Fotos: León Darío Peláez
Textos: Jaime Flórez
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Quedan dos horas para que se les acabe el plazo y empiece a correr su sentencia de muerte. Hace dos días circula un panfleto en el que los Caparrapos, protagonistas de una guerra que en el último año ha cobrado cientos de vidas, les fijaron las 7 de esa noche, la del 23 de febrero, como el límite para abandonar su tierra. Sentados en círculo, bajo un kiosco en una tarde sofocante, los 15 condenados, habitantes de Cáceres, se miran las caras. Cruzados de brazos, con el gesto angustiado, aguardan el ocaso.
Afuera de ese edificio municipal un pueblo se está convirtiendo en fantasma, carcomido por el miedo desatado a punta de asesinatos, cadenas de Whatsapp y panfletos que amenazan de muerte a barrios enteros. El corredor que conecta el interior del casco urbano con el río Cauca es una hilera de calles polvorientas, flanqueadas por casas vacías, sin una sola persona, ni siquiera un mueble. Algunas ventanas reforzadas con tablones y latas, las puertas aseguradas con cadenas. Vidrios rotos, señales de forcejeo, indicios de que ya fueron profanadas. Los colores de las fachadas perdiendo el brillo. Los rastros del deterioro que sufren las cosas cuando el hombre las abandona.
Cáceres sufre las mayores consecuencias, pero en realidad todo el Bajo Cauca arrastra la cruz de esta guerra, una que no vivían allí - y tal vez en ningún lugar del país- desde los peores años del auge paramilitar. La región abarca 6 municipios en los límites antioqueños con Córdoba. De grandes árboles y tierra amarilla, árida, y una temperatura que se niega a bajar de los 30 grados y a veces sobrepasa los 40, la zona quedó atrapada entre el fuego de los cuatro mayores grupos delincuenciales del país. El Clan del Golfo, el ELN, las disidencias de las Farc y los Caparrapos juegan una partida mortal de alianzas y traiciones que deriva es masacres, desplazamientos masivos, persecución de líderes y reclutamiento de niños. Los pobladores están contra la pared.
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Algunas calles de Cáceres permanecen vacías. En 2018 se fueron 1.500 familias por la guerra entre criminales.
En 2018, 1.500 familias salieron desplazadas de Cáceres. El colegio Gerardo Patiño tenía 2.250 estudiantes a fin de año, y solo quedan 1.400. El rector tuvo que cambiar los horarios porque los estudiantes de la primera jornada salían de sus casas sobre las 5 de la mañana, aún en la penumbra, y los de la segunda, terminaban clases luego de las 6 de la tarde. Y en Cáceres la gente tiene prohibido andar por la calle en la oscuridad.
El temor oscurece los rostros de quienes permanecen, que se asoman precavidos por las ventanas o, parados en los umbrales de sus casas, agachan la mirada ante el forastero. “Cierro mi puesto en el parque a las 5 de la tarde y me voy para mi casa, subo a la terraza y no veo a nadie. Los del lado se fueron, mi hermana se fue. Ya no tengo a donde ir y en la noche el miedo no me deja dormir”. Así vive Clara Martínez* a sus 60 años.
Cáceres está recostado sobre la ladera oriental del río Cauca. En la otra orilla, a plena vista, queda Tarazá, un pueblo igualmente atemorizado, donde sus habitantes viven la otra mitad de la guerra. Allá tienen su base los Caparrapos, y desde allá se lanzan hacia este lado, que hasta hace unos meses controlaba el Clan del Golfo. Al parecer los Caparrapos van ganando la guerra, envalentonados por sus recientes alianzas con el ELN y las disidencias del frente 36 de las Farc, comandadas por alias Cabuyo.
Sentado en una esquina del parque de Tarazá, José Montes, que ha pasado 57 de sus 61 años en este pueblo, recuerda los antecedentes de la crisis. "Los Caparrapos sonaban desde que Cuco mantenía acá". Se refiere a Ramiro Vanoy, un antiguo servidor de Pablo Escobar que terminó enfrentado al capo y se convirtió en el jefe del antiguo Bloque Mineros de las Autodefensas. Lo creó justamente en ese pueblo, en la finca Rancherías, donde tenía una pista que le alquilaba a narcos mexicanos que traficaban con la cocaína del Bajo Cauca.
Eran los tiempos de la bonanza. Cuco, el criminal y el benefactor,el que torturaba pero también construía hospitales, tenía un ejército de hombres que habían llegado, muchos de ellos, desde Caparrapí, un municipio de Cundinamarca que sirvió para bautizar a su grupo.
