Revista Semana

Especiales Semana:
Dimar: el crimen al que quisieron
echarle tierra

Dimar Torres: El crimen de un desmovilizado

“Mi coronel, ya lo maté”: el grupo de Whatsapp que crearon para asesinar a Dimar

Crónica e investigación: José Guarnizo

Ilustraciones: Angélica María Penagos

deslice

SEGUNDA PARTE: SEMANA revela que la ejecución extrajudicial del desmovilizado de las Farc no fue un hecho fortuito sino que obedeció a un plan que según la Fiscalía lideró un coronel que hoy está libre. Los militares tenían un chat que se llamaba “Dimar Torres” y allí reportaban los seguimientos.

A las 4 de la tarde del 22 de abril de 2019, el cabo del Ejército Daniel Eduardo Gómez Robledo se presentó presuroso ante el subteniente John Javier Blanco en la base Sinaí de la vereda Carrizal, en Norte de Santander, allá en lo más hondo de las montañas del Catatumbo. El suboficial lucía apremiante y resuelto cuando dijo:

—Voy a matar a Dimar.

Según testificaron en la Fiscalía algunos soldados que presenciaron el momento, Blanco le habría dado la orden al cabo de no cometer el crimen. Le pidió que se contuviera. El plan, sin embargo, parecía no tener marcha atrás.

En los impulsos de Gómez Robledo —de menor rango que Blanco— había algo más que una resolución autónoma. Su decisión no surgió de la nada.

El deseo irremediable de matar a aquel desmovilizado de las Farc que le había dicho adiós a la guerra años antes, obedecía a un plan minucioso que tenía una cabeza según las pruebas que ha recaudado la Fiscalía: el teniente coronel Jorge Armando Pérez Amézquita, por esos días comandante del batallón de Operaciones Terrestres No. 11, adscrito a la Fuerza de Tarea Vulcano.

“A ese man no hay que capturarlo, hay es que matarlo porque no aguanta que se vaya de engorde a la cárcel”, dejó dicho el coronel en un chat cuya copia conserva la Fiscalía.

El grupo de Whatsapp se llamaba “Dimar Torres” y allí Gómez Robledo fue dejando constancia de las rutinas de su futura víctima: dónde quedaba su casa, qué recorridos hacía en su moto Suzuki negra, modelo 2013, a qué hora salía a jornalear, en qué momento almorzaba o se iba a dormir. Hasta puso fotos del Facebook de Dimar y sus familiares. Y todo eso sin una orden judicial.

Dimar Torres Arevalo nunca supo que unos enormes binoculares militares vigilaron cada uno de sus movimientos durante un mes. Tras su asesinato, la Fiscalía reunió testimonios y documentos que prueban que, tras haberse sometido al proceso de paz con el Gobierno, Dimar se había dedicado a los oficios de la agricultura. Era un civil y ya nada tenía que ver con el conflicto. ¿Por qué ordenaron los seguimientos entonces?

En la vereda Campo Alegre, allí donde Dimar vivía con sus padres y su esposa Alexandra Rodríguez, se puede escuchar perfectamente el sonido de una motocicleta desde muy lejos. El caserío es puro silencio y cordillera. Unas 200 familias viven allí apartadas unas de las otras por senderos de difícil acceso y con riesgos latentes de minas antipersonal. Por allí anduvieron las Farc durante más de cuarenta años. Campo Alegre es como un pesebre húmedo y brumoso incrustado al borde de un cañón.

En el terreno donde estaba la base quedan ahora apenas algunos rastros de comida desperdigados en la maleza: latas de salchichas, paquetes de papas fritas, empaques de conservas. A unos veinte pasos bajando por una pendiente arcillosa se puede ver la fosa que excavaron los soldados y donde pensaban sepultar a Dimar con moto y todo. Aunque la lluvia ha ido deslizando tierra y ramas, el hueco está ahí en la mitad de ese sosiego como la prueba máxima de la pesadilla insufrible en que se convirtió la guerra en Colombia.

En toda esa zona de Convención, municipio al que pertenece la vereda, el conflicto se siente en cada esquina. De tanto en tanto por la vía se ven casas con letreros del Eln, las antiguas Farc y un grupo armado conocido como Los Pelusos. No es fácil que un extraño entre hasta allí sin ser advertido de los peligros. “¿Usted se va a meter allá?”, preguntan desde que uno llega al casco urbano de Convención. De ahí hasta donde estaba la base Sinaí hay un trayecto en moto de unos cincuenta minutos en ascenso por la cumbre.

Título imagen

Por ese camino vertiginoso se abre al margen izquierdo el abismo y la niebla. Al otro costado surge una que otra casa, alguna gallina revoloteando, un par de cerdos embarrados, y campesinos que voltean a mirar con sorpresa. De vez en cuando salen al paso orquídeas, bromelias y bejucos. A lo lejos aparecen filos que están entre los 1.300 y 1.500 metros sobre el nivel del mar. Hace un frío espantoso.

