Informe Especial

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Estanislao López vive en una vereda de Cereté y sostiene a su familia con lo que produce en una hectárea de tierra de la que no tiene título. Su clamor es que arreglen la carretera para sacar las frutas que produce.

El reino de la incertidumbre

En Córdoba la tierra se ha concentrado cada vez más en manos de pocos propietarios, la agricultura ha decrecido, los campesinos están en la indigencia y muchos terratenientes se niegan a pagar impuestos. Esta es una historia emblemática de lo que pasa en muchas zonas rurales de Colombia.

Estanislao López

La pobreza estructural en el campo

Dique Altos

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Victorino Hernández

La ganadería no genera equidad

Caso Elias Milane

Cómo el estado ha perdido las tierras

"Me arruiné, Rafa. Me arruiné”. Con estas palabras César Otero, de 56 años, le resumió al alcalde de Cereté lo que estaba pasando en su finca a finales de 2010. El río Sinú se salió 12 kilómetros e inundó todos los sembrados de algodón en Chuchurubí, un caserío al lado de Cereté. El agua desafiante había llegado a las pesebreras, al lugar donde guardaba el tractor e, incluso, ya había tocado el patio de la casa, una bella y sencilla construcción de paredes blancas, techo de paja y amplios corredores donde se toma jugo de guayaba agria en las tardes. “En Córdoba había 52.000 hectáreas de algodón y ahora, con dificultad, llegamos a 15.000”, dice a modo de queja y asegura que por esta razón muchos agricultores se han pasado a la ganadería.

 

En los años setenta el boom del ‘oro blanco’ era considerado por muchos como la llegada del verdadero capitalismo a ese mundo de terratenientes y gamonales que reinaba en Córdoba. El algodón requería una impresionante mano de obra y se suponía que iba a jalonar la llegada de empresas procesadoras a la región.

 

A finales de esa década todo se vino a pique. Todavía no hay acuerdo sobre qué fue primero, si la caída del precio internacional, la llegada de una plaga, un invierno inclemente o las políticas del gobierno. El caso es que muchos se quebraron. Fue así como las grandes extensiones de tierra dedicadas al monocultivo terminaron dedicadas a un negocio más seguro: la ganadería.

 

Cereté es el municipio más agrícola de Córdoba. La tierra de las partes aledañas al río es fértil y generosa. El algodón se siembra intercalado con el maíz en ciclos de seis meses y sin estos cultivos la profunda pobreza de los campesinos de esta región sería peor. Cada hectárea de algodón genera 30 jornales directos y 60 indirectos, mientras que la ganadería genera un empleo por cada 100 hectáreas. El algodón deja ganancias y en ocasiones, cuando sube el precio, son muchas. Pero no así el maíz, del que se quejan, pues deja pérdidas del 25 por ciento debido a las importaciones del grano. “Hicimos el cálculo: necesitamos vender la tonelada en 665.000 pesos y aquí apenas la están pagando en 480.000”, dice el agrónomo Hugo García. Agrega con profunda amargura: “Hemos hablado con el ministro, contándole nuestra situación, y al rato van los asesores y dicen que todo es embuste”.

“La tecnología en otros países cuesta 100 dólares por hectárea, aquí nos cuesta 160. Así no podemos ser competitivos”, dice García. También saca su memorial de agravios con dos banderas: las carreteras que son un desastre y la falta de distritos de riego. No obstante, muchas personas en esta región recibieron subsidios del programa Agro Ingreso Seguro (AIS), pero estos solo resuelven problemas individuales. Todos dicen al unísono que lo que necesita el Sinú es un gran drenaje.

 

El algodón, en cambio, es buen negocio porque es el único producto que tiene un precio de sustentación otorgado por el gobierno hasta 2015. Al lado de Otero, otros dos algodoneros se quejan de las pérdidas recientes “debido a las semillas de Monsanto, que no sirvieron”, dicen. Y es que ni la genética de vanguardia ha podido con el invierno. “A todo el sector agrícola, y en especial al algodonero, le ha dado muy duro esta ola invernal”, dice Lucas Restrepo, gerente de Corpoica. Aun así los propios afectados reconocen que en otros años han tenido ganancias extraordinarias. Aunque Córdoba ha disminuido el tamaño de los predios, la tierra se ha concentrado cada vez en menos manos.

