Tras superar uno de los peores genocidios de la historia, Ruanda se propuso asumir el postconflicto con una mirada ambiental. Para Colombia, hay mucho que aprender.

Las lecciones verdes

de la paz en Ruanda

El genocidio de Ruanda ocupa un lugar emblemático en el inventario de la violencia humana. La muerte de cerca de un millón de personas, que llevó entre otras cosas a la desaparición del 75% de la etnia de los tutsis, quedará grabada para siempre como uno de los episodios más tristes y aberrantes de la historia. Ante la magnitud de esa tragedia, es difícil imaginar que de allí pudiera surgir un relato ejemplar.

 

Pero así es. Después del genocidio, en ese país centroafricano se abrió un camino de estabilidad política y relativo progreso económico que ha tenido en el cuidado del medioambiente uno de sus ejes fundamentales. Esto tiene sentido no solo porque se trata de un país de montañas boscosas, sabanas inundables y ecosistemas exuberantes; sino porque uno de los principales efectos de la guerra fue precisamente la degradación de esa riqueza natural.

 

Un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), muestra que la violencia llevó al desplazamiento de casi tres millones de personas, la mayoría de las cuales se reasentaron en las sabanas de la provincia oriental y en los bosques de las tierras altas en la región del Congo-Nilo. Esta presión demográfica desembocó en la deforestación de extensas zonas del territorio, cuyos casos más graves fueron la desaparición de la Reserva Natural Mutura y la transformación de Gishwati, que pasó de tener 23.000 hectáreas de bosque en 1980 a solo 600 en el año 2002. Así mismo, 15. 000 hectáreas de bosque fueron  destruidas  durante el conflicto y 35.000  sufrieron algún daño.

 

Por esa razón, era fundamental que el plan de reconstrucción y reconciliación tuviera un componente ambiental. Aunque el genocidio concluyó en 1994, tuvieron que pasar seis años para que el gobierno de ese entonces formulara el plan Ruanda Visión 2020, un programa de desarrollo cuya meta última es convertir al país en uno de ingreso medio. Para ello, se propuso sortear los tres grandes obstáculos que lo separaban de ese objetivo: la pobreza, el acelerado crecimiento poblacional y la degradación ambiental que lo afectaba, incluso desde antes de la guerra (En 1960 había 607.000 hectáreas cubiertas por bosques mientras que para 1995 solo quedaban 221.000).

 

En primer lugar, a través del Programa de Trabajo de Interés Público, cientos de prisioneros condenados por el genocidio se vincularon en proyectos de desarrollo comunitario y de mejoramiento ambiental. Así, muchos de los que participaron en la guerra terminaron de pagar sus penas pavimentando vías, haciendo reparaciones locativas en escuelas y centros de salud, construyendo terrazas para evitar los deslizamientos de tierra y participando en los programas de reforestación.

 

Además de descongestionar las cárceles, este programa facilitó la reintegración productiva de los excombatientes y puso la primera piedra para la reconciliación de estos con el resto de  la sociedad ruandesa. En segundo lugar, el gobierno lideró una iniciativa de reasentamiento llamada Imidugudu, que consistía en el agrupamiento de campesinos en villas residenciales dotadas con servicios públicos e infraestructura básica, con el fin de liberar tierras para dedicarlas a la agricultura intensiva.

 

La lógica detrás de esta medida se explica con el hecho de que Ruanda es el país con mayor densidad poblacional de África. Las proyecciones demográficas indican que su población se duplicará en los próximos 30 años, lo cual se traduce en una inmensa presión sobre los recursos naturales, principalmente el agua y la madera para combustible que provee el 90% de la energía total del país. Hacia 2007, aproximadamente dos millones de personas –el 20% de la población rural- vivía en 5.486 Imidugudu. La meta del gobierno es que para 2020, el 75% de los ruandeses habiten este tipo de aglomeraciones.

 

Este proceso se complementó con la promulgación de una ley inédita de formalización de la tierra que, además de la entrega de títulos de propiedad, contemplaba la construcción de sistemas de irrigación, el fomento de la mecanización del trabajo y la promoción de diferentes tipos de cultivos comerciales que tuvieran un mayor rendimiento económico. Esta política también contempló la creación de comités de tierras y tribunales locales encargados de resolver los conflictos que se pudieran presentar al respecto.

 

A pesar de todos estos esfuerzos, el enfoque ambiental que eligió Ruanda para gestionar el posconflicto está lejos de ser perfecto. Todavía persisten dificultades de acceso a la tierra, altos índices de deforestación y de degradación de los suelos, problemas que se han agravado por cuenta de la llegada de miles de congoleses que han huido de las guerras recientes en ese país. En la actualidad, el 11,5% de los ruandeses no tienen tierra y cerca del 29% posee menos de 0,2 hectáreas. Antes del genocidio, el 36% de la superficie total del país estaba cubierta por bosques. Sin embargo, desde 1991 estos han disminuido en un 78%, según datos de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

 

Además, la deforestación aumenta un 7% cada año. Esto hace de Ruanda uno de los países con mayor tasa de deforestación de África Central, situación que empeora debido a la falta de tierras. Según un informe del Population Reference Bureau (PRB) de Estados Unidos, entre 1993 y 2006 las áreas protegidas de Ruanda se han reducido en un 92%.  Durante el posconflicto los bosques se han reducido en un 64%, por lo que la meta de Visión 2020 de aumentar la cobertura de bosque del país en un 30% para 2020 es clave.

Todos estos factores hacen que, en términos ambientales, el éxito del posconflicto en Ruanda sea limitado. El ritmo de las dinámicas poblacionales y la falta de alternativas energéticas y productivas siguen amenazando la capacidad de los ecosistemas del país para regenerarse. Aun así, es innegable que se trata de una experiencia novedosa de la que otros países, incluyendo a Colombia, podrían sacar lecciones para encarar los retos que implica pasar de la guerra a la paz sin perder de vista a la naturaleza.