En los años ochenta los municipios de La Mesa y Anapoima eran un desierto. Y no lo digo porque fuera un territorio árido –al contrario: son territorios con riquezas hídricas impresionantes–; lo digo porque, en su momento, el agua se iba y volvía: un día había, otro día no. Recuerdo que los adultos decían, entonces, que “si alguien conocía a una persona del acueducto para que mandara agua, que hace como una semana no llegaba”, o que “si se podía gestionar un carrotanque, que alguien verificara el nivel del tanque”; incluso comentaban, resignados, que “hoy no hay baño porque no hay agua”. Era paradójico: aunque los municipios estaban rodeados por el río Apulo y el río Bogotá, con sus vertientes, estos no tenían el líquido constantemente.
Y las cosas empeoraron en los noventa. A pesar de las obras de mejora en el sistema de acueducto la infraestructura seguía siendo insuficiente porque, justo, los municipios empezaron a recibir muchos turistas los fines de semana y en vacaciones, y, claro, el sistema colapsaba. Y aunque la economía se beneficiaba el agua empezó a ser insuficiente: los habitantes culpaban a los visitantes y ellos, por su lado, a los funcionarios.
Por muchos años los habitantes y sus gobernantes se enfrascaron en señalamientos sin hacer algo para remediarlo radicalmente. Las cosas cambiaron, poco a poco, a finales de la década del noventa.
Inicialmente se gestionó un sistema de acueducto en uno de los sitios más bellos de la zona: una cascada natural conocida como El Tambo, en jurisdicción del municipio de Tena. Allí se captaba el agua de la quebrada La Honda y se conducía por cerca de cinco kilómetros hasta la planta de tratamiento ubicada en la parte alta de La Mesa. Desde ese punto, y por un acuerdo entre los municipios, se distribuía por turnos a cada uno: era una especie de ‘pico y placa’ del agua. Posteriormente Anapoima fue reforzada en su suministro con el agua proveniente del lago del condominio Mesa de Yeguas, que proviene del río Calandaima.
En ese entonces miles de personas estaban desarrollando fincas y condominios, y el terreno se convirtió en uno de los más costosos de Colombia. Otra paradoja: los nuevos inquilinos, muchos con bastante influencia política, tenían, apenas, entre dos o tres horas de servicio de agua a la semana.
En el año 2000 una nueva ilusión aparece: se empiezan a hacer los diseños para traer agua tratada desde el sistema de la Empresa de Acueducto de Bogotá. Se contratan las obras para construir la conducción y los tanques de almacenamiento y renovar la tubería entre los dos municipios. Sí, se sabía que por su complejidad iba a demorarse, pero nadie imaginó que la irresponsabilidad de algunos de sus ejecutores dejaría el proyecto en un avance físico menor al 50 por ciento, con bastantes problemas de calidad en su ejecución, con escándalos bien conocidos y, peor, a la gente sin agua.
¡Por fin!
Pasaron casi diez años entre procesos judiciales y penales, reclamaciones a las aseguradoras, peritajes, rediseños, compra de predios e imposición de servidumbres, lo mismo que un alcalde mayor que restringió que los municipios vecinos vendieran agua en bloque, etcétera. Afortunadamente se pudieron hacer alianzas para no dejar perder la porción de los casi 42.000 millones de pesos que sí se invirtieron.
Así, pues, entre la Gobernación de Cundinamarca y la Nación se apropiaron 32.000 millones de pesos para ser ejecutados a través de Findeter, se gestionaron los contratos para la venta de agua en bloque con la Empresa de Acueducto de Bogotá –que permitirán que todos los días le llegue agua a cada hogar (pareciera un lujo, pero es básico)–, y se iniciaron las que todos esperan que sean las últimas obras. Literal: gestionamos un proyecto que debió finalizarse hace décadas.
Dentro de un año espero, en mi condición de usuario, poder abrir la llave sin tener que pensar en el nivel de los tanques y ver saldada esa deuda histórica con quienes han soportado toda su vida esta situación.