Fotos: Pilar Mejía
deslice
24 años.
Tiene un bebé de 5 meses y un niño de 4.
Antonio, de 24 años, se subió a TransMilenio en el Portal Usme y tomó un bus hacia el Portal 80 a las 7 de la mañana. Lo acompañaba su esposa Elizabeth, también de 24. Ella cargaba al pequeño Gael, un bebé regordete de 5 meses. Se veía muy blanco, suavecito. Sus ojos negros hipnotizaban. Los de su madre eran verdes, igualmente bellos, pero tristes. Al mismo tiempo, la madre de Elizabeth, Glenda Piñeros, de 45, tomó la ruta de TransMilenio hacia el norte. Iba junto a su hija Alejandra, quien tiene 20 años y 7 meses de embarazo. El esposo de Glenda, José Gregorio Piñeros, de 45 años, se fue por la ruta de la 26 con su nieto de 4, Christopher, el otro hijo de Antonio y Elizabeth. Alfonso, de 18, el hermano de Elizabeth, se fue solo por la ruta que iba hacia Suba. Bárbara y Valeria, dos adolescentes de 14 y 13 años, se quedaron en casa, en un pequeño apartamento al sur de Bogotá, donde duermen todos: en total son 11 Piñeros que buscan sobrevivir entre los vagones del transporte público bogotano.
“Dios le ha mandado una prueba a Venezuela. Por eso estamos acá, en su país —dijo Antonio lleno de valor—. Venezuela está en crisis, pero como nos pasó a nosotros también les puede pasar a ustedes. Quiero que no olviden cómo los ha tratado Venezuela cuando ustedes eran los migrantes en mi país. Que su cara, que es su bandera, la puso un venezolano: Francisco de Miranda. Y que compartimos al mismo libertador, Simón Bolívar... Vengo a venderles estos dulces, que no tienen ningún precio. Es para alimentar a mi esposa, a mis bebés y al resto de la familia”.
Elizabeth miraba a la nada mientras su esposo decía estas palabras. Se veía incómoda, tímida. En un brazo cargaba al bebé y con el otro se sostenía para no caerse con el bus que saltaba y saltaba por las baldosas estropeadas. Cuando Antonio terminó de hablar, Elizabeth caminó con destreza por el pasillo del bus para recoger unas monedas. Muchos dieron dinero, pero alguien les gritó “estás en el país equivocado, si acá no hay para nosotros, menos para tu familia”.
La venta de productos en transporte público está prohibida. Por eso, la policía suele decomisar la mercancía y poner multas a los vendedores ambulantes tanto a los colombianos como a los extranjeros.
En su ruta Glenda decía “no nos ignoren, no nos denigren, estamos acá tratando de ganarnos la vida”. Ángela enmudecía. Se hacía detrás de su madre como un guardia asustado. Alfonso, invitaba a que lo rechazaran por cómo vestía: “el hecho de que tenga una gorra, un pantalón y un saco ancho no significa que sea un delincuente. Vengo con mi familia desde Venezuela y ha sido bastante rudo”. José Gregorio, por su parte, hablaba de su antiguo trabajo en su país como técnico de televisión. “Vengo a TransMilenio porque en otros lados nos tratan peor, nos explotan, nos pagan menos que a los colombianos”. El pequeño Christopher sonreía, como si vender los dulces y no caerse en el TransMilenio se tratara de un juego.
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De izquierda a Derecha: Alejandra Piñeros (7 meses de embarazo - 20 años), Bárbara Piñeros (14 años), Alfonso Piñeros (18 años), Gael Carreño (5 meses), José Gregorio Piñeros (45), Glenda Piñeros (45), Elizabeth Piñeros (24), Christopher Carreño (4 años), Antonio Carreño (Esposo de Elizabeth - 24 años), Valeria Piñeros (13 años).
La primera vez que vimos a Elizabeth y a su familia estaba en el Terminal Salitre de Bogotá. Ninguno quería hablar, solo Glenda, quien siempre se ve muy entusiasta. Esa vez estaban pidiendo algo de comida en una fundación de monjas católicas que ofrece ayuda para los migrantes. Ahora, en su casa, nos reciben como si fuéramos familia, parece que todos quieren contar su historia.
Alejandra acaba de llegar de su cita médica. “¡Es una niña! Me dicen que está muy bien, pero que está muy bajita de peso”. “Se va a llamar Rose”, dice Christopher. Alejandra es la única de la familia que tiene Permiso Especial de Permanencia (PEP). Cuando vino a Bogotá hizo parte del censo. Gregorio no le puso mucha atención al proceso y ahora pide que se vuelva a abrir para poder trabajar. “No quiero que nos regalen nada, queremos trabajar”.
