Río Magdalena: Viaje por las venas de Colombia
Pese a los cambios históricos y a la depredación de que ha sido víctima y que ha reducido de manera alarmante su biodiversidad, el Magdalena sigue siendo el río más importante del país. Un recorrido por su cauce, desde el estrecho en San Agustín, Huila, hasta su desembocadura en Barranquilla muestra cómo millones de colombianos construyen su vida alrededor de sus aguas, así como las personas e instituciones que luchan por evitar que afluentes, ciénagas y demás ecosistemas asociados dejen de existir.
20 momentos en la vida del Magdalena
El recorrido por el principal río de Colombia dejó imágenes inolvidables que reflejan la cotidianidad, los problemas y las maravillas que aún ostenta. Estas son algunas de las más reveladoras.
El Río de las Tumbas
En el valle del Alto Magdalena, que cubre el estrecho del río y los municipios de San Agustín e Isnos, se encuentra el lugar sagrado en donde una mítica cultura, que aún es un misterio, le daba el último adiós a los muertos importantes. Hace 2.300 años esta cultura labró en piedra imponentes estatuas antropomórficas y zoomóficas que custodian las tumbas y que ahora hacen parte Parque Arqueológico de San Agustín e Isnos. Dicen los expertos que la grandeza de la cultura que habitó la región y que ya se encontraba desaparecida para la llegada de los españoles, fue posible gracias las aguas del Magdalena
Su agua limpia y de color verde claro contrasta con la fuerza que toma al reducirse por gigantescas piedras acomodadas por la naturaleza a manera de canal en escasos cuatro metros de ancho. La brisa fría de la parte alta del valle del Magdalena, entre las cordilleras Central y Oriental, alimenta leyendas de espíritus que dominaban los saberes de la naturaleza. El Río de las Tumbas, como lo llamaban sus antiguos pobladores antes de ser bautizado por los españoles como río Grande de la Magdalena, recibía en este lugar pagamentos por los favores recibidos.
El costo del progreso
En el alto Magdalena, en el departamento del Huila, se encuentran dos de las represas más grandes de Colombia: Betania y El Quimbo. Ambos proyectos, junto con una red de hidroeléctricas ubicadas a lo largo y ancho del territorio nacional, se construyeron para convertir a Colombia en un país autosuficiente en energía eléctrica, objetivo que se logró con creces. Sin embargo esa autosuficiencia, que incluso alcanza para exportar, se hizo realidad a costa de grandes cambios sociales, culturales y ambientales. El Quimbo y Betania no solo cambiaron el paisaje, sino que transformaron la vocación económica de la región y la relación de sus habitantes con el río. Muchos recuerdan con nostalgia lo que eran sus vidas y el río antes de las dos presas, otros, quizás más pragmáticos, se han amoldado a las nuevas circunstancias.
Los niños aún tienen cuentos que contar
En medio de la navegación por el río Magdalena nos encontramos con dos niños que no pierden su sonrisa y aún tienen muchas cosas por contar, en medio de esa cálida sonrisa encontramos lindas historias que no podemos olvidar porque hacen parte de nuestra historia y nuestras raíces.
Es hora de escucharlos
Samuel Caicedo
Institución Educativa José Eustasio Rivera.
Sede Monserrate
Neiva
Descargas que ensucian el Magdalena
De espaldas al río
Luego de atravesar de sur a norte gran parte del Huila, las aguas del Magdalena llegan a Neiva, capital del departamento. Contrario a lo que podría pensarse, el río goza de la indiferencia de los pobladores: “aquí, tristemente, a nadie le interesa el río. Salvo unos pocos lancheros y uno que otro pescador, nadie más más vive del Magdalena. Los niños no conocen el río, ni siquiera han paseado por él. Hemos construido una ciudad de espaldas del río”, cuenta una profesora.
De Neiva a Honda, el Magdalena sufre una especie de abandono. Poblaciones como Neiva, Purificación (que durante el periodo de la Independencia fue por un tiempo la capital de Colombia), Girardot, Ambalema y Honda, fundadas como puertos o pueblos de pescadores a orillas del río, hoy no viven de sus aguas o atraviesan una profunda decadencia. En este trayecto la pesca es escasa y solo comienza a reactivarse en los municipio de Ricaurte y Girardot, en Cundinamarca.
Para completar, el Magdalena se convierte en el receptor de los vertimientos no tratados de las poblaciones ribereñas. Estas aguas, además de ser utilizadas para el agro y la ganadería, se destinan al llenado de decenas de piscinas donde se cria mojarra roja y negra, actividad que, de acuerdo con expertos, podría traer daños ambientales al río porque extrae mucha agua y, al reintroducirla, puede devolverla contaminada.
Pese a este tiste panorama algunos habitantes han tomado conciencia sobre la importancia del rio y han emprendido proyectos para convertirlo en un destino turístico.
