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Guerra en el paraíso

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SEMANA estuvo en las selvas y costas chocoanas, corazón de la disputa entre el ELN y el Clan del Golfo. Niñas reclutadas y abusadas, cadáveres desmembrados, amputados por minas, desplazamientos y hasta niños muertos porque los médicos están encerrados. Radiografía de una tragedia.

Los 126 indígenas wounaan de Agua Blanca, en Nuquí, dormían cuando la marea de violencia acorrala a los habitantes del Pacífico chocoano entró a su comunidad. Cinco hombres armados y encapuchados, miembros del Clan del Golfo, irrumpieron en la oscuridad y a los gritos sacaron a la gente de los tambos. Eran las 10 de la noche del 5 de enero “¿Quiénes son infiltrados de la guerrilla?”, preguntaron los matones en este pueblo, donde la mitad de los habitantes son niños. “Nosotros no conocemos grupos, pero sí pasan por acá”, les contestaron. Entonces preguntaron con nombre propio. “¿Dónde está José Gabriel?” Ante el silencio, encañonaron a un hombre que, asustado, los llevó hasta la casa del sentenciado. Como no lo encontraron, mataron a tiros a su tío, Anuar Rojas, un guardia indígena de 28 años que deja tres hijos y una esposa.

Cuatro días después, los wounaan abandonaron Agua Blanca. En la mañana del 9 de enero salieron sin nada, varios de ellos desnudos, para adentrarse en la selva del Darién, una de las más espesas e inhóspitas del mundo. Entre los desterrados iban 78 niños, casi todos de piernas muy delgadas y barrigas hinchadas por los parásitos. Los hermanos mayores cargaban con esfuerzo a los bebés. En la travesía, una mujer embarazada ya había comenzado a sufrir los primeros dolores del parto. Y también iba José Gabriel, el condenado a muerte. Un indígena de 22 años con la cara y la estatura de un niño, que apenas habla español y con dificultad dice que no sabe por qué querían asesinarlo.

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Por estos días, muchos tienen que huir en las comunidades indígenas y afro del Chocó, algunos han muerto por la misma arbitrariedad, señalados de colaborar con elenos o con gaitanistas, como se autodenominan los delincuentes del Clan del Golfo. El año pasado, 216 personas murieron asesinadas en Chocó, ocho más que en 2018.

El desplazamiento de los wounaan de un territorio que han habitado por siglos es apenas una de las infamias perpetradas en ese departamento. Ocurre en medio de una guerra que comenzó hace un año. Desde entonces deja una estela de asesinatos selectivos, éxodos masivos, reclutamientos de niños, abusos sexuales, confinamientos. Y como si fuera poco, un territorio plagado de minas antipersonal. Hasta los niños se mueren de males menores porque los médicos tradicionales están confinados y no pueden desplazarse a atenderlos.

El departamento ‘perteneció’ a las Farc durante un par de décadas. Ese grupo había controlado el departamento sin mayor oposición desde las arremetidas paramilitares ocurridas a finales de los noventa y comienzos del 2000, que derivaron en tragedias como la masacre de Bojayá. Pero el desarme de las Farc abrió un espacio que el ELN quiso conquistar. Hoy, esta guerrilla tiene tres rutas de avanzada. Una por el norte del departamento, desde Riosucio a Bojayá. Y dos por el sur, a través del río San Juan y por la región del Baudó. Cinco compañías del frente de guerra occidental del ELN reúnen alrededor de 300 miembros. Se mueven por el departamento bajo las órdenes de comandantes como Uriel, Danilo y Marthica, conocida también como la Abuela.

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Las avanzadas criminales del ELN y el Clan del Golfo se enfrentaron cuando intentaban copar los espacios que dejaron las Farc, que dominó Chocó durante décadas.

