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Claudia y Marcela

"Me estoy repitiendo toda la primaria por mi hijo”

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Adriana Pérez abandonó su trabajo como arquitecta para cuidar de su hijo Saúl, que tiene una enfermedad huérfana. Ahora pasa los días en el colegio y en su hogar velando por él y espera encontrar a alguien en el mundo con la misma condición.

A Adriana Pérez le tocó volver a tener ocho años. Regresar a un pupitre pequeño, con niños que aprenden las vocales, la suma, la resta y manualidades en un entorno colorido donde confluyen los lápices de colores, la plastilina, el ruido de los alumnos, la voz de autoridad de los profesores, el tablero y los marcadores. Solo que ella no es la estudiante.

Todos los días se levanta a las seis de la mañana con su hijo Saúl, que tiene ocho años pero parece de cuatro, desayunan y salen a prisa hacia el colegio para las clases de español y matemáticas.

La profesora de español suele narrar cuentos para explicar los temas de la clase. Adriana todos los días se sienta al lado de su hijo y hace el papel de traductor. Le describe los personajes a Saúl, se inventa metáforas y analogías para que entienda mejor la narrativa, inventa juegos lúdicos, lleva fichas, y busca la manera de que logre recordar las palabras del profesor.

Saúl tiene discapacidad cognitiva, está diagnosticado con una trisomía parcial del brazo largo del cromosoma 14. Es una enfermedad huérfana descrita como un retardo global en el desarrollo del crecimiento y la parte cognitiva. Saúl tiene las manos, pies y mandíbula pequeñas, es hipotónico -es decir que tiene movilidad reducida y debilidad muscular-, tiene retardo en el lenguaje. Hace mutismo selectivo -habla solo con quien desea-; tiene déficit de atención, picos de agresividad y a veces se le dificulta seguir instrucciones.

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La sala de la casa se transforma en un espacio íntimo donde Saúl puede hacer sus ejercicios, jugar y seguir aprendiendo gracias a su madre Adriana que ha adaptado el lugar para que el niño pueda desarrollarse en un espacio adecuado.

Adriana aspira a que con estas descripciones haya alguien como Saúl en el mundo, o alguien diagnosticado con la enfermedad que no era. "Según los genetistas no hay más casos, pero yo no puedo creer que Saúl sea el único. Tenemos una enfermedad huérfana en un país donde ni la salud ni la educación funcionan como deberían".

Los padres de Saúl critican que muchos colegios consideran que la educación inclusiva consiste en matricular al niño y dejarlo luego a la deriva. Nadie más que ellos ha visto cómo a Saúl lo excluyen sus propios profesores, en una esquina del salón y sin la más mínima atención académica. Muchas veces permitieron que se tirara al piso a los ojos de sus compañeros, algo que Adriana considera que pudo haberlo afectado psicológicamente.

Pero no solo ha pasado por ahí. Una vez en unos exámenes médicos los niveles de glucosa salieron bajos. La conclusión fue que en el colegio no habían respetado su dieta. Saúl solo puede consumir cosas que no estén procesadas, pero ese día le habían dado chocolates y dulces. "Una vez hasta lo dejaron comer basura", dice Adriana indignada.

Cuando Adriana tenía 25 semanas de embarazo los médicos le dijeron, según recuerda ella en la indolencia más fuerte, que su niño "venía mal, y que tendría un aborto en cualquier momento". Efectivamente Saúl dejó de crecer pero nació a los 8 meses. Pesó 1290 gramos, la mitad del promedio de cualquier bebé. Pasó 49 días en incubadora y en cuidados intensivos. "Ese niño no se mueve, no llora, no le damos un buen pronóstico, quedará como un vegetal".

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Como Saúl nació con la mitad de su peso y con debilidad muscular, Adriana decidió probar con el Plan Canguro, que consiste en que el bebé se desarrolle gracias al contacto con la piel.

Desde pequeño Saúl ingresó a terapias. Adriana aprendió cada ejercicio, cada movimiento y masaje que tenía que hacerle a su niño en sus manos y pies. Dice que no fueron en 10 o 20 terapias, sino en cientos de ellas cuando los cambios empezaron a verse. Poco a poco Saúl comenzó a tener una relación con el mundo, a descubrirlo. "Nos inventábamos de todo con las terapistas, hasta le hicimos manillas que hacían sonidos para que moviera sus manitos", dice Adriana.

A los 14 meses logró gatear y a los dos años y medio dio sus primeros pasos. Sin embargo el diagnóstico no llegó pronto. Un genetista hizo una muestra de sangre y la envió a Estados Unidos para que hicieran un examen más preciso. Ahí se enteraron de la extraña trisomía parcial del brazo largo del cromosoma 14.

"Cuando uno recibe el diagnóstico es un descanso, aparece al menos un camino. Pero comienza una especie de etapa de duelo, porque no sabes qué vas a hacer.. simplemente no quieres que tu hijo tenga algo así. Y algo genético es algo que no es reversible, es fuerte, y empieza una lucha larga contra todo", confiesa Adriana.

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Adriana le pone pesas en los pies a su hijo Saúl para hacer ejercicios de movimiento y fuerza.

No solo ha sido una batalla para que los colegios le den una verdadera educación inclusiva. Sino también con las EPS. Nunca les informaron bien a cuales especialistas visitar y la información sobre terapias y los derechos del niño por su situación de discapacidad fue más bien poca.

Adriana dejó su trabajo como arquitecta. Fue cuando Saúl cumplió tres años y empezó a asistir al colegio. Se dio cuenta que él necesitaba un montón de cosas que las clases y las terapias no podían llenar. Los ejercicios fueron más continuos. Ahora sale más al parque, va a piscina, hace más deporte y estudia en casa.

“Tengo en mi cabeza el peor recuerdo”. Saúl se despertó en la mañana, se paró de su cama y cayó desmayado frente a los ojos de su mamá. Adriana apretó a su hijo con sus brazos, corrió para la clínica. Media hora pasó entre la caída y la primera atención. No reaccionaba. "Medio le sentía el pulso y medio respiraba". Con todo lo que daban sus pulmones gritó que necesitaba un médico, Saúl entró a la sala de reanimación, le tomaron los niveles de glucosa y estaba baja. Se demoraron en encontrar la vena pero lograron canalizarlo, "yo sentía que me iba a desmayar", recuerda. Pero su hijo no reaccionó en ese momento. Lo ingresaron a cuidados intensivos. "Se va a ir, se va a ir", escuchó Adriana.

Saúl pegó un sobresalto. Casi se le va la vida...

En su casa el niño recorre hoy los pasillos y los cuartos con la curiosidad intacta. Raya con lápices de colores con fuerza sobre un libro de dibujos y rompe hojas, mueve fichas de un lado a otro. Imita los sonidos de los animales y hasta juega a ser un baterista. Camina hasta la organeta de su padre, presiona las teclas y se le escapa una carcajada.

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“Uno se vuelve terapista, yo cogía a este niño. Yo anotaba o grababa lo que tocaba hacerle y hacíamos repeticiones.”, dice Adriana.

— "Nos inventábamos de todo con las terapistas, hasta le hicimos manillas que hacían sonidos para que moviera sus manitos".