Alirio Argüello
Pescador
Honda (Tolima)
Faenas de atarraya
Los héroes del Magdalena
Onias Becerra Joaqui y Héctor Ignacio Becerra Rengifo: Los Guardianes del Estrecho
En la entrada del camino que conduce al estrecho del Magdalena se encuentran a lado y lado dos casetas, en una venden guarapo, arepas y jugo de naranja y en la otra, artesanías echas en fibra de plátano y reproducciones talladas en piedra de las figuras de San Agustín. Ambos negocios pertenecen a la familia de artesanos Becerrera Rengifo conformada por Onias Becerra Joaqui esposo de la fallecida Cledia Rengifo y padre de siete hombres y cinco mujeres. Ellos son famosos por los bolsos, mochilas, cinturones y manillas hechas con fibra de plátano, una técnica que Cledia inventó.
“Nosotros venimos de una familia que siempre ha vivido acá y que se ha dedicado a la agricultura y a la elaboración de artesanías. Venimos de una tradición de tejedores. Mi abuela tejía con lana, hacía ruanas, cobijas... Después ella empezó a trabajar el fique, conocimiento que le heredó a mi mamá. Con el tiempo mi mamá se dio cuenta que la calceta del árbol de plátano se le podía hacer una tratamiento similar al de las hojas de fique. Así creó la fibra de plátano”, dice Héctor Ignacio
Desde ese momento casi toda la familia y sus descendientes se han dedicado a trabajar esa fibra. Pero tras esa historia existe una poco conocida. Desde hace 18 años, la familia Rengifo, impulsados por Onias y Héctor, han abandonado buena parte de los cultivos de pancoger de su finca que queda en las laderas del río magdalena para que las plantas y árboles nativos vuelvan a crecer.
Al ver que la deforestación y las actividades agropecuarias comenzaban a perjudicar al río Magdalena decidieron, dejar que la madre naturaleza volviera a colonizar sus tierras, aun a costa de su sustento y sin el apoyo del estado o de los entes municipales. “Estamos a tan solo 80 kilómetros del nacimiento del río y ya empezamos a ver los estragos de los cultivos y el ganado. El río ya pierde sus zonas verdes que son tan importantes para que se mantenga caudaloso y los campesinos utilizan fungicidas e insecticidas que van a parar al río. Nosotros hace años entendimos que sin agua se nos acaba todo, nuestra vida, nuestro sustento. ¿Qué turista va a querer venir al estrecho si encuentra seco el río?”
Ahora ellos son ejemplo y algunas familias vecinas los han empezado a seguir. Pero es una labor dura, como explica Onias, a los otros habitantes de la región les es difícil seguir sus pasos porque solo cuentan con su ganado y sus cultivos de pancoger para sobrevivir. Aun así ellos siguen en su empeño por recuperar las laderas del alto Magdalena.
Jhon Ferley: el amante de los árboles
Hace unas décadas en las montañas de la desembocadura del río Nare, afluente del Magdalena, se encontraban por montones la ceiba tolua, el algarrobo, el cococabuyo y el yumbé, árboles apetecidos por sus finas maderas. Ahora se encuentran al borde de la desaparición: “Recorrer estas montañas ahora da tristeza, encontrar un árbol adulto de yumbé y de otros es un milagro”, dice Jhon Ferley, un pescador de 38 años que vive en la orilla del río Nare a pocos kilómetros de su desembocadura en el Magdalena y que tiene un amor innato por los árboles.
Él podría haber continuado con la tradición de sus padres que le enseñaron desde pequeño que el monte es para tumbarlo, pero de manera intuitiva entendió la importancia de los árboles y de la vida silvestre para la supervivencia del río Nare. “Desde muy joven me volví fanático los árboles y me duele cómo los atropellan, por eso hace unos cuatro años tomé la decisión de repoblar estas montañas con árboles nativos que están a punto de desaparecer por la deforestación”, dice Jhon.
Recorrer las laderas a orillas del río Nare para encontrar los árboles adultos y recolectar sus semillas se convirtió en una labor que no resultó sencilla. Él pudo obtener semillas de algarrobo gracias a que en toda la región por dónde camina encontró cinco árboles que no talaron porque su madera no servía. En el caso del yumbé encontró uno que empezó a florecer, y uno de coco cabuyo, solo espera que en el momento en que pueda recoger sus semillas no lo hayan talado.
Con las semillas en mano, Jhon hizo un vivero en su pequeña parcela. Hace un año, con el patrocinio de Corantioquia, logró sembrar 634 árboles ceiba tolua. Y este año, con las 150 semillas de algarrobo que recolectó espera germinar 15.000 brotes para que sean adoptados y cuidados por lugareños y así evitar que cuando crezcan sean talados.
La labor de Jhon no para allí. Él quiere que los niños “rompan con ese chip de destrucción hacia la naturaleza con que los criaron sus padres”. Por eso, en el proyecto del algarrobo incluyó a 17 niños para que aprendan a cultivarlo y a amar a los árboles de la misma manera que él lo hace.
