescentes? Es el debate que planteamos.

Una de las madres de los menores fallecidos en un operativo militar, me hizo acompañarla a una estancia discreta para llorar, a escondidas de sus vecinos, la muerte de un hijo, de 17. Relató que suplicó a las disidencias que no se lo llevaran, después que lo dejaran regresar y no le hicieron caso. “No puedo llorarlo delante de nadie para que esa gente no vaya a tomar represalias”, me dijo entre lágrimas. “Pero no dejo de pensar en él”.

Impera la ley del silencio, no solo rige entre los familiares de los niños reclutados, de ahí que apenas existan denuncias de esas víctimas. También deben guardar silencio quienes pagan vacunas y sufren las amenazas de las Farc-EP, por temor a represalias.