Capitana y campeona con el América en 2019, tuvo que sufrir muchas adversidades antes del consagrarse en el fútbol. La historia de una mujer que creyó en su pasión.
deslice
Bogotá, 2015. Catalina Usme apoya las manos sobre sus muslos, desmadejada, y vomita sobre una de las canchas de la sede deportiva de la Federación Colombiana de Fútbol. Es la única entrenándose por segunda vez en el día para convencer al entrenador Felipe Taborda de que la incluya en la convocatoria final de la Selección Colombia que disputará el Mundial de Canadá.
Su cuerpo parece no resistir más. “¿Estás bien, Cata?”, le grita angustiada la doctora de la selección. “¡De acá me sacan pero en camilla!”, responde, ceñuda, aunque pálida, y continúa corriendo y vuelven las ganas de vomitar. ¿Y qué?
En su cabeza suenan las voces de quienes le insinuaban, hace unos meses, en 2014, que no podía volver a jugar fútbol por haber sufrido –por segunda vez en dos años– la ruptura total del ligamento cruzado anterior y del menisco de la rodilla derecha. Esas voces llenas de pesimismo, paradójicamente, la impulsan a seguir corriendo. “Cuando me dicen que no voy a poder, como sea lo logro. Me motivan los retos”, dice la ‘10’ del América.
Si ella tuviera una frase de batalla esa sería. Desde su pueblo natal, en Marinilla, Antioquia, hasta la consolidación de su carrera en Medellín contradijo a quienes le decían que no pertenecía a un deporte dizque solo de varones. Perseveró durante su época universitaria en Medellín, cuando la falta de dinero le sugería rendirse; y desafió la frustración de no poder vivir del fútbol a pesar de su talento, alimentado desde siempre por toda la familia.
Catalina salía a primera hora de su casa en Belén Las Playas, en Medellín, y pedaleaba sobre su bicicleta hasta el Politécnico Jaime Isaza Cadavid, donde estudiaba para ser profesional en deporte gracias a una beca del ciento por ciento, por ser jugadora en distintas categorías de selecciones Colombia (desde los 14 años representa al país). Asistía a clases de seis a ocho o de ocho a diez de la mañana, y luego continuaba su carrera contra el tiempo. Siempre en bicicleta.
Su prioridad era jugar fútbol, así fuera la ocupación de su vida menos remunerada.
Cepeda
“Después de clases entraba de mesera a un restaurante, donde me podía ganar unos 200.000 pesos quincenales. De allá salía tipo tres de la tarde, gracias al permiso del dueño, para poder ir a entrenar hasta las seis. Y de ahí me iba a un almacén de cadena donde tenía que hacer inventarios. Me pagaban 16.000 pesos el día, que me alcanzaban para comer algo. Luego me demoraba otros 40 minutos pedaleando de regreso a mi casa.Terminaba mamada... Y al otro día lo mismo”, recuerda Catalina, quien también fue entrenadora en un colegio privado en Medellín y en un club en Envigado.
Su prioridad era jugar fútbol, así fuera la ocupación de su vida menos remunerada. Y ese sueño pareció desvanecerse cuando sufrió la lesión de la rodilla por la que muchos empezaron a considerarla exfutbolista. Sucedió a finales de agosto de 2014, mientras jugaba con su equipo semiprofesional, Formas Íntimas, en Guarne, Antioquia. Catalina paró un balón y al girarse para evadir a una rival sintió el crujido en la rodilla derecha que ya se había roto en los Juegos Olímpicos 2012.
Esta vez no tuvo recursos para la operación. Pero un día la llamaron de un número desconocido. “Era Mauricio Palacio, de la clínica Medellín de El Poblado. Me dijo: ‘Conocí tu caso, te quiero operar. Y gratis’. Él fue un ángel que Dios puso en mi camino, junto con Andrea Katich, que tampoco me cobró por la fisioterapia”, recuerda la zurda que actualmente tiene 30 años.
Catalina ignoró a todos aquellos que le advirtieron que a pesar de la operación no volvería a ser la misma futbolista de antes. Se obsesionó con recuperarse, y lo logró. “Me metí en la cabeza que iba a llegar al Mundial de Canadá 2015 y puse acción en la oración”.
Tres meses después ya estaba jugando fútbol, y rogándole al seleccionador Felipe Taborda una oportunidad de ser incluida en los microciclos de trabajo que determinarían la lista de participantes en el Mundial de junio. Se ganó el derecho a ser convocada, y participó en la cita orbital contra todos los pronósticos.
Pero su mayor recompensa por no haber desfallecido en el camino aparecería a finales de 2016, cuando se anunció la creación de la Liga Profesional Femenina en Colombia. La noticia cambió su vida. “Ahí pude decir que vivía del fútbol, que por fin tenía una estabilidad”, recuerda.
Atrás quedaron los días de delantal, de tomar pedidos, de llenar planillas, de pedalear bajo el sol o la lluvia porque un pasaje de bus significaba derroche. Por fin podría dedicarse a su gran pasión. Y los resultados aparecieron la temporada pasada, en 2019: como capitana del América, conducido por su hermano Andrés, se consagró campeona de la liga y llegó a semifinales de la Copa Libertadores.
Cinco años atrás, muchos la dieron por vencida...Pero ella sabía que faltaba mucho por dar y nunca bajó los brazos. Cada adversidad fue un motivo para seguir adelante, para saber que la vida nunca es fácil para los que nacieron para grandes cosas.