Julio César Maricruz: El Indiana Jones del Magdalena Medio
En la punta de la lancha, guiándola con un palo de más de dos metros por el caño que conduce a la ciénaga Chiqueros (Puerto Berrío) está Julio César Maricruz, un ecologista empírico, como a él le gusta denominarse, uno de los mayores conocedores de las ciénagas y humedales ubicados en Puerto Berrio y Yodó en el Magdalena medio antioqueño y famoso entre investigadores nacionales e internacionales que lo buscan para que los guíe en sus expediciones.
A medida que impulsa con dificultad la lancha dice: “El caño está muy seco, si ven el palo acá la profundidad no es mayor a un metro, es por eso que no podemos utilizar el motor eso significa que el nivel de la ciénaga también está bajo”. A medida que el caño se abre y la lancha entra a la ciénaga Lucho, como todo el mundo lo llama, explica con preocupación: “Es que a la gente se le olvidó la importancia de los humedales, allí crecen los pescados que hacen posible la subienda y también evitan las inundaciones de los pueblos cuando el Magdalena se crece”.
Cualquiera que oye hablar a Julio pensaría que es eminente biólogo o un académico con innumerables títulos pero como él mismo lo dice: “Cuando regresé a Puerto Berrío hace ya 20 años yo no sabía qué era la biología, qué era un biólogo y a medida que me interesé en la conservación del medioambiente aprendí por medio de la experiencia, mis conocimientos son empíricos. Luego fue que aprendí sobre legislación ambiental en talleres y hasta estudié un tecnológico en el Sena sobre recursos naturales”
Julio nació en Puerto Berrío hace 50 años y en su juventud comenzó la carrera militar, pero al poco tiempo se retiró. En ese momento un coronel le ofreció trabajo en Bogotá, sin pensarlo tomó sus maletas y se marchó. En la capital tuvo tres hijos, pero uno de ellos nació con una enfermedad en la piel que se curaba cuando ellos iban a Puerto Berrío. Al notar esa mejoría, Lucho decidió volverlo a dejar todo y regresarse con su familia a su pueblo natal en 1998.
Allí conoció a un biólogo que “comenzó a encarretarme en esta cosa del ambiente”. A medida que recorría el río Magdalena, sus caños, afluentes y humedales y que aprendía sobre ellos, se apegaba a la naturaleza y se convertía en su defensor. “Uno le coge tanto cariño a todo esto que cuando uno ve a alguien talando un árbol o aporreando a un animal, uno se molesta”, dice.
Por su experiencia y conocimientos Luis se ha convertido no solo en un ecologista sino en una especie de policía ambiental. Cuenta que cuando se presentan situaciones en las que se atenta contra el medioambiente las personas recurren a él. A mí la gente me dice: “Julio vente para acá porque alguien está robando uno huevos de tortuga o de cocodrilo”. Yo voy e intento hablar con ellos para que dejen de hacer eso y si se ponen groseros yo también se las aplico, pero no con violencia, recurro a la Constitución y a la ley y les explico los problemas en los que se pueden meter.
Defender y proteger los ecosistemas del Magdalena Medio antioqueño también le ha triado problemas en especial con los ganaderos que “enfadan cuando uno les dice que no tumben los bosques o que tienen derecho a tener su búfalo pero no a irrespetar y secar la ciénaga”. Aun así él dice que su activismo le ha dejado más amigos que enemigos
Hortensia Romaña
A lo largo del Magdalena es difícil ver a una mujer pescadora, o manejando una lancha, pareciera que el río fuera una cuestión de machos. Ellas están relegadas a papeles secundarios, son las que pelan el pescado, atienden las taquillas donde venden los boletos para las lanchas o venden tinto, empanadas y otros alimentos en los puertos. Pero como en todo caso, hay una excepción a la regla y ella es Hortensia Romaña, una pescadora y líder comunitaria de Bocas de Barbacoas, una vereda de Yondó, ubicada sobre el caño que conduce a la Ciénaga de Barbacoas.
Ella nació en Quibdó en 1959 pero hace 23 años migró a lo que hoy es Bocas de Barbacoas. En ese tiempo la pesca era abundante y muchas personas de otros lugares del país decidieron buscar una mejor vida en el Magdalena. “Mi situación era muy difícil en Chocó, tenía 5 hijos y era muy duro levantarlos. Entonces una amiga me dijo que acá había mucho trabajo. Y así lo hice. Me vine para acá a pescar día y noche y con eso levanté a mis hijos”, cuenta Hortensia.
En las labores diarias de la pesca sus compañeros nunca la discriminaron, cuando uno de sus compañeros faltaba ella lo reemplazaba en la canoa. Nunca tuvo que envidiarle nada a los hombres, no tenía ninguna dificultad en lanzar la atarraya, ni mucho menos recogerla llena de pescado. Su experticia la hizo famosa en su comunidad y con el tiempo se convirtió en líder comunitari
La vida de Hortensia y su comunidad no ha sido fácil. A la reducción de peces causada por la pesca indiscriminada y la contaminación del río, Bocas de Barbacoas se ha enfrentado a los constantes intentos de reubicación, según Hortensia, “para expandir las fincas ganaderas”. Ella como líder comunitaria encabezó acciones para evitar que foráneos utilicen métodos de pesca que ellos consideran acaban con la fauna de la ciénaga y el río.
