Crónica: Mariana Estrada
deslice
27 años
Apenas apareció el brote del nuevo coronavirus en Wuhan, pocos creían que solo era cuestión de meses para que esta amenaza se convertiría en una pandemia y así mismo en el mayor reto para la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial. El cierre de fronteras y la cuarentena se volvió usual alrededor del mundo. Se trataba de una medida lógica. Con el virus avanzando, de manera escurridiza y silenciosa, había que poner barreras. Algunos países las hicieron de verdad. En China, por ejemplo fue normal ver levantar barricadas en los barrios y las ciudades para detener a este enemigo invisible. Como en los tiempos de la guerra, con los cierres del virus, comenzaron a brotar miles de historias de quienes quedaron al otro lado.
Miles de colombianos vivieron esa desesperanza. Mientras en el país se daba un agitado debate político por la responsabilidad de dejar o no abierta la operación del aeropuerto El Dorado, quienes viven en el exterior se enfrentaban a un dilema no menor: volver o no a casa. La decisión es compleja. Muchos tienen allá sus vidas, pero la cuarentena los dejó sin trabajo o sin estudio y costearse el pan con un dólar a más de 4.000 es una tarea titánica. A otros la pandemia los cogió en la mitad de un viaje, incluso en lugares remotos, sin conocer el idioma y sin tener con qué pagar hotel por mucho tiempo. Por este mismo tiempo, los vuelos comenzaron a escasear y los precios a subir. Los días pasaron y el pasado 20 de marzo el Gobierno Nacional finalmente tomó una decisión definitiva.
La Casa de Nariño expidió el Decreto 439 de 2020 que suspendió todos los vuelos internacionales. De alguna manera, frente al virus, esto significó cerrar el principal foco de donde provenían los contagios. A su vez, por otro lado, la medida dejaba a varios miles de connacionales varados en otras tierras. "Hay colombianos en aeropuertos del mundo queriendo llegar a su casa y ver a sus seres queridos. Es de mínima humanidad considerar esa situación y hacerlo con precauciones”, había dicho Duque días antes al explicar por qué existía un tiempo de espera para el cierre de fronteras aéreas.
Desde este momento, volver se convirtió en la más angustiante travesía. Los estudiantes han cargado con una de las caras más difíciles. María Alejandra Rendón, por ejemplo, tuvo que darle un vuelco a su vida por la pandemia. Esta bogotana de 27 años estudió Ciencia Política y Gobierno en Bogotá, pero decidió irse a vivir a Francia para hacer una maestría en Ciencia Política con énfasis en Cooperación Internacional. Se graduó en diciembre del año pasado y mientras conseguía un trabajo relacionado con su carrera, decidió trabajar en un pequeño restaurante. Con este ingreso podía pagar su arriendo de 700 euros –que al cambio de hoy son más de tres millones de pesos—, manutención y gastos básicos. Sin embargo, el restaurante no le pudo seguir pagando por la llegada de la pandemia y para su familia en Bogotá, teniendo en cuenta el precio del euro y la crisis económica, era imposible ayudarla.
“Mi visa APS, para la búsqueda de trabajo y creación de empresa, vencía en mayo entonces además de tener cero euros, me iba a quedar ilegal”, le dijo a SEMANA María Alejandra. A través de la página Quiero Regresar a Casa, la joven logró gestionar el vuelo para volver al país. Consiguió asesoría jurídica, se comunicó con el consulado y ahí se enteró del vuelo humanitario de Francia a Colombia el 30 de abril. En el comunicado advertían que cada pasajero debía pagar su tiquete —de aproximadamente 600 euros— y hospedaje en hoteles específicos para cumplir el aislamiento obligatorio de 14 días. Esto, en caso de no tener un lugar a dónde llegar en Bogotá.
“Para poder viajar en este vuelo debíamos registrarnos, escribir la fecha de ingreso al país, el tipo de visa, si estábamos ilegales o de turismo. A través de un correo nos explicaron cómo nos habían elegido: por estar en condiciones de vulnerabilidad, por ser turistas y finalmente por orden de inscripción”, cuenta María Alejandra, quien entró en la última categoría.
A las dos de la mañana del 29 de abril recibió un correo electrónico del consulado en el cual le notificaron que podía viajar a las cuatro de la tarde del día siguiente, y a partir de ese momento empezó su regreso en medio de la pandemia.
La noche antes del viaje Maria Alejandra durmió una hora. Empacó lo que alcanzó por la confirmación repentina de su vuelo, alistó guantes, tapabocas y antibacterial, obligatorios para viajar, y un conocido le hizo el favor de llevarla al aeropuerto. Tomar taxi, metro o bus para llegar a la terminal le daba pánico.
Arribó a las 10 de la mañana al Charles de Gaulle, seis horas antes de la salida del avión. Fue impactante ver completamente desértico al principal aeropuerto de Francia y el segundo con mayor tráfico de Europa, pues según el Airports Council International, este recibe más de 69 millones de pasajeros al año. “Estaba completamente solo. Únicamente estábamos nosotros y otro vuelo humanitario que salía para Argentina”, describe la bogotana.