Don Jorge Manuel Torres, el padre de Dimar, lleva casi seis meses sumido en la depresión. A sus 74 años se le notan ciertos bríos de campesino. Sin embargo, sus fuerzas ya no le dan para levantarse a trabajar y echar azadón. Y aún así le toca. Dimar era el sustento de la casa, el que estaba pendiente de los cultivos, el que empujaba a la familia.

Ahora sorbe un trago de café oscuro, sentando en una silla Rimax roja. Lleva una gorra desteñida, una camiseta a rayas horizontales azules y negras, jean, chanclas de plástico. Cuando mira al horizonte apaga los ojos como si le molestaran los rayos de luz. Tiene un bigote espeso manchado del blanco de las canas, están puestas ahí como pinceladas de leche.

Por en frente suyo pasan seis niños con sus morrales a la espalda. Van para la escuela. Un poco más al fondo hay una casa de fachada verde chillona con un letrero rojo que dice: “Farc-EP”. Don Torres, así le dicen en la vereda, dice que quiere ir al cementerio. No visita la tumba de Dimar desde que allí lo dejó en medio de los rezos y cruces mohosas. Mientras espera que una moto lo recoja, se va desahogando. Dice que quiere que los asesinos paguen por el crimen que cometieron.

—Dimar se fue a descansar, pero el que se quedó sufriendo aquí fui yo. Qué daño el que hizo esa gente —se lamenta.

A don Torres ahora le preocupan las cosas más básicas de este mundo: qué va a comer con su esposa, de dónde irá a sacar para el sustento cuando ya ni los brazos ni los ojos, esos que se le han venido apagando, le den para salir a las fincas a jornaliar por 15.000 pesos al día.

Se preocupa, se le nota en el semblante, en la cara bañada en arrugas. Y llora. Resignarse a la muerte de un hijo y al mismo tiempo anhelar un mercado para sobrevivir son dos bultos que don Torres carga en la espalda y que lo consumen, como cuando a una raíz deja de llegarle el agua y comienza a secarse.

“Si le dolió, váyase para la guerrilla”

La guerra irregular y la cantidad de actores armados que batallan en el Catatumbo ha hecho que el Ejército haya intentado en distintos momentos replantear la intervención militar en la zona. El 1 de enero de 2018, en esta región fueron activados seis nuevos batallones de operaciones terrestres, cada uno con más de 500 hombres a bordo.

Una de esas unidades era justamente la que comandaba el coronel Pérez Amézquita, el oficial que según la Fiscalía dio la orden de matar a Dimar por unas razones que se conocerían más adelante y gracias a testimonios de uniformados en interrogatorios.

Este destacamento es orgánico de la Fuerza de Tarea Vulcano, una especie de unión de batallones y brigadas que tienen a cargo la seguridad en los once municipios que conforman el Catatumbo. El comandante máximo es el general Diego Luis Villegas, un personaje importante también en esta historia.

Título imagen

Dos días después del asesinato de Dimar, Villegas se reunió con los vecinos de la vereda Campo Alegre. Micrófono en mano y de cara a la comunidad el hombre pidió perdón en nombre del Ejército.

“No es suficiente, pero sí estoy aquí. Yo no vine gratuito, yo me regalé para estar acá. No es que porque mataron un civil viene el general. No mataron a cualquier civil, mataron a un miembro de la comunidad, lo mataron miembros de las fuerzas armadas. Por lo tanto el comandante debería poner la cara. Lo lamento en el alma. En nombre de los 4.000 hombres que tengo el honor de comandar, les pido perdón”.

Las excusas públicas levantaron duras críticas dentro de las Fuerzas Militares. En su momento, Noticias Uno reveló un audio en el que aparentemente un general insultaba a Villegas por haber pedido perdón en representación de la fuerza: “si le dolió mucho, retírese y váyase para la guerrilla, para que las Fuerzas Militares tengan el honor de perseguirlo y sacarlo de allá”, se escuchaba.

Aunque el gesto de Villegas recibió felicitaciones de otros sectores de la opinión pública, lo cierto es que este general activo tiene algunos pendientes en el tema de falsos positivos, como se nombraron en Colombia a las ejecuciones extrajudiciales de civiles por parte del Ejército y que tuvieron su pico más alto en el gobierno de Álvaro Uribe Vélez.

Para este reportaje sobre Dimar, SEMANA conoció el acta de sometimiento de Villegas a la Jurisdicción Especial Para la Paz (JEP) justamente porque hay denuncias por su supuesta responsabilidad en este tipo de crímenes. Al general lo investiga la Fiscalía 57 Especializada de Derechos Humanos por los presuntos delitos de homicidio en persona protegida, peculado por apropiación, tráfico, fabricación y porte de armas de fuego.