La lucha por mantener una pesca artesanal y preservar la ciénaga de Barbacoas le ha traído problemas a Hortensia. “Un día todos los pescadores se fueron al río y yo estaba acá con el hijo mío. Estábamos sentados afuera de la casa cuando nueve hombres encapuchados y armados nos acorralaron y me dijeron que me iban a matar por lo que yo estaba haciendo, yo les dije que eso de quitar los trasmallos lo hacía toda la comunidad. No sé por qué no me mataron, después me enteré que no lo habían hecho porque la información que les habían dado era falsa. Tiempo después averigüé y me dijeron que esos encapuchados supuestamente eran los trabajadores de un reconocido exfutbolista
Hortensia defiende a la ciénaga de Barbacoas como si fuera su territorio ancestral, de hecho ella se considera hija de Barbacoas y no de su natal Chocó: “Aquí sembré raíces y crie a mis hijos, sin esta tierra, sin esta ciénaga y sin la pesca no somos nada”. Por eso la lucha actual de ella y los demás pobladores es evitar que los reubiquen en otras zonas alejadas de la ciénaga, donde tendría que abandonar la pesca. “Si lo logran eso no sería reubicación, sería desplazamiento”, dice con preocupación Hortensia.
La resurrección
Cuando el río toma su cauce por el valle del Magdalena Medio las actividades a su alrededor reviven. A lo largo de sus orillas aparecen pueblos cuyo sostenimiento depende de las aguas del Magdalena. Los cinco puentes que existen para atravesar el río en su parte media (Honda-Puerto Bogotá, La Dorada-Puerto Salgar, Palonegro-Puerto Triunfo y Puerto Olaya y Puerto Berrío), no son suficientes para comunicar a las poblaciones ubicadas a ambos lados. Así, a diario, en muchos de estos puertos se ve un flujo de lanchas y ferris que transportan carros, motos y personas.
Por su magnitud, el transporte fluvial en esta zona está organizado. Los lancheros hacen parte de cooperativas y existen tarifas fijas para los recorridos. Por ejemplo, un pasaje entre Puerto Boyacá y Puerto Perales (corregimiento de Puerto Triunfo) cuesta $ 1.400 en una lancha de 12 personas. Ya en Barrancabermeja comienzan a aparecer las barcazas que transportan hidrocarburos y carga seca entre Barrancabermeja y Barranquilla.
La pesca también revive. En estos puertos el comercio de pescado aumenta. Allí llegan camiones cargados de hielo a comprar bocachico, bagre, dorada (que casi ya no se ve), entre otras especies, para distribuirlo en las plazas de mercado de Girardot, Bogotá y otras ciudades. Del negocio de la pesca depende toda una cadena de personas. Están el pescador y el dueño de la barca y del motor quienes obtienen la tercera parte y las dos terceras partes de la venta de los pescados, respectivamente. Luego están los comerciantes, de todo tipo, que compran el pescado. Alrededor de este comercio surgen cantinas, ventas ambulantes de empanadas y tintos, incluso gatos y perros merodean esos lugares para obtener un trozo de pescado.
Sin embargo, la contaminación y el daño al rio no paran. La ganadería y la deforestación están acabando con las ciénagas que son importantes para el ciclo de crecimiento de los peces y la oxigenación y depuración del Magdalena. Los afluentes del Magdalena traen consigo las aguas contaminadas y sin tratar de centenares de poblaciones ubicadas en el interior del país. Todo eso ha contribuido a que especies nativas como el caimán y los manatíes sean cada vez más escasos.
Las heridas de un viejo guerrero
La primera parte de la expedición de SEMANA por tres de los más importantes ríos de Colombia se inicia en el Magdalena. Este río articula la economía y responde por el 80 por ciento del PIB del país, el 70 por ciento de la energía hidráulica y el 50 por ciento de la pesca de agua dulce. Pero solo sobrevivirá si Colombia se compromete a salvarlo.
No hay duda: el Magdalena dejó de ser ese río majestuoso y megadiverso del que hablaban conquistadores, cronistas y viajeros desde el siglo XVI, que se convirtió en la principal vía de comunicación hasta mediados del siglo XX y por el que entró la modernidad al país. Esa misma modernidad que ahora lo amenaza de muerte.
Poco queda de la enorme diversidad y cantidad de animales reportados por los primeros expedicionarios europeos que recorrieron sus aguas. Los papagayos de color rojo, verde y azul y otros pájaros de colores brillantes; las manadas de monos que poblaban las ramas; las iguanas que permanecían inmóviles en la maleza; los grandes caimanes que simulaban troncos de árboles en el cieno; las serpientes, las tortugas, las grullas, flamencos y demás aves zancudas paradas sobre una pata; los manatíes y demás mamíferos que describió el diplomático francés Auguste Le Moyne cuando viajó a finales del siglo XIX por el Bajo y Medio Magdalena. Todos ellos se encuentran hoy en peligro de extinción y cada vez se ven menos. Actualmente, divisar un manatí o un caimán puede costar días de búsqueda.
