En el resguardo Los Monos, a orillas del río Caquetá, se ha vuelto común el nacimiento de niños con malformaciones y enfermedades antes no vistas. La dieta milenaria a base de pescado ahora contaminado, los ha hecho pensar en volverse vegetarianos. Investigación de SEMANA.
Dos días y una noche permaneció el abuelo Reinaldo Ruiz dentro del bote, acostado boca arriba, mojado en sudor, retorciéndose de cuando en cuando, como si estuviera enfermo de locura, recibiendo los conjuros de su hijo Diógenes que intentaba salvarlo.
Dos días y una noche es lo que se demoran por agua los enfermos del resguardo Los Monos, al extremo norte del Amazonas, en llegar al primer puesto de salud que aparece en el mapa. Ese que queda por allá en La Tagua, un puerto bulloso del municipio de Puerto Leguízamo, en Putumayo. En las lejuras de la selva las distancias no se miden en kilómetros, muy pocos saben calcularlos. Los tiempos de los trayectos dependen del motor. Y el que empujaba la barca que llevaba a don Reinaldo era el de una guadañadora. Un aparatico demasiado diminuto y tartamudo para la ferocidad de las aguas cenagosas del río Caquetá, cuyas orillas se ven tan lejos la una de la otra, que dan la impresión de cercar la desembocadura de un mar.
Quienes lo vieron sumergirse en el delirio ese día de abril de 2015, cuentan que al abuelo, de 73 años para ese entonces, lo atacó primero un hormigueo en la sangre. Pero después fue la parálisis, el entumecimiento de las piernas y de los brazos, el babeo. Todo eso junto, mejor dicho, fue lo que lo tumbó.
El abuelo, el que huyó del exterminio de las empresas caucheras a mediados del siglo pasado y que habitó por primera vez el territorio donde ahora quedan Los Monos, no podía morirse así de la nada. Sin explicación alguna. No te mueras abuelo, decían todos. La noche antes de que llegaran a La Tagua, donde finalmente le prestaron atención médica, Diógenes pensó por primera vez en el mercurio que por décadas los mineros han arrojado al río Caquetá, pensó en los niños malformados, con retardo, síndrome de Down y otras enfermedades sin nombre para ellos que comenzaron a aparecer de un momento a otro en los distintos resguardos, pensó en el pescado que las mujeres embarazadas se llevaban a la boca todos los días de sus vidas porque es lo que siempre han comido. Diógenes pensó en reikɨnaɨe, en aɨroi, en tɨɨya, eso mismo que en castellano se nombra con las palabras ‘mercurio’, ‘veneno’, ‘muerte’.
Tres años después de aquel largo viaje en bote, el cuerpo que carga el abuelo Reinaldo ya no es el de antes. Le han aparecido llagas en la cara, en la coronilla. Cuando las heridas se ponen mal, quedan en carne viva. Cada seis o cinco meses, los ojos achinados del abuelo se le apagan, como cuando se va la luz de repente y entonces la tembladera le vuelve, la locura se le asoma hasta que se lo traga.
La idea de que el mercurio sigue atacando a su padre de manera silenciosa no se ha ido de la cabeza de Diógenes. Pero no hay un médico ni pruebas científicas que lo certifiquen. En parte porque el Estado nunca se ha aparecido por allá. Pero hay indicios, hay pruebas que Diógenes ha acumulado en miles de videos y fotografías, y que ninguna autoridad de salud se ha interesado en recibir o en estudiar. Es que a Los Monos a nadie le interesa ir. A Los Monos nadie va.
Un afiche pegado sobre la pared de una tienda del puerto de La Tagua le advierte a los transeúntes que no se debería comer mota o simí, un pez carroñero al que se le reconoce por unos largos bigotes y una piel babosa pintada con puntos negros. Todo debido a su alarmante contenido de mercurio. Desde el año 2014 y por una investigación de la Universidad de los Andes y la fundación Omacha, se sabe que el consumo ininterrumpido de este animal es peligroso para la salud. Puede ser mortal, incluso.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el nivel máximo de mercurio que un pez puede concentrar para que sea apto para el consumo humano es de 0,5 microgramos por gramo (µg/gr). Los estudios de Los Andes, liderados por la bióloga y microbióloga Susana Caballero, encontraron en muestras del mota porcentajes que oscilaban entre los 1,33 y 2,28 (µg/gr).
