Saber que su hija necesita de cuidados de salud especiales y despedirse de ella a diario para ir a atender a los hijos, a las madres, a los esposos de otros colombianos, es de esos compromisos que asumen ella y los enfermeros cuando deciden amar su profesión.
“Marianita es la motivación: Tiene un retraso sicomotor, entonces ella tiene dos años, pero pesa 8.000, lo de un bebé”, cuenta Nidia Quintero, auxiliar de enfermería de la Clínica del Occidente, en Bogotá.
Antes de salir de su casa, tipo 5 de la mañana, Nidia atiende los quehaceres del hogar, deja lista parte de la alimentación de Marianita y de sus otras dos hijas, Heidy, de 20 años, y Angélica, de 14, para que ellas puedan estudiar sin preocupaciones. Mientras tanto, su esposo sale a vender minutos de celular y recargas.
En época de pandemia los únicos que salen de su casa son papá y mamá. Ni sus hijas ni la abuela pueden cruzar la puerta del apartamento que tienen en el sur de la capital del país. Y tanta restricción tiene una razón: si alguno llega a contraer el virus, sería una noticia fatal para todos, pues Mariana tiene muy bajas defensas y la abuela tiene asma.
No todos los enfermeros están en la atención directa del covid-19. Nidia solicitó a sus jefes que en lo posible no la dejaran en los pisos a los que llegan estos pacientes. Aunque sabe que si llegan a un punto de sobreocupación lo hará con gusto, por el momento prefiere evitar.
Pero decir no, no es cobardía, es un acto de responsabilidad con su familia, considera Nidia. Además, la labor que realiza no es fácil, ella es la encargada de levantar de sus camas a pacientes que pesan mucho, los ayuda a bañar, les da la alimentación, les arregla las habitaciones, les cambia los pañales, sin importar la edad, y hasta los consiente, todo esto mientras Mariana está en sus pensamientos.
“Cuando tengo pacientes con gastrostomía es cuando más me acuerdo de Mariana, porque ellos sufren mucho, se les quema el área alrededor, toca tenerles más cuidado y alimentarlos por sonda, y recuerdo que con Marianita era igual; por eso a todos mis pacientes los atiendo como si fueran mi hija; es lo mínimo que puedo hacer por cada uno de ellos.”, narra Nidia con un brillo en sus ojos.
Esta auxiliar de enfermería llega con dolor de espalda por la fuerza que hace durante el día, algo estresada por la responsabilidad que tiene, y cansada por el agitado ritmo que se vive entre pasillos y habitaciones de una clínica, pero con el corazón lleno por el deber cumplido.
“No he visto a alguien que ame más servirle a los demás, por eso yo quiero ser como ella”, dice Heidy la hija mayor de Nidia, que también decidió estudiar enfermería superior. Ella considera que ser enfermero es algo que se siente y del que poco se espera a cambio; solo ver al paciente sonreír porque se siente mejor.
Nidia, a pesar de lo que muchos puedan pensar sobre “su duro trabajo”, solo sabe que su sueño de niña se hizo realidad. “Cuando era la antigua Caracas, desde pequeña, mi mamá nos llevaba a donde ella trabajaba y nos pasaba por al frente de la Escuela de Salud San Pedro Claver, y yo decía miami ahí quiero estudiar, y cuando fui mayor allí me preparé para servirle a la humanidad”.
Fotos: Organización Colegial de Enfermería
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Yeison Saavedra solo quería llevarle una golosina a su hija de 6 años después de una larga jornada laboral, pero una cliente de un supermercado de cadena pedía a gritos que lo sacaran del establecimiento.
En la Clínica del Occidente en Bogotá, como en muchas otras a nivel nacional, establecieron que durante la atención de la pandemia, el personal de la salud tendría 12 horas continuas de turno y al día siguiente descansarían, teniendo en cuenta lo difícil que es atender a un paciente con covid-19, y eso sí lo conoce Yeison Saavedra, auxiliar de enfermería de esta clínica.
“Solo el hecho de portar el traje es agotador”, confiesa Yeison. “Es como un resorte que le aprieta”, dice señalando la cabeza. “Entonces uno siente la presión, más la gafas, más el visor; todo eso le aprieta a uno la cara y uno como que siente rasquiña y quisiera cogerse y pasarse las uñas y uno no; no me puedo pasar los dedos ni las manos por la cara, porque me voy a contagiar”, narra con angustia.
Lo que las personas desconocen es que mientras los enfermeros están metidos en esos trajes, tienen que hacer múltiples tareas de atención hospitalaria que van desde el esfuerzo físico, máxima concentración e incluso de complicidad con sus pacientes. “Un paciente con covid se siente rechazado; piensa que le tenemos asco, nadie lo puede visitar, y nosotros nos convertimos en su familia, en sus amigos”.
Una vez termina la jornada, los enfermeros tienen que quitarse el traje, se bañan, se desinfectan y se ponen ropa que no ha tenido ningún contacto con el ambiente clínico, así sea un uniforme blanco.
