Mina rica, pueblo pobre
En tres décadas de explotación de la mina de níquel Cerro Matoso se han hecho ventas por 11.000 millones de dólares. Con tan fabulosa fortuna, ¿por qué los pueblos que la rodean siguen en la miseria y sus habitantes se quejan de extrañas enfermedades?
Es una paradoja. La Unión Matoso, el pueblo más miserable de Colombia, está a los pies de Cerro Matoso, la mina de níquel a cielo abierto más grande del continente y la cuarta en el mundo. Es decir, ese humilde caserío no tiene pavimentadas sus escasas seis calles a pesar de que está al lado de una mina que ha ganado lo suficiente para construir cuatro veces la primera línea del metro de Bogotá.
Desde este pueblo cordobés se observan las volquetas que arrojan sin pausa en la ladera toneladas de escoria, un polvo que sobra del proceso de purificación del ferroníquel. Ese sobrante lo derraman en lo que hace tres décadas era una montaña verde, en la que Luis Simón Márquez Flórez, de 51 años de edad, cazaba animales silvestres, cultivaba y se bañaba en diáfanas aguas. “¿Quién iba a imaginarse que había más riqueza en las entrañas de la montaña?”, dice.
En 1963, él vio los inicios de la exploración y 19 años después empezó a observar la explotación de la mina que en este tiempo ha pasado por diversos dueños. Hoy es propiedad de BHP Billiton, la compañía minera más grande del planeta. En este tiempo, según datos suministrados por la empresa, Cerro Matoso ha exportado 910.000 toneladas de níquel, que en ingresos brutos equivalen a 20,9 billones de pesos (11.000 millones de dólares).
A Márquez Flórez no le caben en la cabeza estas fabulosas cifras y desconoce que la planta produce 50.000 toneladas anuales de ferroníquel, aleación de hierro y níquel que se exporta a las principales metrópolis del mundo. Lo que sí sabe es trabajar la caña flecha, cultivo silvestre y materia prima para hacer el sombrero vueltiao, el más típico de las sabanas de Córdoba, símbolo de nuestra artesanía y el que llevaban en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos los deportistas colombianos. A eso se dedican los 520 habitantes de La Unión Matoso. “Nuestro trabajo es doloroso por causa de la escoria que arrojan de la mina”, dicen. Según sus testimonios, el viento lleva el polvillo rojizo hasta ellos. Penetra en sus pulmones, en sus ojos, en su piel. Se posa sobre sus techos de palma y con la lluvia escurre a las canaletas y a los tanques de agua de consumo. La compañía, por su parte, niega que emita escoria y destaca que “en sus 30 años de operaciones, Cerro Matoso no ha recibido nunca una sanción por incumplimiento de la legislación ambiental colombiana”.
Los pobladores dicen que aguantan el dolor con estoicismo porque aquí no hay un puesto de salud, ni alcantarillado, ni siquiera agua pura para lavar las heridas. Carecen de cualquier servicio público. “La mayoría de mis 120 alumnos viven a diario con rasquiñas y gripas interminables”, dice Eleidis Romero, la profesora de la escuela San Luis. No son los únicos. Síntomas similares padecen los menores de los cabildos de Guacarí, La Libertad, Bocas de Uré, Torno Rojo, El Tambo, Buenos Aires y Miraflor, todos vecinos de la mina. Un estudio de la Universidad de Antioquia que ha hecho exámenes médicos, dirigido al director de relaciones laborales de la empresa, dice: “Es importante observar que las mediciones ambientales realizadas presentan un nivel superior al permisible”.
Márquez Flórez se muestra cansado. Aunque solo tiene 51 años, cree que ya no puede más. No así los niños semidesnudos, con evidentes signos de desnutrición y quienes caminan por las seis vías sin pavimentar. En lugar de asfalto están cubiertas de saprolita, un material también de desecho de la mina con alta cantidad de níquel, duro y filudo. Es extraño el niño que no se vea cortado por andar por las calles. A pesar de esto, sonríen. Nunca han visto otra realidad. Parecen vivir en la Edad Media aunque al frente tienen una industria con alta tecnología y unas instalaciones que consumen en energía eléctrica el equivalente a lo de toda Barranquilla.