El mercurio, dicho sea de paso, es un metal pesado altamente tóxico y nocivo para la salud de los seres vivos. Básicamente es un veneno. Los mineros lo usan para separar el oro de la arena. Y cuando lo esparcen en los ríos, se sedimenta y se queda en organismos diminutos como las algas, con las que a su vez se alimentan los peces chicos. Y de ahí para adelante comienza una larga cadena que termina en los humanos que se comen a los peces. Pero el problema no es tanto consumirlos, sino basar toda la dieta en ellos.
Javier Humberto Guzmán, director del Invima, instituto que investigó los efectos del mota en Colombia, dice que alguien que coma cada seis meses un pez con índices más altos de los permitidos no vería desgastes en su salud. El lío está en ponerlo en la mesa todos los días, así como ocurre en Los Monos, en Puerto Sábalo y Berlín. Los habitantes de estos últimos dos resguardos, apostados al otro lado del río, también están emparentados con el clan del abuelo Reinaldo. De hecho, los indígenas utioto de toda la cuenca de la Amazonia no conocen más comida que el pescado. Y desde tiempos inmemoriales. Porque además no es que haya mucha más comida disponible. La base de su alimentación milenaria es complementada con algunos animales de monte como chigüiros, tigres, venados, guaras –que también pueden estar contaminados-, además de las frutas, ñame, mafafa y yuca.
Guzmán también explica que las mujeres embarazadas y los niños son los grupos de personas más vulnerables. Porque el mercurio es un enemigo sigiloso. Con estas palabras lo ha alertado la fundación Omacha: se acumula en los tejidos de todos los seres vivos que están expuestos a él, afectando su parte neurológica. Entra al cuerpo para quedarse y cuando alcanza niveles altos comienza a alterar el sistema nervioso central y a quedarse a vivir en los riñones, en el cerebro y los tejidos grasos. Puede generar alteraciones en el desarrollo embrionario y promover malformaciones congénitas. En esto coincide la literatura médica.
Pero fue solo hasta 2017 que en Colombia dejó de permitirse la comercialización del pez mota. A raíz de otras investigaciones y de los estudios del Invima que confirmaban los hallazgos de Los Andes, la Autoridad Nacional de Acuicultura y Pesca expidió un decreto mediante el cual se prohibía la venta de ese tipo de pescado.
Pero en La Tagua poco se habla del mercurio, de su peligrosidad. Alarmar sobre este metal pesado es casi como declararle la guerra a los llamados disidentes de las Farc, los grupos armados ilegales que no se sometieron a un proceso de paz con el Gobierno y que se quedaron con el control de las explotaciones de oro a lo largo del río Caquetá.
Lo que ellos tienen es un negocio bien rentable. Pese a que la minería ilegal es una práctica cuyas dimensiones no se conocen del todo en el país, la Oficina contra las Drogas y el Delito de la ONU (Unodc) cree que en Colombia puede mover cerca de 7 billones de pesos al año.
Para organizaciones ilegales como el Clan del Golfo o los mismos disidentes de las Farc, dedicarse a la minería sin permisos ambientales es incluso mejor negocio que exportar cocaína. Si un gramo de coca procesada se puede vender en 40.000 pesos, el de oro no baja de los 120.000. Eso sin contar que los vacíos en las leyes colombianas permiten sacar el mineral del país de forma legal, con el amparo de las comercializadoras que tienen permisos en regla. No hay trazabilidad para el oro ilegal, mejor dicho.
Lo más preocupante tiene que ver con las cantidades de mineral que estas bandas le arrebatan a los suelos colombianos, con daños ambientales irreparables. En 2017, el contralor general de la Nación, Edgardo Maya Villazón, dijo que el 80 por ciento de la explotación minera en Colombia es ilegal. El funcionario habló de un sombrío panorama que deja mal parado al gobierno frente a las soluciones. “Este fenómeno amenaza con convertir en grandes desiertos amplios territorios, y secar ríos como sucedió con el Sambingo, en el Cauca. Esto demuestra la carencia de una política pública de Estado para enfrentar exitosamente este terrible fenómeno”, dijo.