Esa megadiversidad fue desapareciendo, acorralada por la ganadería y la agricultura. Incluso la pesca, actividad insignia del río, se ha reducido de una manera dramática. Lamentablemente, se cumplió el sueño modernista del científico Manuel Ancízar, cuando a mediados del siglo XIX, interpretando el criterio de la época, dijo: “Con el transcurso del tiempo y la mayor población, abatido el bosque y desagüados los pantanos, desaparecerán estos inconvenientes y las mencionadas llanuras serán el criadero de numerosos rebaños, que alternarán con haciendas de café y caña”.
Se podría decir que la triada modernidad, progreso y civilización le ha generado daños irreversibles al Magdalena. Un recorrido por los 1.528 kilómetros de sus cuencas alta, media y baja muestra una radiografía de un guerrero que, pese a sus heridas, se niega a morir y que sigue siendo importante para los colombianos. Al fin y al cabo, alberga casi 80 por ciento de la población en su cuenca y es responsable del mismo porcentaje del PIB del país.
El río niño
A unos cuantos kilómetros de su nacimiento en la laguna Magdalena, en el páramo de las Papas, el río comienza su batalla por sobrevivir. Ignacio Becerra, artesano y habitante del Estrecho del Magdalena (Huila), señala que las montañas que acompañan al río y que forman un cañón, desde hace 50 años, han perdido sus bosques, arrasados por la agricultura, en especial de plátano, café y de pancoger. “La deforestación ha hecho que el río arrastre cada vez más sedimentos, haciendo que sus aguas ya no sean cristalinas y que nazcan menos peces en la zona”.
Tras atravesar el cañón, conocido a la altura de Timaná (Huila) como Pericongo, el progreso le da al Magdalena su primera estocada: las represas de El Quimbo y Betania. La primera, construida entre 2010 y 2015, y la segunda, entre 1981 y 1987. Resulta complejo evaluar el impacto de ambas. Si bien ambientalistas y habitantes de la región señalan que los embalses han causado graves daños ecológicos, como la desaparición de extensas hectáreas de bosque seco tropical, también alrededor de esos cuerpos de agua se desarrollan industrias como la turística y la pesquera, que les da trabajo a las personas que viven en su área de influencia.
Al llegar a Neiva, el río recibe la primera gran descarga de aguas negras. Si bien todas las anteriores poblaciones por las que pasa hacen lo mismo, en este punto recoge los desechos diarios de 500.000 habitantes sin pasar primero por una planta de tratamiento de aguas residuales.
Río abajo, las fincas ganaderas y arroceras dominan el paisaje. A lado y lado se observan bocatomas por donde captan el agua para los cultivos y tubos de salida por donde se descargan las aguas contaminadas con agroquímicos y otros desechos. En los límites entre Neiva y Tolima, también se ven grandes piscinas donde los lugareños cultivan mojarra roja y negra. Solo hay actividad turística en El Quimbo y Betania.
Cuando el Magdalena entra al trayecto final de la cuenca alta, aumentan la actividad turística y pesquera. En el puerto de Girardot aparecen las lanchas que llevan a los turistas a destinos como la Isla del Sol. Los pescadores comienzan a ser cada vez más recurrentes y se mueven entre esta población y Honda detrás de los peces. Aquí se inicia un problema que correrá con las aguas de la cuenca del Magdalena: la dramática disminución de la riqueza piscícola. De acuerdo con la Autoridad Nacional de Acuicultura y Pesca, entre 1975 y 2015 los pescadores pasaron de producir 70.000 toneladas a 11.000.
La constante escasez de peces
Esta reducción se acentúa con lo que sucede en la cuenca media del Magdalena. A pocos kilómetros de Honda, llegando a Puerto Boyacá, comienzan a verse los grandes complejos lagunares, lugares fundamentales para el ciclo reproductivo y de crecimiento de los peces. Las hembras llegan allí a desovar; luego, los peces jóvenes recorren los caños y llegan al Magdalena.
Lo grave es que la gente está desecando esas ciénagas, que contribuyen a oxigenar y a depurar el río, para usar las tierras para criar ganado, compuesto cada vez más por búfalos. En la cuenca media, la autoridad ambiental Corantioquia enfoca su trabajo en el complejo lagunar del Magdalena Medio. En junio del año pasado declaró área protegida a la ciénaga de Barbacoas, ubicada en el municipio de Yondó, y se espera que este año haga lo mismo con la ciénaga Chiqueros, donde se han visto caimanes de gran tamaño
En la cuenca media el trasporte fluvial toma fuerza. Allí los habitantes de poblaciones ribereñas como La Dorada, Puerto Boyacá, Puerto Berrío, Puerto Nare y Barranca usan el río como una principal vía de comunicación. Desde las cinco de la mañana, en la mayoría de las poblaciones comienzan a salir las lanchas que transportan pasajeros. Hacia las siete u ocho de la mañana, en poblaciones como La Sierra (corregimiento de Puerto Nare) empieza a funcionar el ferri que pasa carros, motos y camiones entre las dos orillas.