 

Del algodón vive mucha gente, o mal vive. Son las nueve de la mañana y una cuadrilla de campesinos empuja con bastones de madera las semillas azules en los surcos recién arados. El sol azota a los trabajadores, que se han protegido con sombreros de caña flecha y sudan a mares. La labor está a punto de terminar. Los jornaleros llegan a las seis de la mañana y terminan antes de las diez. En esta finca ganan apenas 8.000 pesos, en otras pueden llegar a 10.000.

 

Don Luis Carlos Jiménez es un viejo de 67 años y toda su vida ha trabajado como jornalero en la finca de los Otero. Es analfabeta y jamás ha tenido ni un centímetro de tierra. Ni la tuvo su padre, que también fue jornalero, ni la tendrán sus hijos, también trabajadores agrarios.

 

En las épocas de la reforma agraria de Carlos Lleras, él no se dio por enterado de que podía acceder a tierra. No hacía parte de las organizaciones reivindicativas y no tuvo la información para aspirar a un baldío, que fue en realidad lo que se tituló en aquellos años.

 

Don Luis Carlos vive con su esposa y su hijo, que sufre insuficiencia renal y tiene que hacerse diálisis tres veces por semana. ¿Almuerza todos los días? “Un día sí y un día no”, dice. En los días que no comen, toman jugo de panela. Pero lo que sí recuerda es que con la inundación que casi arruina a don César Otero el hambre fue pavorosa.  Los salvaron dos mercados que recibieron del gobierno. Y no es que tenga pereza de trabajar después de las diez de la mañana, lo que pasa es que esa es una costumbre que les quedó a los campesinos del Sinú de las épocas en las que el río era parte de la vida, y no de la penuria.

 

El río moldeó la cultura de toda la gente que vive en el bajo Sinú. La gente jornaleaba en la mañana y solía ir al río a pescar en la tarde, en las épocas en que este se inundaba. El 8 de diciembre empezaba la subienda y, cuando venía el verano, las tierras fertilizadas se sembraban de comida. Todo aquello que hoy la gente ilustrada llama seguridad alimentaria. La represa de Urrá cambió todo. El ciclo de inundaciones y sequías se trastornó completamente, por eso escasean el pescado y los cultivos transitorios.

 

“Yo siempre vi pobreza en Córdoba, pero ahora veo hambre”, dice con nostalgia Victorino Hernández, un ganadero de la región, que algún día fue alcalde de San Pelayo y secretario de Agricultura de Córdoba y  para quien lo que le hace falta al país es una reforma agraria integral.

 

Campesinos productivos

En Lorica un grupo de campesinos, agremiado en Asprocig, es el mejor ejemplo de los conflictos que ha desatado la concentración y el uso de la tierra en la Ciénaga Grande del río Sinú. Ellos han sido testigos no solo de cómo les quitaron la subsistencia del río, sino de cómo un puñado de grandes terratenientes se han dedicado sistemáticamente a secar los humedales de Córdoba, especialmente en el bajo Sinú. Nunca han sido propietarios, pero trabajaban las tierras aledañas al río.

 

“Antes, cuando cantaba el currao, sabíamos que venían las inundaciones. Era una bendición: entraba el bocachico, el sábalo, la dorada… Luego se sembraba el buchón, para mantener la humedad, y la yuca, el ñame, la berenjena, el maíz… Pero el año pasado duramos seis meses inundados… una catástrofe”, se lamenta una de las líderes. Todo cambió hace más de 15 años. “Nos convirtieron en mendigos”, dicen.