En el trayecto de La Tagua a Los Monos, que en una lancha con un motor de 200 caballos se puede demorar unas nueve horas, se ven al menos unas cinco dragas artesanales que, desde las márgenes, extraen oro sin ningún tipo de autorización. Estas máquinas sacan lodos y arenas en lugares en los que se presume está el metal. Todas ellas vierten mercurio al agua sin misericordia. A una hora de Los Monos en bote, en un sector río arriba conocido como Nekare, funcionó durante más de 20 años una mina de oro que terminó siendo controlada por brasileños. Aunque hoy en día está abandonada, los estragos que dejó en el medioambiente y en las comunidades de uitotos jamás podrían calcularse.
Es un tema delicado del que no se puede hablar tan abiertamente. Ni en La Tagua ni en los pequeños y aislados resguardos indígenas que se arremolinan a ambos lados del afluente. Se calcula que unos 1.200 uitotos viven en el medio Caquetá; de ellos, 409 están en Los Monos. Estamos ante dos nudos ciegos de una misma historia. Por un lado, el Estado no se aparece ni en pintura y tampoco tiene la capacidad para investigar posibles casos de contaminación de mercurio en la lejanía de los resguardos, así haya evidencias e indicios de la presencia del metal en las aguas. En Los Monos, el acceso a la salud es nulo. Pero por otro lado, los habitantes de la cuenca de la Amazonia que han visto nacer niños malformados, están obligados a ocultarlos. No vaya sea y se enteren los disidentes de las Farc.
Las autoridades del Caquetá lo saben, pero poco pueden hacer. En enero de 2018, el secretario de Salud de ese departamento le dijo a un noticiero local que estaban muy preocupados y que por eso habían enviado unas muestras de pescado al Instituto Nacional de Salud para que las analizaran. Yuber Buitrago, se llama el funcionario.
Al consultarle por el tema tres meses después, el secretario dice que tuvieron que volver a mandar las pruebas pues se necesitaba que cumplieran especificaciones mucho más rigurosas y que, junto con Corpoamazonía, se estaban concentrando en labores sobre todo de tipo educativo para que la gente no consumiera, por ejemplo, pez mota. Y es verdad que en las emisoras de Florencia, una capital de casi 200.000 habitantes y donde abunda el comercio, se escucha esa publicidad de advertencia. Basta subirse a un taxi para corroborarlo.
Pero hay un problema que se puede casi tocar en el aire después de escuchar a Yuber. Y es que por ahora no se vislumbran soluciones de fondo. A la gente le dicen que se abstenga de comer mota y que, más bien, le apuesten a pescados como el bocachico. Estos, aunque contaminados, poseen características que los hace menos propensos a acumular altas cantidades de mercurio. La razón es que el bocachico es sobre todo herbívoro y de tamaño mediano. Pero mientras esas son las únicas alternativas que desde los gobiernos locales se ofrecen para contener los daños en la salud, en la lógica de Los Monos los indígenas comen lo que pesquen. Es eso o morirse de hambre. Así de literal como suena.
Ahora bien, no solo hay razones para creer que el río Caquetá está infestado con sedimentos de mercurio. También las hay para pensar que el mota no es el único pescado con porcentajes del elemento químico superiores a los que puede resistir un humano si lo ingiere a diario. Un estudio del Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (Sinchi), de 2015, encontró en el río Putumayo, más específicamente en Puerto Leguízamo, pescados del tipo depredadores con índices preocupantes. Aparecieron babosos con hasta 2,01 microgramos por gramo (µg/gr), recordando que lo máximo posible es 0,5 (µg/gr). También hallaron simí con con máximos de 1,75 (µg/gr) y pintadillos con hasta 0,85 (µg/gr). Este último en uitoto se escribe y se pronuncia inae. Algunos son tan grandes y pesados como un venado. Y cuando hay suerte y lo pescan, en Los Monos hay fiesta.
Desde dentro de una casa de fachada azul del barrio El Triunfo de Florencia se escuchaba el llanto ahogado de un niño. Su hermanito, desde un huequito de la ventana, decía que la mamá no estaba y que no sabía cómo abrir. Pero Diógenes logró forzar la puerta y pararse al lado de la hamaca en la que estaba Isaías, un bebé de 5 años con retraso mental, parálisis cerebral y malformación en la cabeza. No paraba de llorar.
