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“Déjemelos a mí”: cómo Luis Fernando Montoya convirtió a Manizales en la capital de América

Ni el Once Caldas había ganado un campeonato nacional, ni nadie auguraba su éxito en la Libertadores. Hoy, una estrella dorada brilla en su escudo.

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El director técnico Luis Fernando Montoya estaba en su finca cuando recibió por teléfono una propuesta imposible de rechazar. El año anterior había alcanzado el subcampeonato en su debut dirigiendo al Nacional, y querían que el rayo cayera por segunda vez en Manizales, al frente del Once Caldas. Se dispuso entonces a subir por la cordillera Central para alcanzar esa ciudad levantada sobre laderas empinadas y en la que, si se patea un balón demasiado fuerte, hay que perseguirlo cuesta abajo casi hasta el valle.

“Déjemelos a mí”, sentenció con seguridad Montoya a los directivos a su llegada en 2003. Veía potencial en el cuadro caldense, donde ya se encontraban jugadores como Samuel Vanegas, Jorge Agudelo y Dayro Moreno. Sin embargo, los blanco blanco nunca habían ganado el torneo. Cuando arrancó el campeonato oficial de fútbol colombiano, en 1948, Manizales presentó dos contendientes: el Once Deportivo y Deportes Caldas. El segundo se coronó campeón en 1950 y, tras su desaparición, cedió su título al recién creado Once Caldas. Esa era la única estrella que ondeaba en su escudo cuando llegó Montoya.

Fernando Uribe anotó el segundo gol de la victoria del Once Caldas frente al Deportes Tolima en el estadio Palogrande en Manizales, el 19 de diciembre de 2010.

AFP, Administradora de Fondos de Pensiones y de Cesantías

MANIZALES, CAPITAL DE AMÉRICA

Al final, el rayo del técnico sí cayó dos veces. El Once Caldas avanzó hasta la final frente al Junior, y Sergio Galván Rey anotó el gol de la victoria. “¡Dos estrellas!”, gritaron en el estadio Palogrande. Pero incluso los más optimistas no veían con esperanza el cupo en la Libertadores que se iba a disputar al año siguiente. “No era el mejor equipo en nómina para un torneo internacional y afuera no creían en nosotros. Eso lo fuimos construyendo”, dice Montoya.

Aunque aparecieron los presagios, como evitando un embrujo, nunca dijo la palabra campeón hasta el primero de julio de 2004. “En Brasil, cuando íbamos a jugar contra el Sao Paulo, la tribuna ondeó una bandera del Japón -allí el campeón de la Libertadores se tenía que enfrentar al campeón de la Champions europea-, y vea lo que pasó”, recuerda. Uno a uno, los embajadores de una pequeña ciudad incrustada en las montañas colombianas derrotaron a los equipos legendarios del continente.

Ya en la final, los caldenses aguantaron el empate con el Boca Juniors en Argentina, por lo que todo se definiría en casa. Cuando todo se redujo a la ronda de penaltis, Manizales era una ciudad de 400.000 estatuas. De pronto, todo estalló en un destello blanco. Los caldenses se precipitaron a las calles empinadas como una avalancha de euforia e incluso las monjas “se asomaban desde los conventos para ver a los campeones”, relata Montoya. El Once Caldas se había convertido en el segundo equipo colombiano en conquistar la Libertadores. La estrella dorada brilla hoy en su escudo y, con su fuerza gravitacional, ha atraído otras desde entonces.