Informe Especial
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Los pilares olvidados de la tierra
Durante medio siglo Colombia no ha sido capaz de hacer una reforma agraria ni de darle una verdadera vocación productiva al campo. La consecuencia ha sido una violencia que no da tregua, una desigualdad creciente y una pobreza generalizada. Hoy el futuro económico del país depende de que supere esta crisis, pero se requiere un consenso nacional para lograrlo. ¿Será capaz este gobierno de pagar esta deuda histórica con los campesinos? Informe especial de SEMANA y el Instituto de Ciencia Política.
La tarea más urgente que tiene el gobierno del presidente Juan Manuel Santos es transformar el campo de una vez por todas con proyectos de largo plazo. La Colombia rural es el 75 por ciento del territorio, allí vive la tercera parte de la población, y es el escenario de los conflictos que desangran al país: la guerra entre Estado y guerrilla, los cultivos ilícitos que crecieron a la sombra de una colonización anárquica, la nueva fiebre minera con los riesgos ecológicos y sociales que conlleva, y, ahora, las tensiones alrededor de la restitución de tierras.
En el corazón del problema rural está la tierra. Colombia tiene uno de los índices más altos de concentración de la propiedad y según diversos estudios esta circunstancia se relaciona directamente con la escandalosa pobreza en que viven los habitantes del campo. Según las nuevas mediciones, la mitad de esta población está en la pobreza absoluta y el 20 por ciento en la indigencia. La concentración también se relaciona directamente con el conflicto armado, como lo demuestran las cifras de departamentos como Antioquia, Córdoba y Caquetá. Esta concentración de la tierra se agrava con la improductividad. Hoy 20 millones de hectáreas que podrían tener uso agrícola o forestal están siendo subexplotadas en ganadería. La tierra se ha convertido en un factor de especulación de precios y de rentas que ya no es viable en un mundo globalizado que demanda como nunca la producción de alimentos. Si a eso se suma que actualmente hay más tierra dedicada a la minería que a producir comida, el escenario es de alto riesgo incluso para la seguridad alimentaria del país.
La falta de políticas coherentes tiene entrampado al sector rural. Ante la pobreza y la falta de infraestructura, el Estado ha equivocado por años su estrategia: en lugar de haber invertido en bienes públicos como carreteras (solo el 9 por ciento de la red vial está pavimentada); distritos de riego (no se construye ninguno hace 30 años); instituciones de asistencia e investigación (no existen o son débiles); infraestructura social (vivienda, salud, y educación); o un sistema de información que le sirva a los productores para competir mejor, se han institucionalizado los subsidios directos. Miles de millones se han invertido en negocios privados como forma de compensación frente al mercado mundial, pero estos no han significado mayor productividad ni la modernización agraria. Por el contrario, se han incentivado las rentas, lo que estimula la desigualdad a gran escala y, por ende, la pobreza se ha hecho endémica. Ese es el círculo vicioso que hay que romper si se quiere realmente que arranque la locomotora del agro.
¿Se pueden acabar los subsidios en un contexto de competencia internacional? Los expertos coinciden en que con los precios actuales sí es posible, pero hay dos requisitos: un sistema de información que le permita a los empresarios y campesinos colombianos prever los comportamientos del mercado y orientar la producción a las áreas donde el país puede realmente ser competitivo. Eso no puede lograrse sino a través de instituciones públicas fuertes.
Uno de los pecados capitales que se ha cometido con el sector rural es haber destruido la institucionalidad que le daba soporte. El ministro Juan Camilo Restrepo lo definió de manera gráfica: es como si les hubieran puesto una bomba. Tal como lo señala el Informe de Desarrollo Humano presentado por el PNUD el año pasado, hoy en el sector rural se necesita más Estado para que haya más mercado. Las instituciones tendrán que jugar un papel crucial en la regulación y en la búsqueda de equilibrios en un nuevo modelo donde las oportunidades sean más equitativas. Sin duda, es necesario promover la agroindustria para atraer a grandes inversores, incluso extranjeros, bajo unas reglas claras y en territorios adecuados para ello; pero el Estado debe también pagar la deuda histórica que tiene con los campesinos pobres del país, que producen el 70 por ciento de los alimentos de los colombianos, y que han sido los más afectados por los conflictos rurales.
Por lo menos dos gobiernos intentaron en el siglo XX hacer una reforma agraria. Alfonso López Pumarejo, con la Ley 200 de 1936, y Carlos Lleras, que en los años sesenta se empeñó en una redistribución de la tierra, frustrada con el Pacto de Chicoral, donde partidos y terratenientes frenaron las expropiaciones al latifundio. En la práctica, lo que lograron estas reformas fue la titulación de baldíos y darle vía libre a una colonización desordenada que tuvo consecuencias nefastas: extendió la frontera agrícola más allá de lo deseable y creó un escenario propicio para la informalidad en los títulos de propiedad. Otra tarea urgente del Estado, que ya comenzó con la aplicación de la Ley de Víctimas, es el esclarecimiento de los títulos como prerrequisito para que haya un verdadero postconflicto en las regiones. La claridad en la propiedad es la base para que haya mercado de tierras y, por consiguiente, programas de desarrollo.
En Colombia el solo hecho de hablar de una gran reforma en el campo genera todo tipo de polarización y suspicacias, porque cuestiona el statu quo de élites políticas y económicas. Pero la tarea urgente no es más que llevar el capitalismo a un mundo donde todavía hay rezagos feudales; activar el mercado para insertarse en el mundo, y cerrar la brecha social, es decir, construir una clase media rural. Una ciudadanía que también transforme la vida política de esa otra Colombia donde las instituciones siguen capturadas por mafias.
En ese contexto, el proyecto de Ley de Desarrollo Rural que el gobierno de Juan Manuel Santos presentará este semestre al Congreso es acertado en muchos aspectos: por primera vez se piensa el desarrollo desde la particularidad de cada territorio y se tiene en cuenta que en el campo existen ya negocios ambientales, turísticos, de infraestructura, energéticos y no solo agropecuarios. Contempla realidades tan diversas como las grandes inversiones en la Altillanura hasta las Zonas de Reserva Campesina. Le pone dientes a la figura de la expropiación de tierras improductivas y crea espacios muy plurales y representativos donde participen quienes viven y trabajan en el sector rural. En últimas, activa el diálogo social alrededor del desarrollo. Tiene herramientas concretas para que crezca la productividad y se toma en serio las soluciones para la pobreza rural. Pero no está claro aún si logra levantar una arquitectura institucional tan fuerte como la que se necesita, ni cómo se resolverá el problema de la concentración de la tierra y del acceso para quienes no la tienen.
Este, sin duda, será el debate más importante que tendrá que dar el país en los próximos meses y donde está en juego gran parte de su futuro. Se trata de un diálogo nacional y no solo de una gestión ante el Congreso. Si Santos quiere realmente blindar esta iniciativa de los grupos de interés, que son muchos, tendrá que construir un gran consenso político para que no se repita la historia del Pacto de Chicoral, ni la de la ley del 36.
Es evidente que un siglo de reformas frustradas han legado una catástrofe en el campo. Ahora, con una ley para el sector rural, que se complementa con la de Restitución de Tierras, no está en juego solo gran parte de la economía del país, sino las posibilidades reales de construir la paz y la justicia social allí donde por años solo ha habido guerra y violencia. La tarea es llevar el Estado al campo y que la prometida prosperidad sea una realidad también para quienes viven, trabajan y sufren allí. De eso se trata este informe que tiene tanto de desolación como de esperanza.