Diógenes dejó salir un gesto de desasosiego frente al pequeño que se contraía doblando exageradamente los pies y las manos. “Mire –dijo con la voz entrecortada- esa es la preocupación de nosotros…qué va a pasar con nuestros niños de aquí a diez años, esto es un dolor nuestro. Nosotros ‘maliciamos’ que es el mercurio. Pero nadie escucha esto. Entonces como somos salvajes creerán que no somos humanos, eso es lo que pasa”.
A los pocos minutos entró a la casa Tatiana Salcedo, la mamá de Isaías. Había dejado a los niños encerrados para ir a reclamar un mercado que estaba regalando la Alcaldía. Ella hace parte de un grupo de indígenas que salieron de Puerto Sábalo, el resguardo que queda a una hora de Los Monos por el río, buscando en Florencia alguna oportunidad. El Triunfo es un barrio de calles sin pavimentar, por las que no puede caminar ningún extraño sin que se entre a una dimensión en la que los vecinos guardan silencio, cierran las ventanas, miran con sospecha. “Ustedes no pueden andar por aquí con esa cámara, se las roban, les sacan pistola y nosotros no queremos que les pase eso, es mejor que se vayan”, diría después un policía.
Tatiana, que ahora tiene 23 años, pasó toda su infancia, juventud y embarazo en Puerto Sábalo. Se reía cuando uno le preguntaba si durante la gestación había comido del pescado del río Caquetá. “Claro, es que eso es lo que comemos todos los días, esa es la vida de nosotros”. Mientras decía que era usual que allí consumieran pintadillos y gamitanas, era imposible dejar de pensar en Isaías y en ese documento de la OMS que menciona que los síntomas neuronales –al hablar de los efectos del mercurio en la salud- incluyen retardo mental, crisis convulsivas, retraso del desarrollo, falta de coordinación de los miembros inferiores. En ese punto el bebé había dejado de llorar. Se reía cada vez que escuchaba la voz de Tatiana.
- ¿Para usted cuál puede ser una posible solución para Isaías?
- “No le encuentro solución a eso. Ha evolucionado pero muy lento. No levanta la cabeza, no se para. Para mí él va a estar así hasta que mi Dios se lo lleve”.
Octavio Villa tenía 14 años cuando su papá, don Leoncio, le ordenó que le echara comida a los cerdos y limpiara la cochera. Vivían en el filo brumoso de una montaña en el municipio de Fenicia, en el Valle. Pero Octavio no cumplió con sus deberes. Se distrajo varias horas escuchando a un amigo al que una novia le había roto el corazón en diez mil pedazos.
El panorama que Leoncio vio al regresar a casa lo enfureció: los animales chillaban de hambre, solazados en su propia mugre. Antes de que Octavio intentara explicarle a su papá la falta de previsión, el error, Leoncio la emprendió con su esposa, le reclamó el haber sido alcahueta con Octavio y se le fue encima para darle una paliza. Pero Octavio, con los bríos propios de un adolescente, se interpuso. Padre e hijo se enfrentaron a los puños, en medio de los gritos del resto de la familia.
Octavio decidió irse de la casa y se enclaustró a voluntad propia en un internado. Su propósito era nunca más volver a saber nada de Leoncio. Negar la sangre, si era necesario. Así transcurrieron dos años. Fueron en vano los intentos de los otros nueve hijos de Leoncio para reconciliar la disputa que había quedado cazada aquel día de frases hirientes. Hasta que una vez le dijeron a Octavio que fuera a visitarlos aprovechando que Leoncio se había ido de viaje.
Octavio se sentó a la mesa con sus hermanos y su madre. Cuando estaban a punto de cenar, Leoncio se apareció en el umbral de la puerta. Octavio se paró. Ambos se vieron cara a cara. Era tanto el silencio y la tensión en el ambiente que podía escucharse afuera el sonido de los pájaros. Y fue entonces cuando Leoncio se arrodilló. Y comenzó a llorar desconsolado. El viejo -siempre recio, estricto, jodido-, se deshizo como un cubo de arena en el agua. Y solo dijo, “perdóneme”. Y Octavio lo abrazó. Los dos lloraron y hablaron sin parar desde las cinco de la tarde hasta la madrugada.
Cincuenta años después, Octavio es un curtido profesor de la Universidad de la Amazonia. Un día de marzo de 2018, está sentado en un restaurante de Florencia en la misma mesa con Diógenes, horas antes de emprender, junto al abuelo Reinaldo, un viaje a Los Monos para documentar los casos de los niños malformados.
- ¿Qué significó para usted ese momento con su padre?
