Cazando minas:

la batalla por
caminar en paz




Las minas antipersonales marcaron la vida de los 11.479 ciudadanos que las pisaron. Desarmar el campo colombiano es el desafío que falta para cerrar definitivamente el capítulo del conflicto.

Dicen que cada mina tiene su nombre. Que sigilosas se ocultan en 52 millones de metros cuadrados. Que como no distinguen entre bandos, se les atravesaron a más de 11.479 colombianos que las pisaron de camino. Que encarnan una amenaza constante, el miedo de transitar senderos desconocidos, la impotencia de querer labrar la tierra y el terror de toparse con la muerte en un solo estallido.

Con esa corazonada conviven muchos en Vistahermosa. Allí todos recuerdan al pie de la letra las zonas prohibidas. Es como una fotografía mental. Por eso, cuando brotó la idea de que ese municipio del Meta acogiera uno de los proyectos de Desminado Humanitario del Ejército Nacional, los habitantes de las veredas Albania, Puerto Esperanza, Palestina y Buenos Aires tenían ya referenciados los puntos en el croquis con los supuestos artefactos.

Ese saber que desde el siglo XX pasa de boca en boca, es con el que trabaja desde hace dos meses Rodolfo Carreño León. Es meticuloso. Sabe que el primer error que cometa también puede ser el último. Por eso, como agüero antes de salir al área contaminada se encomienda a Dios, se cambia la camándula de metal por la de madera y sin un ápice de duda despeja los primeros metros del millón y medio que le encomendaron al Batallón número cuatro de desminado humanitario.

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Si se para frente al espejo, no son muchas las similitudes que guarda este santandereano, con el joven de 18 años que decidió enfilarse al Ejército. Entró por una venganza. Mataron a su padre y él quería ver cara a cara con los responsables. “Yo también podría estar muerto. Ese día me quedé estudiando y mi papá se fue con dos señores para la finca. En la tarde llegó al pueblo la información de que había tres muertos en una vereda. Cuando me di cuenta ya los tenían en el puesto de Policía asesinados, degollados a los tres”.

Aunque de Santander salieron huyendo de la violencia, en El Dorado los alcanzó y se los tragó. El refugio en el que se había convertido una parcela cerca al casco urbano no fue suficiente para protegerlos de las intimidaciones y amenazas que en 1997 terminaron llevándose a su papá. De los responsables, Carreño sabe mucho y nada. Recuerda que las FARC era el movimiento guerrillero que “delinquía en la zona”, no más. Esa es la causa por la que toda su rabia la direccionó a ellos.

“Uno llega al Ejército muy enérgico. Usted escucha un disparo y su reacción es correr. Sí, detrás de todos esos bandidos. Habían asesinado a mi papá y yo iba por lo mío. Ese es el pensamiento que tenía: cobrar mi venganza”, recuerda. Fueron años de incertidumbre. Lo mataron y yo no puede hacer nada. Se siente rabia y odio. Sabía que eran las FARC pero, ¿quién?”.

Enemigo sin rostro

Desarmado, de civil e instalado en la finca de Miguel Ángel Galeano en Meta, Carreño encuentra algo de consuelo. Un sentimiento similar al que experimentó el día que consiguió trabajo como soldado profesional en el mismo departamento. “Venía a enfrentarme con el enemigo”, el que lo separó de su padre. A un lado él y al otro el Frente 26 que tanto combatió y que hoy sigue responsabilizando por un homicidio en cola por esclarecer.

En una vieja casucha, en medio en un extenso potrero, un grupo de 40 hombres de los 760 que conforman el Batallón número cuatro de Desminado Humanitario, se preparan para despejar las primeras áreas peligrosas que identificaron. Meta es el departamento con la mayor contaminación estimada en el país, 8.5 millones de metros cuadrados, y el equipo que tiene bajo su mando el Mayor Jorge Alexander Flechas ya tiene rodeada la primera poligonal.

Unos años atrás Carreño se había movido junto al Ejército cerca a esa zona, a El Castillo donde su pesadilla había comenzado. “A usted le decían 'la guerrilla está en tal lado' y uno salía como loco. A lo que fuera, a darles duro. En los combates siempre había bajas. Mataban un soldado y con ese tipo de cosas uno sacaba más fuerza. Si me mataron un compañero, yo voy por dos de ellos. Es como un premio”, dice. Pero la cita ahora es otra.