La Unión Matoso y la mina de Cerro Matoso están a 90 minutos de Montelíbano, el municipio que durante tres décadas recibió las regalías de la mina. Los une una carretera que atraviesa paisajes de espléndidas sabanas, salpicadas por suaves colinas en donde a la sombra de los árboles pasta manso el ganado. Abundan las variedades, entre ellas se divisan cebús y búfalos bien alimentados. Sin embargo, en el casco urbano de este municipio de 85.000 habitantes se acaba el paisaje de postal: entre la maleza y los olores fétidos se ven inconclusas la plaza de mercado y el matadero municipal. El alumbrado público es deficiente, no hay alcantarillado y el agua no es potable. La versión que pasa de boca en boca es que la plata de la mina se extravió en la maraña de corrupción local y regional. La compañía muestra sus libros contables en los que aparece que Cerro Matoso ha girado durante los 30 años de operaciones, al Estado colombiano 1,5 billones de pesos por concepto de regalías.
¿Cómo se esfumó tan astronómica cifra? ¿Qué político responde? Nadie. Un caso que simboliza esta respuesta es el del liberal Moisés Náder Restrepo quien fue elegido en cinco ocasiones alcalde de Montelíbano. En estos periodos acumuló 64 investigaciones de la Procuraduría General por derroche de las regalías pero está libre. “Más vale malo conocido que bueno por conocer”, explica un estudioso de la política local de por qué lo reeligieron. “La gente sabe que él ha sido perverso pero los demás han sido peores”. El municipio ha sufrido el azote del narcotráfico y del paramilitarismo. Durante años los paramilitares tuvieron aquí su santuario desde donde se desplazaban a ejecutar sus masacres y hoy el fantasma de las bacrim gravita en toda la región.
Enfermos por el trabajo
Aunque la plaza de mercado y el matadero parecen reliquias detenidas en el tiempo, algunos pobladores tienen preocupaciones más urgentes. A Julio Enrique Acosta Arcia, de 53 años, según consta en su registro médico, le encontraron diez elementos tóxicos en su cuerpo tras haber trabajado en la mina durante 23 años. Le han hecho 14 cirugías, le descubrieron un cáncer y hoy está en una silla de ruedas. Cree que la empresa ha mejorado en seguridad industrial, pero a él, que fue uno de los pioneros, le tocó una época en que esta era “bastante rudimentaria”.
Acosta Arcia lidera a 80 exempleados que, de acuerdo con la acción de grupo que hoy hace trámite en un juzgado de Montería, fueron retirados de la empresa por enfermedades respiratorias, problemas motrices, erupciones cutáneas y accidentes de trabajo. Federman de la Ossa, de 64 años, ingresó en 1971 y se retiró en el año 2000 con diagnóstico de enfermedad pulmonar. Vive en El Varal, Pueblo Nuevo, y permanece en una hamaca, junto a los siete medicamentos que debe consumir las 24 horas para evitar una crisis respiratoria. La mayoría son corticoides, su enfermedad es incurable.
SEMANA hizo un recorrido por la zona y encontró otros casos dramáticos. En Pica Pica, a 40 minutos de Planeta Rica, vive Alfaro Osorio, de 55 años, a quien le diagnosticaron enfermedad pulmonar crónica, tose todo el tiempo; es una tos seca producida por una opresión torácica. En Montería vive Emilio Soto, ingresó a Cerro Matoso en 1980 y se retiró en 2007 cuando le diagnosticaron una dermatitis de contacto crónica. Su cuerpo era una llaga purulenta que producía repugnancia en sus compañeros de trabajo, quienes se lavaban las manos después de saludarlo, decían que estaba podrido, creían que tenía sida. Hoy, cinco años después, aunque le secaron las llagas, su piel seca parecen escamas.
Según sus testimonios, estas enfermedades fueron adquiridas por la inhalación de gases o por estar expuestos a la manipulación de reactivos, al trabajo en los hornos en la refinería y por el contacto con el material particulado que emite la planta en los distintos procesos de producción metalúrgica del ferroníquel. La empresa tiene una versión muy distinta. “En los 30 años de operación, 39 personas han presentado enfermedades calificadas como profesionales. De estas, 29 casos corresponden a algún grado de pérdida auditiva”.
¡Peligro! ¡Peligro!