“Yo, Diego Luis Villegas Muñoz, con orden de captura No. 061 del 5 de diciembre de 2016 (…) acudo a su despacho para para oficializar mi sometimiento”, dice el documento que firmó Villegas el 28 de junio de 2017. Esto quiere decir que el oficial está dispuesto a comparecer para que su caso sea revisado por la Justicia Justicia Transicional.

El tema es relevante. Resulta toda una paradoja que el oficial de más alto rango en el Catatumbo, una de las regiones con más denuncias de ejecuciones extrajudiciales en la historia reciente —organizaciones hablan de 185 casos que fueron documentados entre 2005 y 2008— esté al mismo tiempo siendo investigado por delitos de ese tipo. El caso de Dimar Torres volvió a abrir todas las heridas en el Catatumbo.

Una vez el cabo Gómez Robledo cometió el crimen, las Fuerzas Militares comenzaron a emitir versiones contradictorias de lo ocurrido. El ministro de Defensa Guillermo Botero primero aseguró que Dimar había sido asesinado por el suboficial después de una refriega. También dijo el cabo había disparado luego de una conversación tensa con Dimar a orillas de una cañada. Incluso ocho días después del asesinato aseguró en Caracol Radio: “si hubo un homicidio ha tenido que haber alguna motivación”.

Título imagen

“¿Qué decía el hijueputa?”: coronel Pérez

Seis meses después la Fiscalía tiene la certeza de que ninguna de esas declaraciones entregadas a los medios de comunicación son certeras. El cabo paró a Dimar en la carretera, lo requisó. Y aún sin encontrarle nada salvo dos rulas para las labores agrícolas, le disparó cuatro veces con su fusil Galil. Los tiros, está en el protocolo de necropsia, fueron a contacto. Hubo sangre fría e indefensión absoluta.

La comunidad de Campo Alegre fue clave para que los soldados no desaparecieran el cuerpo (ver primera parte:). Y aún así, Botero nunca tuvo en cuenta sus denuncias a la hora de hablar del caso desde su fuero como máximo comandante de las Fuerzas Militares. Para la publicación de esta historia, el jefe de la cartera de Defensa no se había retractado ni le había pedido excusas a la familia de Dimar por sus declaraciones.

El jefe del Ejército, el general Nicasio Martínez, sobre quien también hay investigaciones por presuntos falsos positivos, también negó en su momento que Dimar hubiera sido víctima de un plan de seguimientos. La investigación, sin embargo, fue arrojando lo contrario.

¿Por qué los soldados comenzaron a seguir a Dimar sin una orden judicial? Toda esta historia había comenzado veinte días antes. El 1 de abril de 2019, el coronel Pérez Amézquita emitió la orden de ejecutar una operación a la que llamó Amos.

La misión táctica era defender la seguridad del oleoducto Caño Limón Coveñas, ese vertedero de petróleo tantas veces volado con dinamita por las guerrillas colombianas. El plan se surtía con normalidad hasta que en un patrullaje por los recovecos de la vereda Campo Alegre un soldado llamado Pablo Emilio Borja García pisó un artefacto explosivo y murió. Esa había sido una zona álgida del conflicto durante décadas.

La muerte del militar, relata la Fiscalía, enervó los ánimos del coronel Pérez Amézquita, a tal punto que ese mismo día ordenó identificar a los responsables: “hay que destruirles cuanta mierda tengan”. Y les advirtió a los de su tropa: “yo no necesito reportar nada. Necesito es vengar la muerte del soldado, hay que matar”, según reconstruyó el fiscal del caso por interrogatorios a los mismos soldados.

A los pocos días, el cabo Gómez Robledo le informó al teniente Blanco y al coronel Amézquita que ya tenía identificado al probable autor de la muerte del soldado Borja. Aseguró que era Dimar Torres Arevalo, a quien señaló de ser explosivista del Eln. No tenía ninguna prueba. El coronel tampoco las pidió.

El cabo inició los seguimientos y el 22 de abril advirtió que Dimar había salido en su moto para la vereda Miraflores y que, como fuera, tenía que volver a pasar por en frente de la base Sinaí. “Motivado por la orden del coronel, el cabo resolvió dolosamente ejecutar la muerte”, relató la Fiscalía.

Y es aquí donde entran en escena los soldados profesionales William Andrés Alarcón Castrillón, conocido como Bam Bam, Jorman Alexander Buriticá Duarte y Cristian David Casilimas Pulido. Estos dos últimos levantaron la moto y la arrastraron hasta un matorral para ocultarla. Unos 15 metros más adentro de la base comenzaron a cavar una fosa. Alarcón tomó el cuerpo de Dimar y lo deslizó por la carretera enlodada hasta dejarlo camuflado entre la maraña.