Ya en Barrancabermeja aparecen las barcazas que transportan hidrocarburos y carga seca entre esta ciudad y Barranquilla. Ese negocio cada vez es más rentable gracias al puerto de Impala, el más grande del país. De acuerdo con Cormagdalena, entre 2016 y 2017 el transporte de carga entre Barrancabermeja aumentó alrededor del 50 por ciento.
Eje y sustancia
Desde Barrancabermeja, este guerrero incansable comienza su recorrido por los departamentos del Caribe colombiano. En El Banco, Magdalena, sus aguas se bifurcan: el brazo principal se dirige hacia el occidente, donde su caudal recibe las aguas de los ríos Cauca, San Jorge y Cesar. Allí atraviesa la Depresión Momposina, una extensa planicie inundable de cerca de 25.000 kilómetros que cumple la función fundamental de regular el ciclo hidrológico del río, sobre todo en las temporadas de lluvia, cuando sirve de esponja que absorbe el exceso de agua.
La ‘capital’ de esta subregión, Mompós, fundada en 1540, tiene una historia íntimamente ligada a los caprichos del río. Desde el principio, su posición privilegiada la convirtió en uno de los puertos más prósperos del país. Ante la vulnerabilidad de Cartagena frente a los ataques de armadas extranjeras y sin que Barranquilla hubiera aparecido todavía en el panorama político y económico de la región, Mompós era el paso obligado para las mercancías que entraban y salían de la colonia, y luego de la naciente república.
Sin embargo, hacia 1830 el Magdalena torció su rumbo y Mompós entró en un largo periodo de decadencia del que hasta ahora comienza a revivir. Toda la actividad económica que generaba el río se desplazó hacia otros lugares, las otrora prestantes familias emigraron y las inmensas mansiones coloniales empezaron a decaer ante el inexorable paso del tiempo. Pero María Bernarda Palomino cuenta una versión más optimista de la historia. Para ella, simplemente, el desvío del Magdalena permitió a la ciudad mantenerse a salvo de las convulsiones políticas que han signado la historia del país y de las consecuencias negativas del progreso mal entendido.
Gracias a ese aislamiento, dice Palomino, una momposina de 48 años que hoy funge como secretaria de Cultura y Turismo de la ciudad, no sufrieron los estragos de las sucesivas guerras civiles del siglo XIX, ni la violencia partidista del XX que desembocó en la carnicería de las guerrillas y los paramilitares de comienzos del XXI. “Mompós estuvo como suspendida en el tiempo. El Magdalena nos dio la prosperidad, pero también nos protegió de todos los males que sí sufrieron los demás pueblos de la región”, afirma.
Hoy, Mompós resurge de la mano del auge turístico que vive el país. Desde hace seis años alberga un festival de jazz que congrega a más de 6.000 personas y sus calles de piedra y sus casonas restauradas se han convertido en uno de los destinos preferidos por los visitantes que buscan conocer una villa repleta de historias y leyendas. “Tenemos 32 hoteles y más de 700 camas disponibles. Y en eventos masivos como el festival, muchas casas se acondicionan para recibir a los turistas y hacerlos sentir como en familia”, complementa Palomino.
En su último tramo antes de llegar al mar Caribe, el coloso fluvial describe una línea casi recta que sirve de frontera entre los departamentos de Magdalena y Atlántico. Pero se trata de una división artificial, pues a lado y lado del río los pueblos ribereños comparten un estado de postración y abandono de proporciones bíblicas.
Aquí aparece un factor: las carreteras que lo acorralan e interrumpen su comunicación con los ecosistemas circundantes. Esto es particularmente notorio en su margen derecha, donde actualmente una concesión de cuarta generación construye la ‘vía de la Prosperidad’, un trazado de 48 kilómetros para unir a Barranquilla con Salamina. Aparte de los líos de corrupción, que han causado que los 245.000 millones invertidos hasta ahora solo hayan alcanzado para pavimentar 4 kilómetros, el trazado no contempla conexiones adecuadas entre el Magdalena y la Ciénaga Grande de Santa Marta, lo que genera un impacto negativo en el humedal más emblemático de Colombia.
Con todo, el Magdalena resiste y en su parte más baja sirve de eje del desarrollo de una de las principales ciudades del país. Gracias al puerto construido a 12 kilómetros de la desembocadura, Barranquilla se ha erigido como la Puerta de Oro, el sitio por donde ha entrado gran parte del progreso económico y una de las principales conexiones culturales con el mundo. De ese tamaño es la trascendencia del Magdalena, el río crucial de Colombia
Los guardianes del cielo del Magdalena
El río Magdalena es tan extenso como diverso. En sus 1.528 kilómetros de recorrido, millones de aves ven en sus ecosistemas la oportunidad de buscar alimento y refugio, ya sea en las inmaculadas temperaturas del páramo de las Papas, donde nace; en los bosques secos de calurosas temperaturas de su cuenca media; o en sus ciénagas húmedas cercanas a su desembocadura en el Caribe.