 

Ellos se sienten despojados, pero no por grupos paramilitares, sino por los terratenientes. “Han secado la margen izquierda del río”, dicen. Efectivamente, de 52.000 hectáreas de humedales, Córdoba pasó a tener 22.000. “El caso más dramático es el de Cereté, que tenía diez lagunas y ahora solo le queda una”, dice el académico de la Universidad del Sinú Víctor Negrete. De hecho, Luis Jorge Garay, que dirige la Comisión de Seguimiento a las Políticas sobre Desplazamiento, ha tasado en cerca de 3 millones de hectáreas lo que podrían haberle despojado al Estado, tanto los actores ilegales “como los legales”, recalca Garay. Muchas de esas tierras engordaron las propiedades de ricos ganaderos o finqueros con cultivos extensos.

 

Al interrogar al director del Incoder, Juan Manuel Ospina, sobre este robo, se ríe con un gesto que más bien delata amargura. “Por Dios, si en 1983 cuando yo fui viceministro de Agricultura ordenamos ponerle linderos y protección a esas lagunas”. Nadie lo hizo y se las robaron. Ahora mismo se las siguen robando, a juzgar por lo que cuentan los campesinos de Lorica que han puesto tutelas, demandas y acciones de cumplimiento contra un “nuevo dueño” de tierras en este municipio que, según ellos, está secando los humedales. “No hay autoridad que se meta con él”, dicen.

 

Asprocig busca que le titulen tierras de manera colectiva. “Tenemos 573 agrosistemas en 300 hectáreas con un promedio de 2,5 hectáreas por familia”. Primero, para seguridad alimentaria y, luego, para el mercado.

 

Uno de sus proyectos emblemáticos se llama Diques Altos y en él trabajan actualmente 35 familias en diez hectáreas con cuatro lagos. La tierra es del municipio y el proyecto cuenta con el apoyo de la cooperación internacional y del Fondo Nacional de Regalías, justamente como parte del amortiguamiento social por la represa de Urrá. Cultivan bocachico y cachama, de los que en algunos meses sacan hasta diez toneladas. También cultivan 70 productos diferentes, desde frutas, yuca y ñame hasta flores exóticas. Aunque nadie tiene más de dos hectáreas, pueden vivir de ello sin problema y tienen excedentes promedios de 2 millones de pesos al año para cada familia.

 

Pero las experiencias asociativas son escasas y difíciles de sostener en el tiempo, y enfrentarse solo a todos los obstáculos es muy difícil. Este es el caso de don Estanislao López, que se las arregla como puede en la vereda Tres Marías de Cereté.

 

Su casa es un rancho de patio amplio rigurosamente barrido y limpio, rodeado de árboles frutales y ornamentales, con una enorme cocina de leña al lado de la cual se bambolean dos chinchorros. Don Estanislao deja machete y hacha a un lado y se deja caer en una de las hamacas. De inmediato, un enjambre de nietos, barrigones y semidesnudos, lo rodean. El viejo es locuaz y contundente en sus opiniones.

 

Asegura que su abuelo fue dueño de todas las tierras que se puedan ver alrededor, pero que las repartió entre sus hijos y estos, a su vez, entre los suyos. El papá de don Estanislao tenía diez hectáreas e igual número de hijos, pero nunca las tituló, entonces, según sus propias palabras, heredaron un problema. Con esa hectárea, más una que aportó su esposa, saca la comida. Lo poco que vende, que es la yuca y algunas frutas, depende del precio que le pongan los compradores.

 

“Finagro no nos presta por la falta de título y de fiador”, dice. Aun así considera un error vender: “me ofrecen 8 millones y yo le garantizo que, aunque la vendiera en 15, nunca más podría adquirir otra tierra”. Según sus cálculos, una hectárea de tierra en Cereté, bien trabajada, da 4 millones de pesos al año.

 

Cuando habla de asistencia técnica, una mueca de risa deja que salgan dos dientes bailarines que le quedan en la boca. Hubo una época en la que la Umata los visitaba, pero esos son tiempos remotos. Como todos en su vereda, tiene carné del régimen subsidiado en salud. Y aunque reconoce que el centro de salud siempre está abierto y el médico llega con frecuencia, el problema es que hay que ir por las medicinas hasta Cereté. Y como el transporte es tan caro por estas tierras, pues hasta allí llega la salud.