- Para mí significó una ruptura con la violencia. Por eso estoy aquí.
Octavio es de esas pocas personas que en Florencia se ha tomado el tiempo de escuchar los miedos y las sospechas de Diógenes. Tanto, que se embarcó en una batalla para que los uitoto de Los Monos pudieran presentar una denuncia formal en la Fiscalía y en la Secretaría de Salud del Caquetá. Las respuestas y las acciones del Estado nunca han llegado.
Pero ir a Los Monos no es como aventurarse a unas exóticas vacaciones. El año pasado, un grupo de periodistas, acompañados por trabajadores de una ONG que iban para un resguardo de la zona, fueron abordados por disidentes de las Farc. Les dijeron que ellos no tenían autorización de estar allá, y que la solución para todo aquel que pasara sin previamente haberse anunciado, era matarlos. Así de simple y violento como sonaba. Una de las personas que estuvo en ese momento contó después lo mucho que le impresionó la ignorancia y el salvajismo con que aquel disidente pronunció sus sentencias. Finalmente los dejaron ir, a salvo, sin un rasguño, luego de una tensa conversación.
Una noche de diciembre de 2017, otros disidentes quisieron llevarse a dos niñas de un resguardo del medio Caquetá. Los gobernadores estaban mambeando coca en la maloca cuando llegaron con la noticia. Antes de salir a poner la cara, los indígenas invocaron al dios Buinaima para que les ayudara a dominar la mente de los visitantes. “De aquí no se llevan a nadie, si nos toca morirnos primero, nos morimos”, dijo uno de los indígenas. Al parecer el trabajo espiritual funcionó, porque los hombres se abstuvieron de arrastrarse a las dos chicas. Pero el asecho de los disidentes nunca se ha ido.
El medio Caquetá a veces pareciera ser tierra de nadie. Las extensiones de selva son tan inmensas que el Ejército no da abasto para cubrirlas completamente. El brigadier general César Parra, comandante de la Sexta División del Ejército, tiene entre sus cuentas no pocos operativos a lo largo del río. “Nosotros hemos explotado dragas todo el tiempo, lo que ocurre es que a los dos días los delincuentes ya están instalando máquinas en otros lugares”. Este año han destruido 17 de estos aparatos para extraer oro.
Diógenes, el abuelo y Octavio, se aventaron rumbo a Los Monos. Durante el viaje, el río Orteguaza fue desapareciendo del camino mientras flanqueaban las aguas marronas del Caquetá. En las orillas se alzaba un bosque altísimo de cedros, achapos, canelos, guarangos, balatos y comañas. Y más allá, disimulada, se escondía la tierra del mico bonito, un primate propio de la zona en vía de extinción. En el paisaje apareció Solano, un puerto lleno de soldados. La caseta adonde llegan las lanchas resulta un extraño punto de encuentro entre indígenas y colonos que ni si quiera se voltean a mirar. Los militares, en medio del sonido ensordecedor de los corridos y rancheras que salen de las tiendas, se suelen acercar para decir, “¿ustedes qué hacen por aquí? De este punto para abajo es zona roja. Si van, es por su cuenta y riesgo”.
Aún así, Solano resulta un remanso de paz si se compara con lo que ocurría en la época de los frustrados diálogos entre el Gobierno de Andrés Pastrana y las Farc (1998-2002). La base aérea de Tres Esquinas, que en su momento llegó a recibir 1.300 millones de dólares de Estados Unidos para su funcionamiento, fue por décadas la punta de lanza en la ofensiva de las Fuerzas Militares contra la guerrilla. En la guerra que allí tuvo lugar, los uitoto pusieron una cuota de sangre de la que nunca se ha hablado. Por cientos y por miles se cuentan los indígenas que fueron reclutados por las Farc y que nunca regresaron.
En un punto más avanzado del trayecto, Octavio notó -muy preocupado- que al abuelo le estaban saliendo unas manchas en la piel que antes no tenía. La sonrisa de Diógenes, la que por momentos antes era plena y juguetona, comenzó a desaparecer. El sol de Solano era como un lazo que aprisionaba el cuello.
