de personajes
César López
Las historias del músico de la escopetarra
César López ha acompañado a las víctimas de la violencia en Colombia por más de 16 años. Los relatos que guarda son tan crudos y macabros que parecen irreales.
Una mujer vivía con su esposo en La Dorada, Caldas. De pronto un grupo de paramilitares irrumpió en su casa y se llevó a su pareja arrastrado, mientras ella suplicaba que no lo mataran. Los días pasaron y no supo más de él. Cuando vinieron los problemas económicos, ella decidió lavar la ropa de sus vecinos en el río La Miel a cambio de unos cuantos pesos. Un día entre la corriente vio flotando el cuerpo de su esposo. Lo reconoció por su ropa. Desde entonces, cada día, una vez por semana, ella lleva la mejor camisa de su esposo a la orilla y la unta de río. Luego, espera a que la prenda se seque y se la pone. Siente que su amado la vuelve a abrazar. Esa es una de las pocas historias que el músico César López no ha podido convertir en canción. Carga esa deuda desde entonces.
En la casa de César, en el barrio La Soledad de Bogotá, siempre había fiesta los fines de semana. Sus padres, sus tíos y sus primos se reunían a cantar y tocar. El primer instrumento que de niño interpretó fue un tiple. En una de esas juergas, un amigo de la familia le enseñó a tocar Yo defiendo mi tierra de Isabel y Ángel Parra, y para todos fue evidente su facilidad para la música. Sin saberlo, esa canción social marcó el rumbo de su carrera: López se convirtió en uno de los artistas que le cantan a la paz y que acompañan a las víctimas de la violencia en Colombia.
Don Iván López, su padre, tenía una guitarra española que cuidaba como su mayor tesoro. Se la prestaba a diario, por cinco minutos en los que César tocaba lo que podía antes de que Iván la guardara de nuevo. Cuando cumplió 14 años, César perdió interés por el instrumento, pues se había enamorado de la guitarra eléctrica. Para su sorpresa, un día despertó al lado de una Yamaha roja que su padre le había comprado a un amigo a cambio de su guitarra española (su tesoro) y algo de dinero. “Fue el acto de mayor generosidad que he recibido en mi vida —recordó César, con una voz pausada y suave— esa guitarra era muy importante para mi papá pero hizo ese sacrificio por mí”.
El padre de César murió unos años después. En su funeral un hombre se le acercó y le devolvió la vieja guitarra. “Para usted puede ser más valiosa”, le dijo. “La guitarra de mi papá no era tan fina, es que era un exagerado. Él creía que era una joya, y hoy que uno sabe más o menos de guitarras se da cuenta de que no lo era. Pero se volvió un objeto místico para mí; siempre la tengo conmigo, con esa compongo, sé que sirvió para que tuviera mi guitarra eléctrica, se fue y volvió a mí. Pero sobre todo representa una gran muestra de generosidad”. Pensando en ese gesto, el artista creó una vacuna contra la violencia que consiste en recordar el mayor acto de generosidad que una persona ha recibido.
César visitaba la Clínica La Paz, especializada en salud mental, con una organeta para tocarle a los pacientes. Mientras sus dedos pasaban por las teclas del instrumento, su mirada se conectó con una de las personas que estaba allí. El personaje, como embelesado, se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. César cambió el ritmo de la pieza, e hizo lo posible para que sonara al compás del movimiento del paciente. Quería generar empatía, quería conectarse con las emociones de aquella persona que parecía que había perdido la cabeza
Tras la muerte de su padre en 1994, César empezó a reflexionar sobre la ausencia y buscó lugares donde podía encontrar pérdidas. Visitó cárceles y centros de salud mental con el pretexto de hacer terapia musical. Así llegó a clínicas como La Paz y compuso las canciones de El álbum de la ausencia, un disco que le sirvió para hacer duelo y dedicó a su padre. “No tenía claridad total de lo que estaba haciendo, y hay que decir que había mucho de morbo. Me daban curiosidad los loquitos, los detenidos… en general otras realidades”. La muerte de su padre lo convenció de dedicar su vida al trabajo social en esas realidades distintas que buscaba. Por eso empezó a recorrer el país para llegar a zonas de violencia.
En Granada, Antioquia, los paramilitares irrumpieron en la casa de una señora. Le dijeron que preparara un sancocho, que ellos ponían la carne. Le entregaron en una bolsa la cabeza de su hijo y la obligaron a preparar el caldo. Luego la obligaron a que se lo comiera mientras ellos se reían. “Escuchar por tanto tiempo ese tipo de historias tiene un costo psicológico. Sufrí algo conocido como ‘quemamiento’, un tipo de trastorno emocional por estrés. Tuve que parar por un tiempo. Luego seguí. La señora a la que le asesinaron su hijo hoy hace terapias a otras personas que han perdido familiares por la guerra. Si ella lo hace, yo tengo que estar mínimamente a la altura”, afirmó. Muchas de las historias que el artista comparte son tan dramáticas y tan macabras que parecen irreales.