De la bonanza quedan pocos indicios. Unas pocas casas en el barrio Villa del Lago, con jacuzzi y puertas eléctricas, "de esas que no hay ni en Medellín" -dice Montes- y que le pertenecieron a los cabecillas. Muchas están vacías, pues sus dueños huyeron, están en la cárcel o muertos. Eso sí, nadie se atreve a entrar a ellas.
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La iglesia de Tarazá, el pueblo donde los Caparrapos tienen su base principal.
Vanoy se desmovilizó en 2006 y cuatro años después salió extraditado a Estados Unidos. En esa orfandad, sus hombres, convertidos en los Caparrapos, empezaron a delinquir para el Clan, que absorbió los residuos del paramilitarismo en la región y bajo el mando de Otoniel se convirtió en la mayor banda criminal del país. Pero la muerte de varios jefes de la estructura minó la relación entre los Caparrapos y el Clan. Y todo empeoró cuando este último anunció un acercamiento para el desarme-que finalmente fracasó- con el gobierno de Juan Manuel Santos. Los Caparrapos no querían la paz.
Bajo el mando de Emilano Osorio, Caín, el traidor, concretaron la escisión. El capo, por el que ofrecen 500 millones de pesos de recompensa, desafió a Otoniel, su antiguo jefe, por el que ofrecen 3.000 millones. Una estructura de 330 hombres, reforzada por elenos y disidentes, contra un grupo de 1.600 pero concentrados, en su mayoría, en Urabá. La confrontación se volvió una matanza sin cuartel en diciembre de 2017, cuando los Caparrapos lanzaron una granada en una discoteca de Caucasia donde varios miembros del Clan estaban en plena juerga. Quedaron heridas 31 personas y el episodio se convirtió en el florero de Llorente. La disputa aportó buena parte de los casi 400 asesinatos que hubo el año pasado en una región que no tiene más de 300.000 habitantes. En los dos meses de 2019 ya van 52.
José Montes sintió esa guerra. Su hija mayor, de 23 años, era novia de un caparrapo, y su hijo de 22 tenía amigos entre los fieles a Otoniel. Al viejo solo le quedó el recurso de vender sus cuatro marranos, todo su patrimonio, para con esa plata mandarlos a Medellín, donde limpian carros en un semáforo.
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La Fuerza de Tarea Aquiles empezó a operar a comienzos de este año en el Bajo Cauca.
Montes se quedó con los tres hijos menores, dedicado al rebusque y a la espera de recibir nuevos marranos del proyecto de sustitución de cultivos ilícitos al que se vinculó. Pero esa esperanza también la arrastró la guerra. Miguel Pérez, líder de Marcha Patriótica y presidente de la Junta de la vereda La Unión fue quien los reunió a Montes y a otros cocaleros y los convenció de abandonar la mata. Pero en septiembre de 2017 fue asesinado por el Clan.
En otra esquina del parque, dos soldados completan la fotografía de la guerra. Llevan meses en el área dedicados a patrullar, a combatir y hasta a extraer cadáveres del río Cauca. “Los elenos controlan en el monte y los Caparrapos en los cascos urbanos”, cuentan sobre la alianza. Dicen que también los han visto con uniforme y fusil y que sostienen combates con el Ejército, pero que “salen corriendo apenas oyen el helicóptero”. El segundo agrega: “Acá pueden andar entre la gente y uno no sabe. Los mototaxistas les sirven de campaneros”.
El Bajo Cauca es una región estratégica por sus conexiones geográficas. La atraviesan el río Cauca y la carretera troncal nacional 25, que une a Medellín con Montería y el Caribe. Al occidente tiene el nudo del Paramillo, lleno de coca, que conecta con Urabá y Chocó, en dos corredores que conducen tanto al mar Caribe como al Océano Pacífico. En definitiva, un botín para los narcos.
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El río Cauca y la carretera troncal nacional 25 atraviesan el Bajo Cauca y conectan la región con el resto de Antioquia y el Caribe.
El 22 de enero, los seis alcaldes del Bajo Cauca se reunieron en el despacho municipal de Caucasia con Carlos Negret, el defensor del Pueblo, para rendirle cuentas sobre la crisis social de la región. El episodio terminó convertido en una especie de terapia. El anfitrión, Óscar Suárez, comenzó con la catarsis. “El 87 por ciento del pueblo vive en la pobreza absoluta. El 95 por ciento de los homicidios afecta a jóvenes entre 18 y 25 años. La empresa más grande es el mototaxismo. Hay 1.700 hectáreas listas para sembrar pero ni un solo machete. La gente no tiene nada que hacer y la falta de oportunidades alimenta la violencia”. A su lado, los otros alcaldes escuchaban y asentían, como confirmando que sus pueblos padecen las mismas penurias.