El resto del viaje resultó complejo. A dos horas de llegar a Los Monos, cayó una tormenta que obligó a que apagaran el motor de la lancha. De un momento a otro los ocupantes quedaron estacionados en el revoltoso río Caquetá, sin saber qué hacer, bajo un aguacero bíblico de esos comunes en la Amazonia. Campo Elías, el motorista, solo decía que esperaran. Diógenes contó que estaban pasando por el pozo misterioso, una concavidad bajo el agua donde dicen se han ahogado niños. Aunque no hubo estrés, sí se miraron preocupados tal vez pensando en que si no escampaba tendrían que arrimarse a un pedazo de selva inhóspito porque el agua amenazaba con filtrarse y anegar el bote.
Mientras pasaban los minutos, Diógenes sacaba a relucir sus dotes de humorista. Tuvo tiempo para hablar del día en que, para presumir de su valentía, invitó a una novia a un río de pirañas, también contó lo que significaba para su aburrimiento en la selva la guitarra y las canciones que componía en su propia lengua. Así hasta que la lluvia comenzó a irse y el bote continuó su camino. La sensación de estar llegando a Los Monos fue casi tan esperanzadora como la certeza de haber dejado atrás el pozo misterioso y la tormenta. Aunque Diógenes no lo dijera, su cara parecía reflejar algo de satisfacción. Por fin alguien estaba llegando a Los Monos para corroborar sus denuncias.
Salomé tiene la lengua más corta de lo normal. Y tal vez por eso, a los 4 añitos, no ha pronunciado una sola palabra. Ignacio Quiriateque, su tío, cree que cuando la mamá llegó embarazada a Berlín, el resguardo donde ahora viven, ya estaba contaminada. Toda la zona río abajo estuvo plagada de minas ilegales desde la década del noventa del siglo pasado. Y allá era que vivía. Salomé tampoco escucha, tiene una pierna más larga que la otra y un piecito torcido. “Si esto no es una malformación, ¿entonces qué es?”, pregunta Ignacio. “Uno de mayor se resiste, aguanta, ¿pero los niños? Los niños ya se quedaron así”, continúa.
Es un patrón que se repite en cada comunidad alrededor de Los Monos. “Ese niño no es normal”, decían en Puerto Sábalo de Maicol Ortiz, ahora de 10 años. Nunca lo ha examinado un médico. La abuela María Rosa ni siquiera sabe si lo que el chico tiene es autismo o retraso mental. El caso, dice ella, es que Maicol hasta hace muy poco comenzó a jugar.
Pero no habla. Se quedó mudo desde los primeros años. Le gusta andar solo por la selva y tiene una fijación sobrenatural por el agua. En Puerto Sábalo siempre andan buscando a Maicol, que se sale de la casa para ir a deambular sin rumbo como una libélula. “Debe estar en el río”, dicen. Así hasta que lo encuentran sentado en la orilla de algún río, con la mirada perdida. El niño también tiene las manos blanditas, las dobla extrañamente hacia adentro. “Es como un muñeco”, dice Diógenes. Al principio no era ni capaz ni de coger un lápiz. En parte por eso dejó de ir a la escuela.
Después de varios días de estar conociendo niños con enfermedades congénitas, Octavio dice estar perturbado por la relación que percibe entre el número de familias y casos documentados. Por cada 100 habitantes de Los Monos, unos dos o tres menores nacen con problemas, en cuentas hechas muy en borrador y por encima.
Pablo Martínez lleva años trabajando con pueblos indígenas y, luego de haber visitado algunas veces Los Monos, cree que no es normal la cantidad de niños que ha visto con enfermedades congénitas. “De entrada y en términos de proporción por comunidad esto no es normal, esto me llama la atención, esto requiere un trabajo serio y es tiempo de exigirle al Estado unas responsabilidades”, dice. Pablo es coordinador de atención primaria en salud de Sinergias, una ONG que apoya el desarrollo integral en algunas regiones desde el punto de vista de la salud.
Lo que sí se puede probar es que en el río Caquetá ha habido una contaminación continuada de mercurio durante los últimos 50 años. Un documento de una organización que se llama Tropembos Internacional, pone en escena testimonios recogidos en esa región. La gente habla de exploradores atraídos por la fiebre del oro en el Caquetá desde los años 30. Pero la década del 80 fue la época en que las exploraciones fueron mucho más serias.
Ahora bien, aunque en Los Monos y los resguardos aledaños no se han hecho pruebas científicas que midan el nivel de mercurio en las personas, existe una investigación realizada kilómetros más abajo –hacia la región del Araracuara- que abre las puertas al menos a las sospechas.