A un costado de la vía que comunica la vereda la Albania con La Palestina unas cintas amarillas alertan sobre las zonas peligrosas. Allá no se puede meter don Leonardo Cuesta por más de que el negocio del cacao esté rentable. Hace tiempo dos minas quedaron al descubierto mientras desyerbaba la zona donde tenía en mente extender su proyecto de plátano y cacao.

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“Uno no anda seguro, en cualquier momento puede explotar una mina. Aunque estos son terrenos que se han trabajado, en ocasiones los mismos tractores han levantado artefactos que estuvieron enterrados por mucho tiempo. La maquinaria las saca, la gente las encuentra y nadie dice nada. El peligro es que uno no sabe en qué momento aparece otra y lo saca a uno del cuento definitivamente. Esa zozobra es la que tiene amedrentados a los campesinos para trabajar bien sus tierras”, relata.

Ese pedazo de parcela es el primero que va a intervenir el Batallón de Desminado Humanitario número cuatro. Son 1.200 metros cuadrados. “Este sector es estratégico porque hay agua y maraña. El Ejército siempre buscaba caños o buenos afluentes para hacer sus campamentos. Por eso es que las minas están más que todo a las orillas de los arroyos”. Como recuerda, “muchas veces los paramilitares nos hacían tumbar todo lo que había quedado de los campamento. Decían que era para descartar que no hubiera minas. Estos eran sitios concurridos por unos y por otros”.

Aunque actualmente en Vistahermosa trabajan cinco organizaciones de desminado humanitario: Apoyo Popular Noruego (APN), Handicap International, Campaña contra las Minas, The HALO Trust y el Ejército con su Batallón de desminado; los campesinos en estas cinco décadas de conflicto aprendieron ciertos rituales que, a su juicio, los blindan del flagelo.

“La práctica es tumbar el rastrojo y prender candela. En una ocasión escuchamos una explosión. Cuando fuimos a ver, había quedado un gran cráter. En una ocasión un obrero me llegó con un pedazo de tubo y dos roscas en cada mano. Había destapado la mina, la rompió con la peinilla. Le sacó la grapa, la pólvora, la jeringa y me dice: quién sabe quién se pone a jugar con eso. Dizque echar grapas en unos tarros”. “Hermano eso es una mina antipersonal”, le respondió don Leonardo.

Es un trabajo meticuloso, de concentración y cuidado. Como si se tratara del kit de un jardinero, Carreño lleva en un maletín con palos de madera pintados de colores, rodilleras, tijeras y una espátula. Lo único que no concuerda con su festiva herramienta es el detector de metales, el pesado traje azul y la careta que usa para intentar amortiguar los efectos de un mal movimiento.

Sabe lo que significa. Un estallido en el 2005 le cambió la vida. En medio de uno de los combates que libraba contra el Frente 26 en Lejanías, pisó un artefacto explosivo pese a que un compañero cruzó primero que él. Es por eso que cree, como muchos, que cada mina tiene un nombre.

El accidente lo cuenta como si hubiese ocurrido ayer. El olor a pólvora sigue fresco y las secuelas no lo desamparan. Estaba en la vereda San Ignacio cuando entró en combate. Se encontraba en una maniobra con el resto de la escuadra en un potrero. Un punto cerca de donde ellos iban todos los días a hostigar. “Me abrí del camino, el sargento dio la orden de movernos y arrancamos a correr. Yo era el segundo cuando sentí el bombazo”.

Dos cosas pasaron ese día por su mente: “¡lanzaron una granada!”, por eso fue que salió corriendo con la cara llena de tierra. El olor a pólvora en medio del agite militar por el enfrentamiento que seguía vivo le cambió la perspectiva. Él era el enfermero y se le habían estimulado los sentidos igual como cuando la víctima que atendía era un compañero.

“El fusil voló lejos y el soldado que venía tras de mí se me tiró encima porque yo estaba corriendo sin percatarme de donde estaba el combate. Estaba consciente pero no sabía qué era lo que estaba pasando”. Aturdido, se le sentó en el pecho y le dijo: hermano pisó una mina”.

Carreño había acabado un artefacto explosivo por alivio de presión. No hundió el embolo de un jeringa sino que se llevó por delante una cuerda que provocó al contacto y en seguida el estallido. Quien va por el camino se lleva la piola y el que está a un lado es el que recibe el impacto.

“¡Me moché los pies!”, fue el segundo pensamiento que se le cruzó por la cabeza. El soldado con rapidez le limpió la cara y lo tranquilizó, pero él dijo: “dígame si perdí un pie, dígame”. Él respondió: no, usted tiene los dos ahí, quédese quieto”. Su miedo era uno y no era infundado. Días atrás estaba en la posición de quien intentaba relajarlo. “Un compañero pisó una mina. Me decía que le quitara las botas, que se las aflojara pero había perdido todo. Estaba sólo el tronquito”.

