Tres cuartas partes de mi sangre son de Medellín. Mi madre y mis abuelos maternos eran de allí. Mi abuela paterna también. Pero no tengo la fuerza de los paisas. Me parece que en su carácter hay algo altivo que los fortifica y algo llano, sencillo, que los pone a salvo de tonterías y vanidades. Están ligados a su tierra hondamente, se miran las manos y los ojos y saben quiénes son.
Y no quieren ser otra cosa. Las mujeres mueven los brazos, dejan volar el pelo, empiezan a hablar, y uno queda embobado. No es posible que al lado de la canción de sus palabras, haya esa claridad, esa verdad de un ser humano en la que se puede mirar como en un agua clara.
Desde jovencito, yendo de vacaciones, me pasaba eso con las paisas. Me hacían sentir inauténtico, afectado. Recuerdo el viejo aeropuerto Olaya Herrera y la oficina de abogado del abuelo Nicolás, en el centro. Él me regalaba siempre un billete de cinco pesos, con el que podía ir a jugar bolos con las niñas, o a cine a uno de los centros comerciales que ya empezaban a construirse cerca al Poblado.
Y después el nuevo José María Córdova, a donde sigo llegando, pues la vida me lleva a Medellín con frecuencia. Desde que llego a Rionegro me siento bien. Me encanta ir por la avenida Las Palmas y ver las haciendas en medio de la neblina, los hatos de ganado, los potreros con la pastada suculenta, verde intensa, y los pinos y los eucaliptos. Hasta que voy bajando, poco a poco, y ya siento la brisa clara, tibia de Medellín.
Pronto voy a dejar atrás la pena que pueda traer conmigo, el desconcierto que pueda albergar, “la perplejidad del alma que no logra avanzar o retroceder”, como diría el poeta. Apenas estoy cerca a los paisas mis dudas se acaban. Mi corazón se abre, mis pestañas se llenan de luz, me llega la fuerza de ellos, la certidumbre de ellos.
Los paisas no hacen nada de forma baladí, ante sus actos hay siempre la sensación de que se juegan la vida. Así han levantado la ciudad y la sociedad que son. Así, mirando de frente todo lo que les ha pasado y todo lo que el porvenir les guarda, a cambio de no vencerse nunca, de no vacilar nunca. Los colombianos, todos, haríamos bien en mirar con asombro a Medellín, y con admiración, y cada vez que nos sea posible pedirle que nos tome de las manos.
Ahora cierro los párpados. Voy, muy niño, de la mano de mi mamá al Astor, a comprar besos de negra. O respiro la tarde llena de hojas del parque del barrio Boston. En cualquier momento va a pasar mi mamá, de 15 años, con los labios rojos y el pelo rubio hasta la cintura.