Tuvo que llegar con mucha anticipación para comprar el tiquete, pues como fue de las últimas personas que confirmaron, Air France, la aerolínea que dispuso el vuelo para traer a los colombianos, no se había contactado con ella. En el comunicado del consulado les habían dicho que el precio del tiquete podía rondar los 600 euros, pero terminó pagando 694, casi 100 euros más. “La gente estaba muy contrariada con este precio porque muchos se habían esforzado por conseguir los 600, aunque había personas a las que sí les habían dado el precio exacto. Era como si a todos nos hubieran dicho cosas distintas”.
Hacia la 1:30 de la tarde, entró sin inconvenientes a la sala de espera, en donde las sillas estaban marcadas para conservar la distancia entre los pasajeros. No había personas ni de la Cancillería ni de la Embajada (la embajada de Colombia en Francia aclaró luego este punto*). Y los trabajadores del aeropuerto nunca les hicieron ningún tipo de control. “Eso nos dio un poco de intraquilidad, al menos a mi. No nos tomaron la temperatura y solo algunos conservaron la distancia mientras hacíamos la fila. Hubo muchos que estaban pegados, hablando cerca, como si fuera un juego, y nadie les dijo nada”.
Vea también
Parir en medio de la pandemia
Según un comunicado de la Cancillería, viajaron 153 colombianos en este avión. Y María Alejandra dio cuenta de ello porque como el vuelo no iba lleno así pudieron dejar todas las sillas del centro desocupadas y conservar las distancias adecuadas. “Las personas estaban muy reacias a cualquier tipo de contacto. Había gente con maletas de mano muy pesadas y uno veía a los otros rompiéndose la espalda para subir la maleta pero absolutamente nadie ayudaba. Y si ponían la maleta sobre la silla así fuera un momento, los otros pasajeros se molestaban mucho”, cuenta la joven.
Muchas personas, incluida ella, se cambiaron los guantes unas cuatro veces a lo largo del vuelo, que fue particularmente largo. Normalmente dura unas nueve horas y media o 10, pero esta vez tardaron poco más de 11 horas en llegar a Bogotá por una turbulencia incómoda. Estas, más las seis horas de antelación con las que María Alejandra llegó al aeropuerto, sumaban casi 20 horas de viaje en total. Sin embargo, la travesía estaba lejos de acabarse.
Aterrizaron y, como es usual, los pasajeros se pusieron de pie inmediatamente. Hicieron la fila y en la puerta del avión los esperaban tres personas de Sanidad Portuaria, con sus trajes de protección, tapabocas, mascarilla de plástico y guantes. De camino a migración, conservando un metro de distancia con el que iba adelante en la fila, las autoridades sanitarias les iban preguntando constantemente si tenían síntomas, además de recordarles la distancia y las recomendaciones básicas para evitar el contagio.
“Cuando llegamos, nos hicieron quitar los guantes y entregar los pasaportes para que los desinfectaran. Luego nos dividieron en cuatro grupos aleatoriamente, nos sentaron en una silla plástica a un metro y medio de distancia y ahí nos dejaron unas tres horas. Nos dieron otra hoja preguntando si habíamos tenido síntomas o contacto con alguien contagiado. De hecho hubo como dos personas con tos crónica a quienes se las llevaron inmediatamente”, le contó a este medio María Alejandra.
Ninguno de los pasajeros se podía parar de esas sillas pues el personal de la salud pasaba puesto por puesto tomando la temperatura y corroborando la dirección para el aislamiento obligatorio. Finalmente los llamaron individualmente con nombre y apellido, les devolvieron el pasaporte y les pidieron la carta de compromiso y repatriación que les exigía firmar la Cancillería.
“Las personas estaban muy reacias a cualquier tipo de contacto. Había gente con maletas de mano muy pesadas y uno veía a los otros rompiéndose la espalda para subir la maleta pero absolutamente nadie ayudaba”.
En ningún momento les preguntaron cómo habían llevado la cuarentena en Francia o qué medidas habían tomado, pero a lo largo de todo este tiempo hicieron énfasis en que eran una población con un alto riesgo de contagio. “De principio a fin nos hicieron sentir como una amenaza y eso fue muy incómodo. Como si el hecho de venir del exterior significara portar el coronavirus. Incluso nos dijeron que en caso de tener síntomas somos prioridad por haber llegado recientemente, entonces si llamamos a la EPS nos atienden inmediatamente”, cuenta la joven repatriada.
Pero sin duda alguna, independientemente de las largas horas en el aeropuerto El Dorado, el final de este viaje fue un verdadero calvario. Hacia las 12:30 o una de la mañana, un sargento de la Policía Nacional, quien no se identificó, les explicó que había unos buses esperándolos para llevarlos a sus casas u hoteles, según el caso. Esto para asegurarse de que se quedaran en la dirección que habían declarado para cumplir el aislamiento obligatorio. A María Alejandra la esperaba su mamá pues no les habían dicho nada de estos buses y aunque le pidió reiteradas veces al sargento permiso para irse con ella, fue imposible. El viaje en el bus era obligatorio.