En su cuenca alta, en especial en el Macizo colombiano, habitan 150 especies de aves, como patos, cóndores, águilas y pavas andinas. Por su parte, su tramo medio es gobernado por una avifauna migratoria y endémica, representada en garzas azules, reales y blancas, cardenales, periquitos y tórtolas.
244 especies de ‘alados’ se han identificado en la cuenca baja y la llanura del Caribe, de las cuales cuatro se dejaron ver en este recorrido por la principal arteria del país.
Los sonidos del río Grande
Respira el viejo río
No más 'depresión'
Un grupo de habitantes de Mompós asegura que la zona de humedales donde está ubicada esa ciudad debería cambiar de nombre para que no se asocie a cosas negativas y sugieren una mejor alternativa
Ciénaga en estado de coma
La ganadería, la agricultura, las obras de infraestructura tienen acorralado el complejo de humedales más importante de Colombia.
Tiene cara de cantante vallenato o profesor de danza, pero no de alguien que vive entre el agua y es experto conocedor del humedal más emblemático del país y sus secretos. A sus 57 años, Ahmed Gutiérrez ha pasado gran parte de su vida recorriendo pantanos, ríos, caños, manglares y bosques de la Ciénaga Grande de Santa Marta.
Por supuesto Ahmed sabe quién es cada uno de los casi 500 habitantes de los tres pueblos palafíticos que se erigen como un puñado de pequeñas islas de madera en medio del inmenso espejo de agua que conforma el complejo de Pajarales.
En su lancha blanca ha escudriñado cada uno de los rincones de la ciénaga, ya sea por su trabajo como funcionario de Parques Nacionales, o navegándola con turistas impresionados por esa generosa manifestación de la naturaleza. A todos ellos les nombra los principales sitios y animales, pero también les advierte que esa riqueza que alegra la vista podría sucumbir ante las heridas que le infligen empresarios, el gobierno y ellos mismos, tanto para dominarla como para aprovecharla.
La ciénaga grande de Santa Marta es un complejo de humedales costeros de cerca de 5.000 kilómetros cuadrados. Su importancia ecológica ha sido reconocida mediante la declaratoria de dos Parques Nacionales en su interior, la designación como sitio Ramsar (una categoría de protección internacional) y como reserva del hombre y la biósfera por la Unesco. Pero todos estos títulos no han evitado que hoy esté a punto de naufragar por cuenta de la ganadería, la agricultura y las obras de infraestructura
Según Ahmed, la debacle comenzó hacia 1955, cuando se construyó la vía entre el municipio de Ciénaga y Barranquilla bordeando la estrecha franja de tierra que separa el humedal del océano Atlántico. “Esa carretera se hizo mal porque taponó la entrada de agua salada. Desde ahí empezó a decaer la ciénaga, y la muerte de los manglares y peces que nacen en ellos”.
Los cálculos de la ecóloga Sandra Vilardy, quien por años ha estudiado ese ecosistema desde la Universidad del Magdalena, indican que entre 1956 y 1990 la ciénaga pasó de tener 50.000 hectáreas de bosques de manglar a menos de 30.000. Ahmed recuerda muy bien la magnitud de la situación porque sus ojos vieron “la mortandad de peces más grande de la historia”. Esa primera alerta llevó a que el gobierno de la época pusiera su atención en la ciénaga e iniciara las gestiones para protegerla mediante las figuras hoy ostenta.
Sin embargo, al interior de ella se comenzaba a profundizar la crisis. Más que del agua salada, la vida de la ciénaga depende del alimento que recibe de los ríos que bajan de la Sierra Nevada de Santa Marta y de los caños que transportan el que provee el río Magdalena. Esta delicada interrelación se descompuso a instancias del acaparamiento de tierras y la desviación y la captación de los caudales para regar pastos y cultivos de palma, arroz y banano.
Mientras navega lentamente por el complejo de Pajarales, Ahmed señala el punto exacto en el que en septiembre de 2016 vio flotar nuevamente varias toneladas de pescados muertos en la superficie de la ciénaga. Luego añade que en ese año se perdieron 2.700 hectáreas de manglar. Y para comprobarlo, dirige su índice hacia los límites del agua, donde parches de bosque de color café, que contrastan con el verde característico, le sirven aún de testigo de su testimonio.
Aún si no contara con ese apoyo, archivos de medios de comunicación de esa época lo ratificarían, pues documentan que la catástrofe ambiental llevó a que el Ministerio de Ambiente pidiera la declaratoria de calamidad pública para atender la emergencia y que posteriormente se destrabaran varios kilómetros de diques que se habían construido de forma ilegal, principalmente en el río Aracataca, para robarle el agua a la ciénaga.