Cambio de parecer

El estallido aún hace eco. Si se pone a pensar en retrospectiva no recuerda qué tan cerca estuvo de cobrar su venganza. El problema es que sigue sin saber quién estuvo detrás del crimen. Sin embargo, esa página ya la pasó. El sacudón que le provocó el accidente del que salió intacto y la llegada de su esposa e su hijo, le dieron un giro a su vida.

“El pensamiento cambia, tenía un hogar”. Con el sonido de los tiros en pleno combate ya no se activaba la adrenalina que lo ponía entre los primeros de la fila, sino que ahora que tenía mujer, mejor se hacía atrasito. “Tengo quién me espere en la casa y yo también quería verla”.

Quedaron secuelas de las que difícilmente se pondrá reponer como medírsele a un picadito de fútbol con sus compañeros. Incluso, en terreno ya no podía asumir la misma responsabilidad de ellos. “Yo sólo cargaba el botiquín”, recuerda. Esas fueron algunas de las razones que terminaron empujándolo al batallón madre de desminado humanitario, el 60.

El enemigo seguía allí, pero oculto. Con un rotundo no, cuatro años después del accidente respondió a la propuesta convertirse en desminador. Para él, su lugar estaba en Vichada, aunque eso no era lo mismo que pensaban sus compañeros de combate. "Váyase, váyase y aproveche”, le dijeron hasta convencerlo. “Claro, yo le tenía temor a las minas. Sin embargo, cuando llegué a la capacitación uno se da cuenta de que esto es algo muy seguro”.

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Fueron tres meses en charlas en Bogotá y en seguida lo soltaron en San Carlos (Antioquia), donde descubrió la primera mina a los ocho días. Era por inyección. “La casa que estábamos despejando había dejado una víctima. Esa intervención fue en un área pequeña como de 800 metros”, recuerda. “A uno los nervios le cambian”, tanto que según relata se “se ha vuelto más tosco” y eso le ha traído uno que otro problema familiar.

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Cuando está trabajando, Carreño sólo piensa en minas aunque le enseñaron que su función no es destruir más y más, sino despejar terrenos de la presencia de estos artefactos explosivos. “El desminador tiene que estar física y psicológicamente preparado”, dice. Por eso, advierte que tienen todo el espacio para negarse a trabajar en terrenos contaminados si no se sienten bien de salud. “Uno debe tener dos camisas. Cuando me levanto me pongo la del trabajo porque si usted se va para allá con muchas cosas en la cabeza, más el calor que produce el traje en estas zonas calientes y la presión, usted se encuentra esa vaina y no va a saber qué hacer”. Y es que, según relata, la inyección de adrenalina que siente con su trabajo aparece cuando identifican el artefacto y no saben qué sistema de iniciación tiene. Es decir, ¿cómo puede estallar?

“La diferencia entre el desminado militar y el humanitario consiste en que el primero es una especie de emergencia donde se atiende una necesidad puntual de la tropa o la población civil sobre el que se hace denuncia. El otro despeja de la sospecha de la presencia de minas en áreas completas. Se hace con un sistema avanzado, palmo a palmo, ya sea con técnica de desminado manual, mecánico o utilizando a los caninos”, señaló coronel Raúl Ortiz Pulido, comandante de la Brigada de Desminado Humanitario del Ejército Nacional.

Carreño hace parte de ese equipo que le devolvió la vida a San Carlos. Aunque no recuerda el número exacto de minas o municiones sin explotar (Muse) que encontró en ese remoto pueblo de Antioquia, nunca se le va a borrar de la mente el día que “limpiamos la casa, la pintamos, la arreglamos y la acondicionamos para que la señora volviera con su hijo (...) “Ella lloró de la emoción. Todo estaba como lo había dejado cuando la abandonó. Escuchar la detonación controlada produce una felicidad la verraca. Como cuando se le da un regalo a un niño. Ahí uno se da cuenta de que está salvando muchas vidas”.

Créditos

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Directora Semana.com
María Cristina Castro Pinzón

Periodista
Maria Camila Restrepo

Realizadores
Daniel Alejandro Ramírez
Andrés Felipe Barajas

Editor Multimedia
José Barrera

Ingeniero FrontEnd
Jenny Katherine Aguilera

Infografía
Javier Enrique De la Torre


Agradecimiento: Batallón de Ingenieros de Destinado Humanitario