Después de descubrir los rostros del conflicto, César pensó que los artistas podrían armar una especie de brigada: unos ‘bomberos’ que responderían a hechos violentos acompañando a las víctimas. La idea era escuchar sus historias, apoyarlos en la superación de su miedo, rabia o indignación, y otras emociones, a través de la música como herramienta terapéutica. En 2002 fundó El Batallón artístico, en una época en la que el paramilitarismo azotaba a los pueblos colombianos; poco después de las masacres de Bojayá y el Salado.
“Cuando llamo a artistas famosos nunca llegan, siempre están ocupados —dijo César— Pero llegan muchos artistas de las regiones”. Mientras miraba el desastre de la guerra, López se preguntaba qué tan pertinente era el arte: las enfermeras atendían a los pacientes, las organizaciones daban comida, pero él se sentía inconforme, no le era suficiente hacer un concierto para enviar plata que nunca bastaba.
El Batallón artístico creció. Crearon uno en Cali y otro en Medellín. Brasil también quiso acoger la misma iniciativa. En 2013, el cantante regaló unos instrumentos en el sur de Bolívar. Una persona lo llamó y le dijo que si era cierto que daba gratis instrumentos a todo el mundo. Él dijo que no, pero que podía ayudar a conseguirlos. Fue así como creó un banco que recoge instrumentos musicales que las personas no usan y que pueden ser donados a víctimas de la violencia. La idea es que con ellos compongan canciones para contar qué pasó, quiénes fueron, dónde sucedió y cómo los afectó. Es una forma de usar la música para hacer memoria histórica.
En 2011 salió el primer informe de Medicina Forensis. César notó que la mayoría de víctimas fatales por violencia no eran por el conflicto armado. Moría más gente por las bandas criminales, por el machismo, por las riñas e incluso por el uso de sustancias psicoactivas. Entonces pensó en qué pasaría si, por un día en Colombia, no se reportara ningún muerto. Así nació otro de sus proyectos bandera, 24-0, uno que exalta el valor de la vida a través de muestras de danza, teatro, y música. La idea ha tenido gran acogida y se ha replicado en nueve países de América Latina como Guatemala, Venezuela, Honduras, Argentina y El Salvador.
Por su trabajo el artista de 44 años ha sido nominado a varios premios de paz. El último, el Premio Internacional Por la Paz de La Fundación Alemana Schwelle, que finalmente ganó un joven del Congo. “Lo raro es que esos reconocimientos tengan que venir de afuera (...) lo bueno de esos premios es que todos ganamos porque el dinero será invertido en obras para que el mundo sea un poco mejor”.
Pero sin duda uno de los hechos que más lo ha tocado fue el día de la entrega de las 7.000 armas de las Farc. Dos días antes de esta, César viajó a Mesetas, Meta, para componer algo especial. “Podía cantar cualquier cosa de mi repertorio porque mis canciones son mamertas, hablan de la esperanza y esas vainas. Pero quería algo especial y que fuera capaz de componer en poco tiempo”. El gran día cantó ’Fin’.. “Fue increíble estar en la victoria de la palabra. Yo tal vez soy muy igualado y arrogante, pero yo sentía que de alguna manera toda mi vida había trabajado por eso”, dijo.
La entrada al lugar fue un poco difícil. Llovía y había barro por todas partes. El primero que lo saludó fue Timochenko, y después conversó con varios excombatientes. Les hablaba de la escopetarra, una guitarra hecha con un fusil, que se ha convertido en el símbolo de la paz. César la creó en 2003 en un encuentro tras el ataque al club el Nogal, cuando vio a un soldado sujetando el arma como si fuera una guitarra. Gracias a esta guitarra —les contaba César— había podido entrar a cárceles, pero también a la comuna 20 de Cali, al retorno de Guaviare o al Tigre, Putumayo
Ese martes César se levantó a las cinco de la mañana. Caminó por el campamento y vio que ya todos estaban afuera. “Me impresionó ver sus caras, pensándose la vida, preguntándose qué iban a hacer. Veía también cuerpos muy lastimados, por las balas por las cicatrices; uno cojeaba, a otro le faltaba una mano. Uno me dijo: ‘Cuando salga ayúdeme para que no me maten’”. César entonces hizo una canción pensando en que hay que acompañar el proceso, que la paz apenas comienza.
El cantante tiene un tatuaje en su brazo que dice “Hasta la vida y siempre”. La frase nació en el Norte de Santander, en una toma guerrillera en 1987. La gente se juntó para manifestarse en contra de las acciones violentas. Gritaban “¿Qué estás dispuesto a dar por tu comunidad? Hasta la vida y siempre”. Cuando César entendió su proyecto de vida decidió ponerse esta marca en su cuerpo. Para él, todo lo que hace “no es nada más que un intento”.