A Suárez se le oía el mismo tono cansado con el que Luz Aparicio, en Villa Uribe, una de las tres grandes invasiones de Caucasia, relataba la forma en que se pobló el barrio. Ella llegó allí hace 12 años junto a sus hijos y montó un rancho de madera. En cuestión de meses, con el boom de desplazamientos de la violencia paramilitar, el potrero ya era todo un complejo de casas precarias sobre la ladera de una quebrada que se convirtió en el desagüe de sus desechos. Cuando llueve mucho, la zona baja del barrio se inunda y se pueden ver excrementos y hasta animales muertos flotando por las que suelen ser sus callejuelas. "A muchos amigos los han matado", cuenta el hijo mayor de Luz, un adolescente a punto de ser bachiller que está sentado a su lado. Dice que anduvo con los combos de consumidores de drogas de la invasión hasta que algunos se metieron al microtráfico y aparecieron muertos.
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En Cáceres circulan panfletos que prohíben que sus habitantes anden por las calles luego de las 6 de la tarde.
El Ferry es un barrio de Caucasia, al extremo opuesto del despacho municipal, ubicado sobre la orilla del Cauca. Allí, el 16 de febrero, encalló un muerto. El cuerpo estaba descompuesto pero un tatuaje permitió a los forenses confirmar su identidad. Se trataba de una mujer de Montería reportada como desaparecida. Ese mismo día, también en Caucasia, el río devolvió otro cadáver, el del padre de la muchacha.
Un nuevo hallazgo remontó a los investigadores 40 kilómetros a contracorriente del Cauca hasta la vereda Puerto Bélgica, en Cáceres. Un Chevrolet Spark vinotinto apareció hecho cenizas en una vía terciaria. Pronto, las fotos del carro se regaron por Whatsapp y se extendieron los rumores. Algunos dicen que vieron a un hombre con dos mujeres jóvenes, todos forasteros, deambulando por la zona. Que un grupo armado los atrapó y los torturó frente a un caserío. Que hicieron un juicio público y los asesinaron. Pero nadie se atreve a sostener esa versión ante la ley.
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Los grupos criminales están reclutando niños de hasta 11 años para usarlos como campaneros.
Al atar cabos, las autoridades supieron que los dos cuerpos identificados y la denuncia de desaparición en Montería, formaban parte del mismo caso. Y que la otra mujer aún desaparecida sería una joven amiga de la muerta. Los investigadores armaron una hipótesis. El hombre asesinado se habría enterado de la ubicación de una guaca del Clan del Golfo por medio de un contacto en la cárcel de la capital de Córdoba. Y cuando quiso buscar la fortuna solo encontró a los Caparrapos.
Tras el crimen, en Puerto Bélgica no se siente ni un alma luego del anochecer. Esos actos atroces tienen a Cáceres en proceso de convertirse en un pueblo fantasma. "Nos sentimos desamparados, nos sentimos totalmente solos. Es extremadamente doloroso llegar al aula de clase y preguntar por un alumno ausente y que digan: profe, se tuvo que ir porque a la mamá la amenazaron anoche. O que la mamá llegue al colegio a sacar los papeles del niño y diga: me lo voy a llevar porque hay orden de reclutamiento de menores y yo no quiero que mi hijo haga parte de esto. Se siente una impotencia tremenda porque si intervenimos directamente nos matan. Los muertos en su gran mayoría son estudiantes, muchachos a los que les dimos clase, muchachos del pueblo", cuenta un profesor.
Los ilegales reclutan niños hasta de solo 11 años. Les ofrecen un millón de pesos por unirse a sus tropas y 600 mil por trabajar de campaneros, para que se paren en un esquina y les reporten por chat todo lo que pasa. De hecho, por esas calles vacías se ven sobre todo ancianos y niños pequeños. Cáceres no es lugar para los jóvenes. El defensor del pueblo, Carlos Negret, dice que nunca ha visto un peor escenario en sus recorridos por todo el país.
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La estación de Policía de Tarazá, pueblo que sufre las peores consecuencias de la guerra entre el Clan del Golfo y los Caparrapos.
Si en Cáceres sufren con el desplazamiento, en San José de Uré, municipio cordobés que conecta con el Bajo Cauca, lo hacen por el retorno frustrado.