Luego vino por fin un respiro, pero no el alivio definitivo. Si bien no se han vuelto a presentar episodios críticos, y que vistas desde el interior las desembocaduras de los ríos Fundación, Aracataca y Sevilla parecieran tener un caudal normal, Ahmed tiene la certeza de que la ciénaga “se encuentra en estado de coma. Vaya y vea cómo nos está perjudicando la vía de la Prosperidad que están construyendo a lo largo del Magdalena y afectando los caños que alimentan este lugar”.
¿Otra estocada?
A cinco minutos de Barranquilla, donde termina la zona portuaria e industrial, comienza una obra cuyo nombre contradice totalmente la realidad que se percibe. Sobre el papel, la vía de la Prosperidad debería ser una carretera pavimentada que conecta la ciudad con algunos de sus pueblos vecinos, para que éstos puedan sacar sus productos agrícolas y recibir los beneficios que trae participar de uno de los mercados más importantes del país.
En la práctica, es una trocha a medio construir que comienza en un puente estrecho con unas barandas de piedra que parecieran haber resistido a un bombardeo. Luego, un camino polvoriento serpentea en paralelo al flanco derecho del río Magdalena
En ciertas curvas el agua toca el borde de la vía y en ciertos puntos ya es notorio que la está erosionando. Al otro lado, en el paisaje se intercalan grandes superficies de humedales que hacen parte de la Ciénaga Grande de Santa Marta con extensas fincas ganaderas y arroceras.
La vía de la Prosperidad se interpone como un dique entre el río y la ciénaga más importantes del país. Se trata de una zona muy sensible, pues se comporta como una planicie de inundación que amortigua los desbordamientos en épocas de invierno. Con ese nombre, y teniendo en cuenta que en la valla oficial ubicada al inicio de la obra se informa que la inversión para construir esos 48 kilómetros es de 466.000 millones, existe el derecho a pensar que se trata de una carretera adaptada a la dinámica cambiante del ecosistema.
Pero lo que se observa no permite albergar esa certeza. Tras múltiples tropiezos que han derivado en millonarios pleitos judiciales, la vía de la Prosperidad solo tendrá 18 kilómetros pavimentados entre el corregimiento de Palermo y el municipio de Sitionuevo. Aunque el contrato vence en julio, hasta el momento hay apenas 4 kilómetros terminados y el resto son terraplenes de tres metros de altura coronados por una capa de arena y piedra sobre la que circulan desde mototaxis hasta buses intermunicipales.
En ciertos tramos la elevación aumenta y la carretera es soportada por una especie de puentes de hormigón que en su parte inferior tienen orificios transversales. En ingeniería, estos módulos se conocen como box culverts y cumplen la misión fundamental de permitir la circulación del agua a través de ellos. Sin embargo, en la mayoría de los que ya están instalados en la vía no conectan ningún caudal y más bien se han convertido en depósitos de la basura que generan las poblaciones aledañas y quienes transitan por ella.
Las sospechas sobre la obra son tan evidentes que en septiembre del año pasado, la Procuraduría Delegada para la Contratación Estatal abrió investigación disciplinaria contra el anterior gobernador del departamento del Magdalena, Luis Miguel Cotes, y la actual, Rosa Cotes, por presuntas irregularidades en la implementación y ejecución del proyecto. La entidad está investigando la desactualización de los estudios y diseños de la obra, también los sobrecostos en el transporte de los materiales para la construcción de los terraplenes.
Pero los interrogantes ambientales de la vía son de vieja data. Desde el comienzo del proyecto en 2013 la Contraloría emitió una Función de Advertencia a los Ministerios de Ambiente y Transporte, la Agencia Nacional de Licencias Ambientales y Cormagdalena por las afectaciones irreversibles que causaría una obra de esa magnitud sin los estudios adecuados
“De construirse la vía-dique esta se puede comportar como una barrera artificial en la margen derecha del río, modificándose de esta manera el ingreso de flujos de agua y el nivel del Magdalena en época de crecientes, lo cual podría llevar a que las aguas inundaran zonas que antes no presentaban esta situación y que, por lo tanto, no están protegidas de forma correspondiente para tales eventos”, afirmaba el documento.
Fabio Manjarrés, director de proyectos de la Gobernación del Magdalena, admite que los estudios iniciales que hizo el Invías antes de contratar la obra fueron defectuosos, pero dice que durante su gestión se han corregido y que el proyecto no genera ningún riesgo para el ecosistema ni para las comunidades aledañas. “Nosotros exigimos que se duplicaran la cantidad de box culverts que se tenían contemplados en los diseños iniciales para asegurarnos de que no se convierta en una amenaza ambiental”, afirma.
Para Ahmed, entre tanto, esa ya es una promesa incumplida. Dirigiendo su lancha por el caño aguas negras, unos 200 metros antes de salir al río Magdalena, aprovecha para señalar las compuertas que tuvieron que abrir a la fuerza en agosto del año pasado, cuando una nueva amenaza de mortandad se acercaba. “Nos tocó tomar cartas en el asunto porque no podemos permitir que este lugar se nos muera. El día que deje de llegar agua dulce desaparece la ciénaga y nosotros con ella”.