EL DIAGNÓSTICO

Los presos con trastornos mentales son víctimas silenciosas de la pésima atención en salud de las prisiones. Radiografía de un sistema que enferma.

Jorge Iván Guzmán escucha voces. Le dicen que alguien lo quiere matar y hace quince años lo orillaron a cometer un asesinato. A los 19 años los paramilitares, que dominaban Salgar, masacraron a su papá, su mamá y sus seis hermanos. Él fue el único sobreviviente y terminó en el Viejo Caldas como recolector de café.

 

Allí, una mañana, mientras recogía los granos creyó que otro de los jornaleros era un paramilitar que venía a asesinarlo. Cogió su machete y se lo enterró en la cabeza. No huyó. Se sentó y esperó a que llegara la policía.

 

Jorge Iván fue condenado a 41 años de cárcel por homicidio. Se convirtió en uno de los 120.000 presos que en promedio malviven en las 137 prisiones que hay en el país. Como todos los internos, sufrió el hacinamiento, la violencia y la falta de oportunidades. Fue víctima de un sistema de salud precario que tardó 20 años en notar que algo andaba mal en su cabeza: padecía esquizofrenía.

 

Su caso ilustra el fallido modelo de atención en salud que padecían hasta hace un mes los internos, en manos de Caprecom. El problema de base es que esta entidad tenía toda la responsabilidad de atender a la población carcelaria y penitenciaria de Colombia, la tercera más grande de América Latina. La EPS pública no solo estaba endeudada, sino que no daba abasto.

 

Nada puede funcionar de esa manera, sobre todo porque las personas detrás de las rejas necesitan una atención distinta a la de la población general. Los costos también son más altos, pero ese modelo de aseguramiento no lo contemplaba y por eso al final el servicio de salud era pésimo.

 

A finales de 2015 un decreto del gobierno se propuso ponerle punto final a esa situación. Empezó por la falta de recursos y, con el objetivo de garantizar una atención digna, integral y diferenciada a los internos, echó mano del presupuesto general de la Nación.

 

Así creó el Fondo Nacional de Salud para las Personas Privadas de la Libertad y le dio la potestad de contratar directamente a las empresas prestadoras de salud en cada región. Una buena intención, sin embargo, el día a día detrás de las rejas muestra que esos cambios aún están lejos de suceder.

 

Según le dijo a SEMANA José Manuel Díaz, defensor delegado para la política criminal y penitenciaria, “si antes la atención en salud era precaria, hoy en buena parte del país es nula. En los establecimientos carcelarios de Santander, Chocó, Antioquia, Meta y Amazonas ni siquiera hay un médico general ni se traslada a los internos que requieren atención. Y el resto del país tampoco escapa a esta realidad”.

 

Si los recursos existen, ¿por qué la situación de los reclusos ha empeorado en las últimas semanas? La respuesta está en que este Fondo, que administran conjuntamente la Fiduciaria Previsora y Fiduagraria, tiene un plazo de ocho meses para tomar las riendas de los servicios de salud de los internos. El problema es que mientras esto ocurre el Fondo volvió a contratar a Caprecom, una entidad que se está liquidando precisamente por su ineficiencia y corrupción.

 

“¿Por qué otra vez Caprecom? Lo mejor sería que el Fondo contratara a otra EPS, si además es nuevo y tiene la plata”, agrega Díaz. En cambio, le dieron un contrato trimestral por 40.000 millones de pesos a esta entidad, a la que a nadie se le ocurriría acudir por su mala reputación y problemas de infraestructura.

 

“Esta crisis obedece a la ausencia de un plan coordinado de transición hacia el nuevo modelo y era perfectamente previsible”, concluye Díaz. Así, la salud de los presos volvió a quedar en un limbo. Y si los centros de reclusión ni siquiera pueden garantizar unas condiciones mínimas de vida a los internos, mucho menos la atención especializada a quienes padecen un trastorno mental.