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La violencia arreció cuando el Clan del Golfo entró en la disputa. Hasta ahora, había tenido una escasa presencia en estas costas del Pacífico. La fuerza de la banda criminal estaba concentrada en el Bajo Cauca y el Urabá antioqueño, es decir, en las rutas hacia el Caribe. Pero el Estado atacó al grupo con la Operación Agamenón, una de las ofensivas más grandes y largas de las fuerzas policiales y militares. La mayoría de los cabecillas importantes, como Gavilán, el segundo al mando, murieron en los últimos cinco años.

Acorralado, Otoniel, el capo principal, quiso negociar su rendición con el gobierno de Juan Manuel Santos. Hubo diálogos, pero se desinflaron porque a los criminales les pareció muy severo el plan de sometimiento que planteó la institucionalidad. Para completar, Agamenón bajó la guardia durante todo el año pasado, y las autoridades desperdiciaron su avance sobre el Clan. Entonces la estructura criminal recuperó potencia y buscó nuevas posiciones. Saltó de Antioquia a Chocó, donde la avanzada gaitanista se estrelló con la expansión elena.

En esta disputa, Juradó es el botín más grande, la milla final en la ruta del narcotráfico por el Pacífico colombiano. El casco urbano está a solo una hora, por vía marítima, de la frontera con Panamá. Por allí pasa el torrente de cocaína procesada en Nariño, Cauca y parte de la de Antioquia. Por sus costas cruzan por obligación las lanchas Go Fast cargadas de droga. Una vez llegan al país vecino prácticamente coronan, porque los centroamericanos tienen controles débiles. El negocio de pasar la droga es tan rentable que los lancheros hunden sus embarcaciones una vez entregan el cargamento, y se devuelven en avioneta.

Sin embargo, no siempre van por mar. Tanto el Clan como el ELN utilizan un método macabro, un viaje conocido como la ruta de las hormigas. Obligan a los indígenas a cargar hasta 50 kilos de cocaína en sus espaldas, y atravesar el Tapón del Darién a pie, en una tortuosa travesía de varios días por uno de los terrenos más inhóspitos de planeta.

Esa ubicación privilegiada tiene acorralado a Juradó, un pueblo que ya se había quedado vacío una vez, hace 20 años, cuando sus habitantes huyeron de la guerra entre las Farc y las autodefensas. De hecho en Jaqué, el primer poblado panameño sobre el Pacífico, viven 600 colombianos, casi un pueblo de desplazados. Ahora, Juradó está al borde de padecer su segundo éxodo.

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La cocaína que se produce en Cauca y Nariño y buena parte de la de Antioquia pasa por las costas chocoanas, con rumbo a Centroamérica.

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La crueldad y la resistencia

Unos 70 hombres armados entraron a la comunidad indígena de Buena Vista, en Juradó, al anochecer del 22 de abril. “Cruzaron por el mar y luego por la montaña hasta donde nosotros, y dijeron que eran de las autodefensas gaitanistas”, cuenta un líder de ese pueblo emberá–katio. El siniestro grupo pasó la noche entre la comunidad asustada. Dijeron que estaban buscando a los colaboradores de la guerrilla. Al día siguiente cogieron camino hacia las comunidades La Victoria y Dichardi Caimito, hasta llegar a El Cedral, donde acamparon. La tensión crecía al máximo, pues en los alrededores pululaban hombres del ELN. Los gaitanistas exigieron a la gente entregar sus gallinas, sus chivos y cerdos y prepararles comida. Pero los pobladores se negaron decididos a cumplir su propósito de no transar con ningún grupo armado. Entonces comenzaron los gritos y las amenazas. Los criminales buscaron al jefe del cabildo mayor para asesinarlo. Decían que él había ordenado negarse a colaborar. Pero los indígenas supieron esconder a su líder.

Sin saber qué rumbo coger, las comunidades vecinas se reunieron en El Cedral para concertar. Cuando estaban en la discusión comenzó un tiroteo. Elenos y gaitanistas se enfrentaron toda la noche, y todo el día siguiente también. Las personas que habían llegado de los poblados aledaños quedaron encerradas en medio del fuego. Los niños de las otras comunidades, a quienes sus papás habían dejado para asistir la reunión, pasaron hambre porque sus madres no pudieron regresar a amamantarlos. El 26 de abril llegó el mensaje definitivo. “Nos dijeron que teníamos que irnos o nos levantaban a plomo”. Dos mil personas se desplazaron hacia la comunidad de Dos Bocas, en una zona más accesible para las autoridades, para sentirse más protegidos.