Allá la vereda San Pedrito está casi vacía desde el amanecer del 18 de enero de 2018, cuando llegaron cinco caparrapos uniformados y armados de fusiles. No soltaron ni media palabra. Arrastraron a Plinio Pulgarín fuera de su casa y lo asesinaron frente a su esposa y sus hijos. Era el presidente de la junta y lideraba la sustitución de cultivos ilícitos. “Su cuerpo permaneció allí tirado mucho tiempo, nadie se atrevía a recogerlo”, cuenta un vecino.
Los mismos asesinos pasaron casa por casa y convocaron una reunión en el salón comunal. La gente temblaba. Les ordenaron abandonar la vereda antes de mediodía. “Para que viéramos que la cosa era en serio nos habían dejado un muerto”, contó un testigo. En la tarde aparecieron más hombres armados, esta vez del Clan del Golfo, según un líder de la zona. Este les preguntó si ellos habían matado a Plinio y ellos lo negaron.
Los dos bandos de asesinos jugaban a perseguirse entre los pobladores. Marco Peña, otro líder, se marchó junto con otros 384 desplazados tras la muerte de Plinio: “Algunos decidieron quedarse. Yo no. A mí las autodefensas me torturaron en 2002. Las víctimas, los que ya conocemos el miedo, preferimos irnos”.
Hoy, él y sus vecinos quieren regresar, pero no pueden. La zona sigue caliente, “Asesinaron a una mujer que retornó por su cuenta”, dice una de las desplazadas. Uré tiene tan pocos recursos que no puede garantizar el regreso. La tarea recae en la gobernación de Córdoba, pero por allí, dicen, no llegan sus funcionarios. El pueblo tiene una institucionalidad tan precaria que ni siquiera había a donde llevar los muertos. En ese municipio que no pasa de 15.000 habitantes hubo un homicidio en 2017. Al año siguiente fueron 16, según la Policía, y 24 según la alcaldía.
Canción: Don Carmelo
Intérprete: Alibanur Prestan
Autor: Ovidio Aguilar
El Gobierno nacional respondió a la crisis del Bajo Cauca con un despliegue militar. La Fuerza de Tarea Aquiles entró a la región el 1 de enero. En lo que va del año las autoridades han capturado a 32 miembros del Clan, 23 caparrapos, 3 elenos y 75 delincuentes comunes. También han incautado 500 kilos de base coca, 290 de marihuana y 44 armas. En algunos municipios sienten que la violencia menguó en los últimos días con la presencia militar.
Pero esa guerra desbordada es apenas una de las plagas de la región. Parado en un islote de tierra que sale de la mitad del Cauca, Alfredo Mesa dice que en ningún verano anterior ese punto del río había quedado al descubierto. A sus 63 años y tras una vida de pescador tuvo que cambiar de oficio y dedicarse a sacar arena y piedra del río, por una mezcla, según su diagnóstico, de la sequía que año a año se ha vuelto más grave y los coletazos de Hidroituango. Ese es otro miedo que genera desplazamiento: algunos viven esperando el día que la represa colapse y el agua se lleve sus pueblos.
El oro, que era el otro gran sustento, cayó en manos criminales, generó más violencia y arrasó los ecosistemas. En los últimos meses se ha reforzado el control del Estado sobre la explotación minera, pero esa salvaguarda de la naturaleza también genera desempleo en una tierra de barequeros. Y ese desempleo alimenta las filas de los grupos criminales, la alternativa fácil. Y para completar, parece que ni la suerte estuviera con ellos. El año pasado, en un hecho inverosímil, el invierno se llevó cuatro puentes en Uré y dejó al pueblo incomunicado. "Cuando no es el agua, es la sequía, cuando no es la sequía, es la violencia. Cuando no es la violencia, es el mismo Estado", dijo el alcalde Suárez en Caucasia.
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Se vende. Un anuncio que se repite en los municipios del Bajo Cauca, que sufren una violencia que recuerda los peores años del paramilitarismo.
En El Bagre y Tarazá, una imagen se repite. Frente a sus iglesias hay estatuas de Simón Bolívar. En ambos pueblos les falta la espada. El Libertador se quedó con el mango en la mano, pero sin la hoja de acero blandida. Como un anuncio de la indefensión institucional, de que allí la gente tiene que enfrentar las peores amenazas por su cuenta.
Cae la noche del 23 de febrero en Cáceres, un pueblo que se está quedando solo. El tiempo se acaba para los 15 condenados a muerte. Los 11 policías que custodian el casco urbano han recibido refuerzos para cuidar a los amenazados. Y estos se preguntan hasta cuándo podrán desafiar su sentencia de muerte.
*Los nombres de la población civil fueron cambiados por su seguridad.