 

EL SISTEMA BAJO LA LUPA

Un repaso a algunas cifras y datos de las cárceles y penitenciarias del país revela no solo cómo funcionan por dentro, sino también por qué el sistema es incapaz de atender y promover la salud física y mental de los internos.

Según el Inpec, 2.340 internos padecen alguna patología mental, lo que representa el 1,9% de la población privada de la libertad. Esa cifra parece pequeña pero, como la atención en salud es tan precaria, muchos internos aún no han sido diagnosticados. Bien porque su trastorno ya existía afuera pero nadie lo había notado, o porque la prisión, con sus muros, carencias y arbitrariedades, lo desencadenó.

 

Pero identificar si los internos sufren de depresión, ansiedad, estrés postraumático o adicciones, por mencionar algunos de los trastornos más frecuentes, es solo el primer paso. En los centros de reclusión del país no tendría por qué haber un solo enfermo mental. Según el Código Penitenciario y Carcelario, esta población debería recibir tratamiento en establecimientos de carácter asistencial y terapéutico situados fuera de las cárceles.

 

Aún así, con un hacinamiento que bordea el 50%, las prisiones siguen recibiendo personas que padecen trastornos mentales. Para albergarlas, el Inpec cuenta con dos unidades de salud mental que suman 78 cupos para todo el país: 30 en la cárcel La Modelo de Bogotá, y 48 en la de Villahermosa, Cali.

 

Allí se encuentran los reclusos a la espera de que un juez los declare inimputables y los envíe a un hospital psiquiátrico, pues ante los ojos de la ley al momento de cometer el delito no eran conscientes de sus actos.

 

También están los presos que ya han sido condenados y, pese a padecer un trastorno mental, no fueron eximidos penalmente, ya sea porque no pudieron probar su enfermedad, o porque su condición solo empezó a manifestarse tras los muros. Además, reciben de forma temporal a los presos de los patios comunes cuando presentan una crisis o un episodio psicótico.

 

Esas plazas, además de insuficientes, están destinadas únicamente a los hombres. Pese a que las mujeres tras las rejas tienen más probabilidades de padecer un trastorno mental, sus establecimientos no cuentan con una unidad de atención especializada y muchas terminan aisladas en celdas de castigo.

El rápido crecimiento de las grandes metrópolis plantea importantes problemas tanto a nivel de urbanismo como de transporte.

El problema no termina ahí: las unidades de salud mental no deberían existir.  Hace más de 20 años se ordenó cerrar estos espacios antes llamados anexos o pabellones psiquiátricos.

 

Pero el Estado, en lugar de crear nuevos establecimientos fuera de las prisiones como ordena la reforma, está invirtiendo en remodelar las dos unidades que quedan. La de Cali quedó lista en marzo del año pasado. Y la de Bogotá está a punto de ser entregada. Mientras no haya una alternativa a mediano plazo, estas dos unidades seguirán funcionando. Lo peligroso es que se están convirtiendo en un mal necesario.

 

Algo debe andar mal cada vez que una persona con esquizofrenia termina ante un juez. La sociedad colombiana ha entendido que la salud mental es un tema fundamental e inaplazable, no en vano se aprobó la Ley Esperanza en 2013 y ahora se está ajustando la Política Nacional en esa materia.

 

Falta, sin embargo, dimensionar los costos sociales, políticos y económicos de relegar el bienestar psicológico de los ciudadanos y de creer que la cárcel es la única respuesta para los delitos.

 

“En lugar de seguir construyendo prisiones sería mucho más útil gastar ese dinero en tratamientos apropiados para evitar que los pacientes ingresen al sistema penitenciario”, explica el juez Steven Leifman, presidente del equipo encargado de legislar sobre cárceles y salud mental en la Corte Suprema de la Florida en Estados Unidos, el país con más presos en el mundo.

 

La clave siempre estará en prevenir. Y eso tan aparentemente sencillo aplica en todos los sentidos, pues un diagnóstico temprano evita el círculo vicioso de la prisión.