Pensando que por fin pueden ir a descansar y llevar algo de mercado para sus seres queridos, se encuentran con la discriminación de la sociedad. Como le sucedió en abril a Saavedra, cuando estaba haciendo fila en el supermercado y escuchó los gritos de una mujer. “no dejen entrar a ese que viene de blanco… es que esos son lo que andan regando el virus por toda la ciudad, sáquenlo, sáquenlo de aquí”.
Una mezcla de sentimientos experimentó este auxiliar de enfermería: “sentí mucha ira, no lo puedo negar, en el momento y también mucha tristeza; ira porque la señora no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, y tristeza porque uno está haciendo su labor, y uno la hace de corazón, porque le nace del alma hacer las cosas”.
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Escuchar código azul en un hospital en época de pandemia incrementa la responsabilidad del enfermero. No solo está frente a un caso de vida o muerte, sino que además su vida también está en juego. Todos recuerdan cómo fue la atención del su primer paciente con covid-19.
Acompañamos uno de esos momentos de tensión en el que los trabajadores de la salud dicen tener un máximo de adrenalina. Como en las películas, cualquier descuido puede contagiarlos. Andan con una armadura incómoda, pero necesaria. El solo hecho de utilizar el uniforme deja heridas en su rostro.
Pero el dolor más grande es saber que todos sus esfuerzos no fueron suficientes y que el covid-19 se lleva a uno de sus pacientes, incluso colegas. Yasser Hernández, enfermero del Hospital Militar, fue uno de los encargados de atender al doctor William Gutiérrez, el segundo médico en Colombia que falleció infectado por del virus. Él contó a Semana Noticias detalles de esa atención en la unidad de cuidados intensivos.
En el hospital Militar están acostumbrados a sanar las heridas de la guerra, quizás una de las caras más dolorosas de nuestro país, pero según la mayor del Ejército Neila Robles, enfermera jefe del Hospital Militar, el coronavirus es una de las batallas más duras que ha tenido que vivir. “Antes sabía dónde estaba el enemigo; ahora es silencioso, está al lado de nosotros y es invisible, se lleva vidas y aún no sabemos cómo combatirlo”.
Los enfermeros cuidan a sus pacientes como si fueran familia, pero se alejan de las suyas.
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Correr de un lado para el otro entre pasillos, camillas, salas de cirugía, unidades de cuidados intensivos. Gritos que suplican ayuda para aliviar el dolor y todo lo que implica ser enfermero, no parecer ser tan duro como salir a la calle y encontrarse no solo con la indiferencia de la sociedad sino con la discriminación de decenas de personas que luego podrían ser sus pacientes.
Hay miedo en las calles a contraer el covid-19, pero nada justifica las agresiones hacia el personal de salud. Pareciera que los colombianos desconocieran que la mayoría de los enfermeros no atienden a pacientes covid y, si lo hacen, son quienes más cuidado tienen en temas de bioseguridad, entre tantas razones porque tienen familia que los espera.
Ver cómo enfermeras que tienen fama de ser fuertes y resistir lo que venga se quiebran en llanto al narrar el dolor que le generó en el corazón las patadas y puños que recibió en su cabeza, mientras esperaba un bus para llegar al hospital en el que trabaja. “No tiene explicación y da vergüenza ajena”, dicen quienes conocieron la historia de Patricia Castañeda.
Patricia, una enfermera del Hospital de Meissen, que responde económicamente por su hogar dice: “nadie sabe lo que vive uno puertas adentro de la casa, ni del hospital”. Por eso nos invitó a conocer su historia.
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En la Clínica Nuestra Señora de la Paz --clínica de atención psiquiátrica-- se prendieron las alertas en abril de 2020. El covid-19 había cruzado su puerta: al parecer un paciente llegó con el virus y, poco a poco, más personas decían tener los síntomas, entre pacientes y trabajadores de la salud.
La administración de la clínica decidió realizar pruebas a cerca de 900 personas de las cuales más de 120 dieron positivo en las primeras semanas, muchas de ellas asintomáticas. Pero Reinaldo Moreno, de 57 años, quien era auxiliar de enfermería sintió la presión en el pecho que genera el coronavirus, no solo por los síntomas sino por el miedo que produce enfrentar en carne propia una lucha que tiene en vilo al mundo.
Mientras en la clínica tomaban la decisión de cerrar algunas de sus unidades de atención, como consulta externa y urgencias, el 14 de abril Reinaldo empezó a sentirse peor. En pocas horas se tomó la decisión de intubarlo y de esa unidad de cuidados intensivos no volvió a salir con vida.
Cuando la familia se enteró que él se había convertido en una estadística más, decidió realizarle un homenaje. Incluso registraron minuto a minuto de su despedida. “Decirle adiós para siempre desde la distancia, sin poder verlo por última vez, es quizás uno de los momentos más difíciles de la vida”, dijo Diana Moreno, una de sus hijas, pero buscó estrategias que quedaron registradas en video.