Se trata de un estudio revelador que se ha vuelto fundamental en Colombia adelantado por el profesor Jesús Olivero-Verbel y un equipo de investigadores de la Universidad de Cartagena. Ellos recogieron muestras de pelo de indígenas y de distintos peces del río Caquetá para detectar concentraciones de mercurio. Los resultados indican que las cantidades del elemento químico halladas superan la dosis de referencia en el 94 por ciento de los individuos. Si el contenido máximo de mercurio en el cabello debe ser de una parte por millón, la investigación de Olivero-Verbel arrojó que los indígenas de esa zona tienen entre 16 y 19 partes por millón. Igual ocurrió con el pescado. El pavón o sargento, como llaman a un pez verduzco y carroñero común en Orinoco y Amazonas, registró concentraciones de 1,60 microgramos por gramo (µg/gr), cuando lo máximo debería ser 0,5.
La investigación de Olivero-Verbel concluye que son necesarios más estudios para determinar con precisión la interacción entre el consumo de pescado, la contaminación de mercurio, y los efectos nocivos en los humanos. También dice que para disminuir el riesgo de exposición, se aconseja a los indígenas amazónicos que consuman pequeños peces y restringir la lactancia materna para proteger la salud de los niños y los adultos. “Si está jodido de mercurio río abajo, imagínese río arriba”, dice Pablo Martínez, refiriéndose a Los Monos.
En medio del desespero que implica no hallar soluciones, Diógenes ha pensado incluso en convencer a su comunidad de que se vuelvan vegetarianos. Pero esto también podría tener consecuencias desastrosas para la sobrevivencia de este puñado de uitotos. Primero porque no en todas las épocas del año hay cosechas. Y dos, porque suprimir de un momento a otro la proteína de manera tan radical no sería viable sin un estudio de caso. Más si se considera que en la poquísima o casi nula atención en salud que han recibido en Los Monos nunca se han medido variables étnicas. Eso opina Martínez..
En la vida que transcurre en Los Monos no hay luz eléctrica ni agua potable. Se vive con lo que la lluvia y el río traigan. En este mundo, que es otro mundo, si a alguien lo pica una culebra el abuelo Reinaldo o algún otro compañero le hace un arreglo o un conjuro. Y se cura con plantas. En este mundo aislado, que es otro mundo, no existe una palabra exacta para decir “te amo”. En lengua uitoto se podría señalar, traducido al castellano, “lo quiero, lo respeto, lo protejo, lo cuido”. En Los Monos si una adolescente convulsiona y se arrastra por el piso de tablas bajo la delgada luz de una vela, como ocurrió en la última noche en la que estuvo Octavio, se presume que está poseída por un demonio. Y bajo las reglas de este mundo tan apartado, muy seguramente que lo está. ¿Cómo más explicarlo? En Los Monos la rana con la que durante la mañana juega el hijo de la vecina es la misma que en la tarde llevan a la olla para almorzarla. En el mundo de Los Monos el oro no tiene el valor que impone el mercado mundial. No vale nada, de hecho. En la cosmogonía de los muruy, que es la casta de la que provienen Diógenes y su padre, el dinero del hombre blanco es el origen de todos los males.
Diez días después de la llegada al resguardo, el profe Octavio, Diógenes y el abuelo decidieron emprender un viaje de regreso hacia La Tagua. Querían recuperar la historia clínica que quedó en el dispensario médico aquella primera y única vez que don Reinaldo fue atendido por su primer episodio de locura, ese día que casi se muere de parálisis. La idea era que esa prueba sirviera como punto de partida para investigar las manchas y las llagas que al abuelo le han ido apareciendo a lo largo de estos tres años. Pero luego de un día de espera, la historia clínica no apareció. Don Reinaldo, ahora de 76 años, se devolvió caminando hacia el puerto –lento, encorvado- por una de las calles principales de la Tagua, ya cuando se escondía un impresionante sol anaranjado que se reflejaba sobre el río Caquetá. Llevaba una camiseta negra descolorida y un pantalón salpicado de barro. “Se me está acabando el valor”, dijo entre dientes, como intentando que no lo escucharan quienes le seguían los pasos. “Yo siempre estaré en mi territorio. La salud se me está apagando y me siento amenazado, siento temor, es eso, no es más”.
FIN