 

Con razón, lo que más indigna a Estanislao es el estado deplorable de la vía, que a la menor brisa se convierte en una piscina de lodo. Y de antemano anuncia que no volverá a votar por ningún político nunca más.

 

Evasores

Cuando Rafael Chica llegó a la Alcaldía de Cereté, en 2007, cuenta que solo se recaudaban 450 millones de pesos de predial. Con un presupuesto anual de 20.000 millones –tres cuartas partes provenían de transferencias de la nación– y una deuda por el doble (42.000 millones), sencillamente se vio obligado a acogerse a la Ley de Quiebras. Para que la nación le ayudara, tuvo que actualizar el catastro y eso, de inmediato, duplicó el recaudo del predial. Pero lo que queda por cobrar está cerca de los 1.800 millones.

 

Aun así el catastro sigue siendo una herramienta precaria. “Tuvimos a gente que embargamos y que demostraron que ya habían vendido, pero no habían formalizado el negocio”. Lo malo es que no hay suficiente información sobre los nuevos compradores. “Es el caso de El Cedro, en el corregimiento de Rabolargo, donde por lo menos diez personas que aparecían como propietarios, casi todos algodoneros que se han quebrado, le vendieron a un señor que nadie sabe quién es”. De todos modos el alcalde no duda en afirmar que “los grandes son los que menos pagan. Hasta hace poco tú encontrabas que una hectárea estaba en el predial en 20 millones y la vendían a 120”, dice. La tierra se ha convertido en un negocio para especular.

 

¿Por qué no pagan impuestos? “Porque nadie les cobra”, dice Chica, y porque todo el sistema está hecho para que no paguen. El Concejo de Cereté, por ejemplo, había aprobado en el pasado un acuerdo para perdonar las moras en los impuestos cada cinco años, pero muchos no pagan con el pretexto de que los políticos se roban el dinero.

 

Ni los ricos creen en el Estado

Otros que muestran su escepticismo por los políticos locales son un grupo de jóvenes ganaderos, herederos de grandes fincas, entre los que se destacan dos mujeres que se han puesto al frente de los negocios de sus familias. “La ganadería está mal y en buena medida tiene que ver con que las vías son un desastre”, dice uno de ellos. Comparada con la agricultura, la ganadería es más segura y rentable. En épocas en las que los paramilitares y narcotraficantes invirtieron grandes sumas en este negocio, los precios se subieron de manera ficticia. “La arroba llegó a estar en 800.000 pesos, hoy vale en promedio 200.000”, dice un ganadero.

 

Según el analista Víctor Negrete, el hato ganadero de Córdoba se ha disminuido un 30 por ciento y eso implica que hay menos ganado por hectárea. Calcula 1,2 reses por hectárea, mientras el gobierno tasa el promedio nacional en 0,65.

 

William Botero, gerente de la Subasta Ganadera, va más allá y dice: “el sector ganadero es inviable: hoy los precios son los mismos que hace ocho años”. Y asegura que, aunque en realidad en Córdoba hay tres reses por hectárea, muchas tierras tendrán que cambiar de vocación. “Una opción es reforestar, pero esos son cultivos que empiezan a rentar en 20 años”. No obstante, los cultivos forestales también están fuertemente cuestionados, tanto por razones ambientales como porque muchos de los pioneros de ellos en Córdoba estaban asociados con los paramilitares.

Entre muchos ganaderos hay temor a la restitución porque, según dicen, va a traer más violencia. La desconfianza hacia las instituciones nacionales y locales es notoria y expresan una gran añoranza por los tiempos del gobierno anterior.

 

En últimas, hay temor a que el orden social ancestral tambalee si la tierra se vuelve un factor de democratización. Pero también tienen razón en su angustia. En una región donde campean las bandas criminales ante los ojos de las autoridades, donde los testaferros del narcotráfico siguen desafiantes ampliando sus propiedades, donde no hay infraestructura, donde está roto el diálogo social y la sociedad civil está débil y lastimada por las heridas del conflicto, y donde la promesa de la locomotora del agro todavía no se concreta, la incertidumbre es más que entendible.