Quienes conocen la dinámica de esta guerra creen que Juradó podría volver a quedarse vacío. Y no solo por el miedo a la muerte, también por el terror de los indígenas a que los criminales se les lleven a sus hijos. El año pasado, solo en este pueblo, el ELN reclutó a 9 menores de edad, casi todas niñas desde los 12 años, según la Personería local. En todo el departamento decenas de menores de edad han sido forzados a enrolarse. “Los convencen diciendo que los ponen a vivir bien, que tienen plata. Así los van involucrando poco a poco, hasta que se los llevan. Ya estando allá, ya ven que no es lo que les prometían. A las niñas las violan, hacen todo lo que quieran hacer con ellas”, cuenta un miembro de la comunidad.

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Otro líder relata un episodio concreto ocurrido el año pasado: “A dos niñas se las llevaron. Una tenía 12 años. Esos hombres celebraban porque decían que había llegado carne fresca. Imagínese el trabajo que pasaron esas niñas la primera noche”. Pero los indígenas no se han quedado quietos al ver cómo se llevan a sus jóvenes. Decenas de hombres y mujeres, desarmados, se metieron a un campamento eleno en Santa Marta de Curiche para rescatar a esa niña de 12 años. Los guerrilleros los recibieron con requisas y acusaciones de trabajar para la inteligencia del Ejército. Primero los amenazaron e intimidaron, y luego comenzaron a disparar. “Nos tocó salir corriendo por la loma, las mujeres se caían y se golpeaban”, cuenta uno de los que estuvo allí.

Los alrededores de estos territorios se están llenando de minas, como advierte la Defensoría del Pueblo. El Clan del Golfo y el ELN las siembran para defender sus posiciones. Hace dos meses, un indígena de 17 años pisó una en la vereda Cabo Marzo. Perdió una pierna. Por el miedo a estos explosivos, y por el miedo de cruzarse a esos hombres armados, las comunidades chocoanas están confinadas.

“Con la presencia de esos dos grupos la gente teme ir a cazar, a trabajar, porque no saben si han dejado por ahí una mina mal puesta. Las mujeres, como costumbre indígena, van a buscar los camarones, el plátano. Ya no lo hacen porque temen que alguien las esté esperando por ahí para llevárselas o para violarlas. Y hay otros que han sido tildados por los grupos, y temen andar libremente, pensando a qué horas los frenan por ahí o se los llevan”, dice un líder embera katio.

El confinamiento también mata a las personas en sus propias casas. Entre diciembre y enero, solo en la comunidad wounaan de Buena Vista murieron cinco niños de diarreas y vómitos, causados por la pésima calidad del agua. Los padecimientos, aunque de cuidado, no tenían por qué matarlos. Pero no hubo quién los atendiera. Esa población del Bajo Baudó queda a más de seis horas de una cabecera municipal, y por los ilegales, las brigadas de salud tienen muchas dificultades para llegar. Además, los jaibanás, los médicos tradicionales, viven confinados y no pueden salir a buscar plantas medicinales ni a atender a los enfermos.

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La Fuerza de Tarea Titán, con 5.350 hombres del Ejército y la Armada, trata de controlar Chocó. Se queda corta para frenar lanchas cargadas de cocaína. También para proteger a la gente diseminada en un departamento grande y selvático.

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Los tentáculos

La guerra de las selvas y las costas chocoanas también llegó a las principales cabezas municipales. El Clan del Golfo y el ELN extendieron sus tentáculos al poner a su servicio a las bandas criminales locales. Bahía Solano vive la situación más cruda. Tres muchachos salieron de pesca y no volvieron, los desaparecieron en diciembre. Ese mismo mes encontraron a un hombre sin cabeza en el barrio Chambacú. A comienzos de febrero, junto a la biblioteca del pueblo, tiraron el cadáver de un hombre con la cabeza colgando, las manos amputadas y el vientre abierto.

