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ESPECIAL RIO MAGDALENA

RIO Mi Magdalena En la memoria de esta bióloga bogotana el río ha sido el referente de todos los ríos, del clima sofocante, de la fuerza de las aguas, de sus orillas para descansar bajo toldos desgastados, acunada en chinchorros y comiendo patacón. Las maravillas de un territorio están 26 a menudo más asociadas con la memoria que con los hechos ob-jetivos, algo que hace de cada rincón de nuestras experiencias un lugar especial, así para otros no tenga mayor sentido. Con el tiempo, encontramos otras personas que nos entienden y comparten algo de ese crecer, habiendo sentido de manera especial algún recoveco del país, algún detalle que hubiese pasado inadvertido… Algo así creo que me pasa con el río Magdalena, un espacio extraño de mi territorio mental como rola que siempre lo vio correr turbio y espeso por debajo de los puentes entre Girar-dot y Flandes, o en Honda, o el del ferrocarril en Puerto Berrío, cuando había Expreso del Sol. Por eso los lugares maravillosos del río están aso-ciados con esos momentos de vacacio-nes en que bajaba a tierra caliente con mi familia a acampar en Guarinocito o en las orillas de un afluente sin nombre cerca de La Dorada, donde conocí las cuchas y la capacidad de las hormigas arrieras de perforar un encauchado para ir a buscar el azúcar del mercado. Porque en Guarinocito, una laguna hecha de un brazo abando-nado del río, aprendí a pescar a los 8 o 9 años con ayuda de mi papá y un pescador local que me enseñó a sacar nicuros desde la orilla, a cogerlos con cuidado para evitar las espinas de sus aletas, a juntarlos en un balde dentro de la canoa semihundida y a ser feliz mientras ignoraba los zancudos. Luego me enseñaron a arreglarlos y a fritar-los, con lo cual aprendí a respetar lo que comía, que había estado vivo unas horas antes. Hoy estoy segura de que esa experiencia me llevó directo a la eco-logía de peces de aguadulce y a meses de trabajo paciente en el río Caquetá, pero esa es otra historia y otro paisaje. Guarinocito me enseñaría la vida de los pescadores en la subienda, gente ama-ble, siempre con lo mínimo, madru-gando a trabajar por la laguna, en los pocos momentos de frescura posible. Luego, a bañarnos todo el día para evi-tar el calor, siempre con la adverten-cia de hacerlo con chancletas “por las rayas”. Entonces nunca vi una, aunque sí gente con cicatrices que contaba his-torias de dolor y de ponzoña, de rezos y plantas para curarla: monstruos que en mi imaginación persistirían hasta verlas nadar libres e inofensivas en las playas transparentes del Orinoco. De mi abuelo catalán había heredado precisamente una atarra-yita, seguramente traída de Florencia, donde ejerció unos años en los cua-renta como mercader de pieles y de caucho. Cambiaba anzuelos, sal, lienzo por balata y chicle, cueros de jaguar y de perro de agua para un comerciante que lo enviaba a explorar Caquetá adentro. A escapar de la memoria del dictador español que lo desterró. Pero vuelvo a la atarraya, que me costaba POR Brigitte Baptiste* * Directora del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt.


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