En Bogotá estamos a casi 2.700 metros de altitud y la temperatura puede llegar en la madrugada a 5 grados centígrados. En las poblaciones de la sabana, a la vera de los cultivos y las sementeras, puede bajar a 0. Son las heladas que queman las espigas, las flores, las cosechas, y pierden todo. Por eso las quemas en canecas, cerca de los surcos, o dentro de los invernaderos.
La tierra es negra en Cundinamarca, es húmeda, buena y generosa. “Lento, el arado, paralelamente abría el haza oscura, y la sencilla mano abierta dejaba la semilla en su entraña partida honradamente”, decía don Juan Ramón Jiménez en un soneto inolvidable.
Guatavita, Tabio, Cajicá, Suesca, Sesquilé, Subachoque, qué bellos nombres, cómo nos vuelven al pasado de los muiscas, es decir, a nosotros mismos antes de los españoles. Eran buenos cultivadores y artesanos. Su cosmogonía era de gran belleza, con aquello de la oscuridad primigenia, la Chiminigagua, y la madre abuela Bague. Nunca tuvieron profetas, recibieron todo de sus dioses directamente, lo que me parece de mayor belleza y misterio. Pero fueron también furiosos y cruentos. Es cierto.
Colombia es así, pródiga y terrible.
Y siempre hay un milagro rondando. Por ejemplo, si uno maneja un par de horas puede descender 2.000 metros y estar a 30 grados centígrados de temperatura. En cualquier momento del año. Lo que a los países de Europa les tomaría ocho meses, aquí es una decisión de dónde pasar el día o el fin de semana, en tierras calientes o en tierras frías.
Y los bogotanos siempre hemos adorado eso. Cómo la brisa se va poniendo tibiecita, cómo el aire se va llenando de gotas de luz, cómo aparecen al borde de la carretera los primeros corozos, las ciruelas, los quesillos, las achiras. Cómo se empieza a sentir al fondo, detrás de los bosques de bambúes y los plátanos, el río, los ríos.
Para los bogotanos la tierra caliente es el paraíso perdido. O la infancia perdida. Siempre asociamos la tierra caliente a la dicha. A los cuerpos calientes, expandidos, a los besos, a los labios llenos de agua y de sudor. Nos morimos viendo una ceiba, un chicalá, un cámbulo, un gualanday. Y sigo diciendo palabras hermosas sin buscarlo. Y sigo en Cundinamarca. No he tenido que salir de mi departamento. Estoy en Anapoima, en Apulo, en Tocaima, en Girardot.
Tengo el mundo ardiente o la escarcha, ambos, al alcance de la mano. Todos los días del año.