El níquel, dice la hoja de advertencia que va adherida a los costales de exportación, “es un material peligroso, puede producir cáncer, reacciones alérgicas cutáneas, es dañino para los pulmones tras exposición repetida o duradera; no inhalar polvo ni humo”. Lo advierte Cerro Matoso a sus clientes. Sin embargo, los mineros viejos dicen: “Nunca nos advirtieron esto”.
En la década de los 80 no había una preocupación por el tema de salud ocupacional, a pesar de que la International Agency for Research on Cancer (IARC, por su sigla en inglés), clasifica al níquel y sus compuestos en el grupo A1 de agentes carcinógenos. El Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos ha determinado que es razonable predecir que el níquel metalúrgico y sus compuestos son cancerígenos. La Agencia de Protección del Medio Ambiente de Estados Unidos ha determinado que el polvo del níquel de refinerías y el sulfuro de níquel son cancerígenos en seres humanos.
Además de denunciar las enfermedades, ellos aseguran que el impacto ambiental en la región ha sido “muy duro”. La situación es evaluada por los organismos de control respectivos. Por estos días, la corporación ambiental de los ríos Sinú y San Jorge, la CVS, el Ministerio de Medio Ambiente toman muestras para verificar si la empresa está contaminando el medio ambiente. “Estamos averiguando”, le confirmó un equipo de la CVS a SEMANA en la zona.
“Pueden tardarse años”, pronostica Acosta Arcia. “Cada rato los llamamos pero dicen que van investigar y nada”. Lo cierto es que en materia de bienestar todo en Montelíbano es lento. No así las consecuencias. El martes 24 de julio murió de cáncer Hildebrando Turizo, tenía 60 años, se lo habían diagnosticado hace diez años, fue operador de refinería y de la planta de recuperación. Cuando los periodistas de SEMANA lo visitaron en la clínica IMAT de Montería el pasado 13 de julio, dijo que a él nunca le dijeron que “el níquel podía producir cáncer. El agua de consumo en la planta –dijo– contenía minerales como hierro, cobalto, níquel, saprolita verde y café y azufre. El agua –agrega– la extraían de los yacimientos del cerro”.
A la mayoría de los exempleados el trato que han recibido de los directivos de Cerro Matoso los ha desconcertado. Los extrabajadores consultados por SEMANA coinciden en afirmar que los médicos que les hacen los exámenes siempre hablan bajito y las clínicas y laboratorios donde se practican los exámenes nunca les entregan los resultados a ellos, los envían a salud ocupacional de la empresa con la excusa que son “exámenes privados”.
Pero si la empresa, como consideran los exempleados, ha sido indolente ante las enfermedades, la aseguradora del régimen de pensiones, a pesar de todas las evidencias, no ha aceptado que las enfermedades han sido contraídas en las labores que desempeñan. Por eso quedan sin trabajo y sin pensión. “Nosotros ignorábamos lo nocivos y venenosos que eran los materiales a los que estábamos expuestos. Yo entré caminando a Matoso y salí inválido”, dice Acosta.
Dayro Romero, concejal de San José de Uré, habitante de La Unión Matoso, dice que hace poco hablaron con el presidente de la empresa, Ricardo Escobar, el primer colombiano en 30 años en dirigirla, y le dijeron que tenían que responder por el alto grado de contaminación por la escoria que está cayendo en Unión Matoso y también reclamaron a la empresa haber secado la quebrada Zaíno Macho, la que bloquearon con un dique impidiendo su circulación. Escobar, según ellos, tomó nota de la situación y prometió averiguar si había irregularidades.
En este mes de septiembre se vence el plazo de la concesión a la compañía que explota Cerro Matoso. BHP Billinton aspira a renovar el contrato por 30 años. El presidente Juan Manuel Santos, quien se propone impulsar la economía con lo que llama la locomotora de la minería, tiene que tomar la decisión. Santos ha dicho en varios ocasiones que debe “haber absoluta igualdad entre lo que se extrae y lo que se reinvierte en la gente”. Además, ha precisado que cualquier explotación debe hacerse con sostenibilidad y respeto hacia el medio ambiente. El ministro de Minas, Mauricio Cárdenas, valida esta premisa: “No vamos a permitir explotación que no beneficie a las comunidades de los municipios en donde están las minas”. Gabriel Alberto Calle Demoya, el actual alcalde de Montelíbano, espera que en Cerromatoso no se siga ratificando ese presagio que dice: “Pueblo de mina, pueblo de ruina”.