Gracias a la intervención de la comunidad, los soldados no lograron su objetivo final de desaparecer el cuerpo. La escena con la que se toparon los campesinos era dantesca: un hueco en la tierra y pasos más allá el cadáver de su vecino con la motocicleta encima. La orden del coronel Pérez Amézquita era no reportar nada.

Fue entonces cuando el cabo Gómez Robledo llamó al coronel y le contó que había matado a Dimar. El alto oficial le ordenó no decir eso por radio y más bien que se comunicaran por Whatsapp. Y, en medio de un intercambio de mensajes que quedaron registrados en el chat, el coronel le preguntó al cabo, ejecutor material del crimen: “¿Qué decía el hijueputa?”, refiriéndose a Dimar Torres.

Y hay un hecho igual de grave. El coronel le ordenó al cabo que vigilara y que identificara al resto de la comunidad que estaba reclamando e invocando por el paradero de su paisano. Y le aseguró textualmente:

“Chequéelos, porque esos son los que siguen”.

El coronel también le dio instrucciones al suboficial para que saliera al aire por el radio y tergiversara los hechos. Le pidió que se reportara sin novedades en el sector. Al día siguiente y por presión de la Fiscalía, Pérez Amézquita llegó hasta el lugar donde cometieron el crimen, allá en la base del Sinaí. Se le arrimó al cabo Gómez Robledo y nuevamente le preguntó:

—¿Qué dijo el bandido? ¿Qué por qué mató al soldado?

La mayoría de estas conversaciones quedaron en el chat que los militares usaron para perseguir a Dimar. Con toda esta información, la Fiscalía llamó a imputación de cargos al coronel Pérez Amézquita por el delito de homicidio en persona protegida. También a los soldados Casilimas, Alarcón y Buriticá.

Sin embargo, el caso ha estado atravesado por las dilaciones. En la audiencia en la que iban a ser imputados los militares, la abogada del coronel solicitó que el proceso fuera trasladado a la Justicia Penal Militar, aún cuando desde esa instancia hay una valoración preliminar que indica que los estrados ordinarios son los competentes. Los jueces castrenses están únicamente para hechos relacionados con el servicio. “Matar ciudadanos civiles no es una conducta que sea propia de los servidores del Estado”, intentó argumentar el fiscal del caso.

Esa estrategia de la defensa del coronel hizo que la Fiscalía no pudiera imputar cargos formalmente a los militares. Ahora hay que esperar que una segunda instancia revise lo relacionado a la competencia. Por esa razón, tanto el alto oficial como los soldados quedaron libres. Diego Martínez, abogado de la familia de Dimar Torres, teme que esto sea el inicio de una cadena de trabas que pongan en riesgo un desenlace con justicia efectiva. El coronel Pérez Amézquita, con arraigo en Sogamoso, Boyacá, se retiró del Ejército y se desconoce su paradero. Aún quedan en el aire preguntas sobre si hay más uniformados en la línea de mando involucrados en el crimen.

El ministro Guillermo Botero, por su parte, continúa en su cargo y sus declaraciones sobre el caso de Dimar no fueron objeto de ninguna medida disciplinaria. Una moción de censura en su contra que fue radicada en el Congreso hace cuatro meses no surtió ningún efecto. Fue derrotada en la Cámara de Representantes donde las fuerzas políticas cercanas al gobierno resultaron mayoría.

En el centro de ese debate había graves denuncias sobre una directrices emitidas por la actual cúpula del Ejército para aumentar bajas en combate que pudieron incidir en el posible regreso de los falsos positivos, como es el caso de Dimar y de otros que están siendo objeto de investigación. Aquí puede consultar toda la investigación de SEMANA sobre ese tema en concreto.

—Qué daño el que hizo esa gente, dice don Jorge Manuel Torres llegando al cementerio que está en la cumbre de una montaña por donde flota la neblina. Alrededor de la tumba de Dimar hay flores en pequeñas macetas de plástico y algunas rosas artificiales: las hay rojas, azules, rosadas.

Desde que las Farc firmaron la paz con el Gobierno de Juan Manuel Santos, a finales de 2016, han asesinado en Colombia a 167 excombatientes. Ahí se queda don Torres por más de una hora, mirando la tierra húmeda y pasándose un pañuelo por la cara. Esas lágrimas no eran la paz que algún día se imaginaron en Campo Alegre. El silencio alrededor hace que su llanto se escuche como un grito, como una denuncia que se queda sin eco atrapada en esas montañas.


*Este reportaje se publicó el 27 de octubre de 2019.

Primera parte

Dimar: el crimen al que quisieron echarle tierra

Especiales Semana

Tercera parte

El hijo de Dimar Torres: la esperanza y el desamparo

Especiales Semana