“Nos dividieron por localidades: Chapinero y Usaquén se fueron en un bus grande por que era la mitad de vuelo. A los de Chía, La Calera y Madrid los montaron en una busetica chiquita, y eran más o menos unos 15 entonces supongo que iban completamente pegados. Y finalmente llamaron a la localidad de Suba, que era otro bus grande con unas 21 personas”.
A pesar del cansancio por llevar más de 23 horas entre filas, el vuelo e inspecciones eternas, las cosas parecían estar bien organizadas. Y cómo no, si al venir del exterior “eran una potencial fuente de contagio” así que tenían que ejecutar todo de forma milimétrica. Los policías incluso se encargaron de montar pasajero por pasajero al bus, mientras los fotógrafos se ubicaban en los mejores ángulos para registrar otra “repatriación exitosa”.
Al cerrar las puertas del bus, sin embargo, empezó la pesadilla. “Bueno yo no los puedo dejar a todos en sus casas. Es muy tarde y si me pongo a llevarlos a todos no acabo nunca. Mi trabajo es sacarlos del aeropuerto y dos cuadras después de El Dorado los policías que nos escoltan los ayudan a coger los taxis. ¿Cómo son sus direcciones? Y se van bajando donde les quede bien”, les dijo el conductor del bus. María Alejandra miró extrañada a uno de los pasajeros quien le respondió con la misma expresión. No tenían de otra, no había ningún funcionario presente y tenían prohibido bajarse de los buses.
“Qué pena señor, pero no entiendo entonces cuál es el propósito de venirme con usted si me puedo ir con mi mamá que está esperándome”, le preguntó María Alejandra. El conductor, señalando a los tres policías que estaban afuera del bus le contestó “Ellos tres, señorita”.
El bus arrancó y ante la angustia, todos los pasajeros que no se habían hablado durante más de 20 horas de viaje, empezaron a hacer grupos para llegar a sus destinos. María Alejandra, quien afortunadamente tenía a su mamá detrás del bus, se bajó a los pocos minutos y se fue para la casa con ella y acercaron a otra joven que vivía cerca. “A mí me fue bien porque conozco Bogotá y tenía a mi mamá, pero había muchísimas personas que eran de otras ciudades quienes por supuesto estaban completamente perdidas y no sé cómo habrán llegado a sus casas”, cuenta consternada.
Y este no es el único vuelo que ha tenido inconvenientes con el transporte. Al día siguiente, el 1 de mayo, la aerolínea Iberia trajo otro vuelo humanitario desde Madrid, España. En este, a diferencia del proveniente de Francia, las sillas del medio no estaban vacías pues venían a bordo unas 300 personas. A estos connacionales también les exigieron subir a los buses para llegar “puerta a puerta” a los lugares donde iban a pasar el aislamiento obligatorio. Uno de los pasajeros fue el caleño Israel Cortés, a quien dejaron en Chapinero a unas cuadras de su hotel. “Ni mi esposa, ni mi hijo ni yo conocemos Bogotá porque vivimos en Cali. Así que llegamos caminando al hotel a punta de indicaciones del conductor a las 9:30 de la noche”, cuenta Cortés.
“Si realmente nos ven como una amenaza de contagio no entiendo cómo nos mandan en buses que nos dejan botados en la mitad de la calle para coger un taxi o caminar a la madrugada”.
La Secretaría de Salud se ha encargado de llamar a los connacionales repatriados para confirmar que no tengan síntomas de covid-19 y que estén cumpliendo el aislamiento obligatorio. Sin embargo, para muchos resulta desconcertante la forma como las autoridades están manejando esta salida del aeropuerto. “Si realmente nos ven como una amenaza de contagio no entiendo cómo nos mandan en buses que nos dejan botados en la mitad de la calle para coger un taxi o caminar a la madrugada”, le dijo María Alejandra a este medio.
Según la canciller Claudia Blum, hasta el 1 de mayo había 9.594 compatriotas varados en 40 países que esperan regresar al país. Si bien el Gobierno se ha encargado de gestionar los vuelos para repatriarlos, estos son comerciales y los pasajeros deben pagar el tiquete que puede estar entre 300 o más euros y hay muchos que no lo pueden adquirir. Así como también deben asumir el hospedaje para cumplir el aislamiento obligatorio en caso de no tener a dónde llegar, que por más económico que sea no baja de 800.000 pesos. Además, es indispensable que las autoridades solucionen cuanto antes los inconvenientes de dichos buses, pues en lugar de proteger a los repatriados y a la ciudadanía en general, los ponen en riesgo, especialmente a la gran mayoría de ellos que no viven en Bogotá.
*Nota aclaratoria: la embajadora Viviane Morales, en carta a SEMANA, destacó el trabajo de la misión en Francia en beneficio de los colombianos atrapados por la emergencia y aclaró que tres funcionarios diplomáticos acompañaron a los connacionales en el área de ventas y check-in de la terminal dos del aeropuerto Charles de Gaulle el día del regreso. “La presencia de los funcionarios del Consulado al interior del área de migración y en las salas de embarque no estaba autorizada”, afirmó.