Tanta crueldad proviene de la banda de narcos Los Chacales, originaria del pueblo, que se enfrentó a la avanzada del Clan del Golfo para defender su porción del negocio. El ELN aprovechó y se alió con ese grupo local. Y el Clan del Golfo, por su parte, fomentó una disidencia en Los Chacales.

En Quibdó la guerra se mueve desde la cárcel local. El Clan del Golfo tiene nexos con los mexicanos, como se autodenominan los hombres de alias Chuky, un delincuente de 24 años que maneja los hilos del crimen en la capital chocoana desde su celda. Él está enfrentado a Tanoy, su antiguo jefe, preso en la cárcel de máxima seguridad de Cómbita. Esta ciudad atraviesa una ola de asesinatos crítica. En lo que va del año, la Alcaldía ha registrado 20, el doble de los ocurridos en el mismo periodo del año pasado. “En Chocó todo el mundo tiene miedo. Nadie se atreve a hablar de su realidad. El tejido social ya fue permeado y está roto. Ya los noticieros de acá ni registran los homicidios”, dice un líder afro en la capital departamental.

Muchos coinciden en una idea repetida en otros territorios convulsos: el Estado responde militarmente, y con escasos componente sociales, alternativas de trabajo e infraestructura para el desarrollo. Pero incluso las fuerzas de seguridad se quedan cortas para la dimensión del crimen. “Las capacidades que tiene las fuerzas militares y la Policía son mínimas para controlar todo el narcotráfico que está saliendo”, dice Carlos Negret, el defensor del Pueblo. El funcionario recorrió durante toda la primera semana de febrero la costa chocoana afectada por esta guerra, y concluyó que está sucediendo una verdadera crisis humanitaria.

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Quibdó pasa por una ola de asesinatos crítica. En lo que va del 2020, las autoridades registran 20 casos, el doble de los ocurridos en el mismo periodo del año pasado.

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Los 5.350 hombres de la Fuerza de Tarea Titán, que combina unidades del Ejército y la Armada, tienen a su cargo la seguridad del departamento. “Hay unos corredores de movilidad (de los grupos). Uno en la parte norte, que viene desde Norte de Santander, y casi se puede decir que da aquí, contra el Darién. Otro por el Pacífico. Nuestro despliegue es con el propósito de bloquear esos corredores y bloquear esos espacios vacíos”, explica el general Freddy Coy Villamil, comandante de Titán.

Tras abandonar Agua Blanca, los wounaan caminaron por diez horas por la selva, y atravesaron otro tramo en lanchas pequeñas. Al anochecer llegaron a Tribugá. Todo el país conoce esa población por el proyecto de construir allí un importante puerto sobre el Pacífico, y por el debate ambiental por los daños que causaría en una de las zonas más biodiversas del mundo. Pero muy pocos saben que se trata casi de un pueblo fantasma, que se ha ido quedando vacío a punta de desplazamientos, uno en 2001 perpetrado por las autodefensas y otro en 2013 por el ELN.

Hasta el 9 de enero, solo 30 de las 100 casas del pueblo tenían habitantes. La maleza y la humedad han carcomido el resto de las estructuras, incluída la iglesia. Para que Tribugá volviera a tener gente, tuvo que ocurrir otra tragedia, el destierro de los wounaan. Hoy 124 de ellos ocupan varias de las viviendas deshabitadas, y caminan por las callejuelas como desorientados. Está José Gabriel, el condenado a muerte; también los tres pequeños hijos huérfanos de Anuar Rojas. Y también la mujer que atravesó la selva con dolores de parto, y a quien hoy se le ve por allí, llevando en brazos a un bebé nacido en medio de la violencia y el desarraigo.

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De los 126 wounaan desplazados de Agua Blanca, 78 son niños, muchos con problemas de desnutrición. Hoy se refugian en las casas abandonadas de Tribugá, casi un pueblo fantasma.

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