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La familia Piñeros espera que se pueda abrir de nuevo el censo para obtener un permiso de permanencia y así conseguir un trabajo formal en Bogotá. Lo que desean es mejorar las condiciones en las que están viviendo ahora.
Nos sentamos en una de las 4 colchonetas donde los 11 duermen cada noche. Allí, Elizabeth, empieza a contarnos su travesía para llegar a Colombia. En Venezuela Antonio trabajaba en una panadería. Los demás se dedicaban al comercio y los niños al estudio. Pero después de un tiempo, no era fácil vender y por lo tanto comprar. Ante la situación, el primero en venir al país fue José Gregorio. Empezó a trabajar en un restaurante, pero luego se dio cuenta de que le tocaba más duro que a los colombianos y que además le pagaban menos. Decidió probar suerte en el TransMilenio. “Me va diez veces mejor”, dice.
Elizabeth asegura que no están utilizando a sus hijos para pedir dinero. Ella y su esposo temen dejarlos en casa o en la escuela por las noticias de violencia y abuso sexual a los menores que escuchan en los medios colombianos.
Con lo que reunió le envió dinero a su esposa Glenda, y después, entre los dos, juntaron lo suficiente para enviarles a los demás. Bárbara y Valeria fueron las últimas en llegar. A todos en general les fue bien en el camino, pero para a estas adolescentes fue un suplicio. “Cuando llegamos a Cúcuta nos robaron 90.000 pesos —dice una de ellas— Nos tocó dormir en la calle. Pasamos hambre. Esa noche hubo disparos y mataron a un venezolano. Para llegar a Bogotá nos vinimos sentados en el pasillo del bus porque un señor nos hizo el favor. Fue muy rudo”.
Antonio y Elizabeth recuerdan que lo peor del viaje fue la incomodidad. Se trató de un viaje de Valencia a San Antonio del Táchira. Fueron 14 horas en un bus de sillas plásticas, “como las del SITP”. Gael estuvo tranquilo, su madre le daba seno y en el camino no hizo otra cosa que dormir. El pequeño Christopher, en cambio, estaba desesperado. Tenía hambre. No podía dormir. Se sentía cansado, incómodo y no paraba de preguntar, “¿cuánto falta? ¿Ya casi voy a ver a mi abuelo?”. Pero eso era más soportable que ser mamá en Venezuela.
Elizabeth cuenta que para ese entonces le tocó pagar 20 millones de bolívares y comprar los implementos quirúrgicos para dar a luz. Después del parto el reto era conseguir conseguir pañales: “Le ponía de tela pero el bebé se me quemaba. Y cuando ya me empezó a faltar incluso comida para Christopher pues definitivamente nos tocó venirnos. Allá muchos niños se mueren de la desnutrición”.
Alejandra, quien ha vivido todo su embarazo en Colombia, no la ha pasado mejor. El papá del bebé no parece estar interesado. Y trabajar en TransMilenio y enfrentarse a los comentarios de algunas personas le baja el ánimo. Su voz se vuelve un susurro entrecortado cuando habla del futuro de su hija. “Quiero para ella lo mejor. No quiero que pase por todo lo que nosotros hemos tenido que pasar”, dice.
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La familia Piñeros se dio cuenta de que trabajar en TransMilenio podía ser más rentable que trabajar, por ejemplo, en restaurantes. Según cuentan, los explotaban y les pagan menos que a los colombianos.
Una de las críticas que recibe la familia Piñeros en TransMilenio es llevar a los niños consigo. “Quieren dar lástima. Los están usando”, les dicen. “Pero nos llevamos a los niños porque simplemente nos da pánico dejarlos en una guardería o en un jardín”, explica Antonio. Las noticias de violaciones, ataques de ácido, microtráfico, y violencia contra los menores los tienen asustados. “Esas historias, la verdad, no se ven en Venezuela”, agrega.
Vender dulces en TransMilenio se ha convertido en una alternativa para los venezolanos que llegan a la capital. Antonio ya tiene una multa y le han decomisado varias veces la mercancía.
Antonio confiesa que no se quiere ir a Venezuela, pero tampoco se quiere quedar en Colombia. Elizabeth piensa lo mismo. Glenda piensa que las cosas pueden mejorar y que más adelante podrán montar un negocio. José Gregorio, por su parte, quisiera ir a una ciudad más barata, Bogotá les parece muy caro. En la Venezuela de otra época el sueldo mínimo les alcanzaba para tener casa, para viajar y la comida nunca había sido un problema. Ahora, en Colombia, aunque se puede comprar de todo, para una familia tan grande tener calidad de vida con lo que ganan en TransMilenio está cuesta arriba.
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En el camino de 14 horas para llegar a Colombia Gael durmió todo el tiempo. Solo se despertaba para comer.
— “Vengo a TransMilenio porque en otros lados nos tratan peor, nos explotan, nos pagan menos que a los colombianos”.