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Víctima de bomba del DAS
hijo de Luis Carlos Galán
Hijo de víctima del avión de Avianca
Hijo de víctima del avión de Avianca
En exclusiva para SEMANA, Juan Pablo Escobar, hijo del jefe del cartel de Medellín, escribe sobre el sanguinario capo, el libro de su mamá y el narcotráfico en los últimos 25 años.
Reflexionar sobre quién fue mi padre, no es algo sencillo para mí. Sé que voy a ser juzgado por cada renglón y espero no ofender a nadie, pues no hay palabra plasmada en este texto con tal intención.
Hartos. Así se sienten algunos coterráneos al escuchar o leer el nombre de mi padre, Pablo Escobar. Y los entiendo. De hecho yo también comienzo a sentir ese hartazgo, pero al mismo tiempo me doy cuenta que por más que mi voluntad fuese la de olvidar, Colombia siempre debe recordar quién fue mi papá. Es menester para que no se nos vaya a ocurrir repetir su historia.
Por más que yo no quisiera, debo aceptar con humildad el hecho de que todos los días de mi vida me van a acusar de que: “…usted es el hijo de Pablo”. Y lo mismo le sucede a mi madre y mi hermana.
A comienzos de 1995 nosotros dábamos los primeros pasos hacia un exilio que ya cumple hoy 24 años y que no ha sido un paseo por el país gaucho.
Todos los sobrevivientes de mi familia hemos querido aprovechar este tiempo de reflexión para educarnos y salir adelante por el camino del bien, para trascender el dolor a través de genuinos y reiterados pedidos públicos de perdón, con la intención de liberarnos del terrible peso que la violencia de mi padre nos dejó de herencia a todos los Colombianos.
Hoy siento un dolor que me pregunta: ¿Acaso no es también el exilio una condena? Mal haría yo si renegase de una patria extraña que ha sido nuestro refugio de Paz y que además nos dio la posibilidad de ser profesionales. Pero al igual que a los presos, cada exiliado en el mundo ha permanecido alejado de sus afectos, de sus raíces, de su tierra y de su libertad. En nuestro caso, forzados a vivir en un ostracismo que al día de hoy sigue sin tener fin, por una razón sin razón y por un delito que no lo es: ser familiar de Pablo Escobar.
Acepto que mi padre no respetaba la vida ni los derechos de nadie. Ni siquiera los de mi madre a pesar de que la amaba. Y me cuestiono: ¿Será que su accionar nos privó definitivamente del derecho a pedir que se respeten nuestros derechos humanos como individuos? ¿Cuándo terminará nuestra condena? ¿Hay alguna fecha en la que podamos pedir clemencia a los verdugos que persiguen en nosotros al fantasma de mi padre?
Soy consciente de que solamente una sucesión de milagros es la que nos mantiene vivos a los que quedamos de mi familia. La discriminación y la persecución es pan de todos los días desde antes y después de la muerte de mi padre. A veces pareciera suficiente prueba de cargo el parentesco como para ser pre juzgados culpables. Más allá de las acusaciones, lo único cierto es que elegimos transitar un camino irreprochable. Ninguno de nuestros miembros dio ni dará jamás pasos de ilicitud alguna. Mi hijo sabe que tiene mi palabra de que no heredará delitos de mi parte.
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A comienzos de los ochenta Pablo Escobar entraba y salía de Estados Unidos sin problema. Acá con su hijo Juan Pablo en 1981 frente a la Casa Blanca.
No todo es desesperanza para nosotros porque debo decir que muchas personas no nos miran igual que ayer hoy en día. Seguimos apostando a ese camino de Paz y reconciliación. Por respeto a todas las víctimas de mi padre, siempre ocuparemos el último lugar de la fila en la lista de las víctimas. Así se los manifesté en el 2008 a los hijos de Luis Carlos Galán y a los del Ministro Lara Bonilla, cuando ellos sugirieron que yo también podría haber sido una víctima de mi papá en el documental Pecados de Mi Padre. Un proyecto del que me siento orgulloso porque fue una apuesta fuerte por el perdón, y por una paz que debe seguir creciendo y fortaleciéndose con el compromiso de todos los colombianos.
Ese documental me abrió las puertas del diálogo y del perdón con muchas otras personas de Colombia y del mundo. Hasta ahora he calculado en más de un centenar de familias con las que logré la reconciliación. Y con todas hablamos del poder sanador del perdón que no es lo mismo que el olvido, porque para eso está la memoria que es mejor no borrar.
Yo sé lo dura que es esta historia, pero también conozco el poder benefactor con el que podría utilizarse para prevenir la violencia en la sociedad. He dado conferencias a más de 100.000 jóvenes Mexicanos con una tasa del 95 por ciento de cambio de actitud de la juventud, una vez que les cuento -con responsabilidad- las historias para no repetir de mi padre.
Recientemente estuve visitando su tumba en Medellín. Legué muy temprano, eran como las 6:20 de la mañana. No quería que nadie me viera allí. No fui a cruzarme con narco-turistas, ni a tomarme la selfie para publicarla y armar un lío internacional innecesario. Me he esforzado para hacer un uso responsable de la historia de mi propia familia, y no es sencillo encontrar el equilibrio y dejar contento a todo el mundo. Por más que hago mis mejores esfuerzos.
Me quedé en el cementerio unos minutos más de lo que debí. Y gracias a esa imprudencia, allí me encontró alguien, un hombre que seguro estaba esperando hace 20 años tener una conversación conmigo, de la cual hui pensando que se trataba de un turista más que quería una foto mientras corría tras de mí y me gritaba ¡Juan Pablo! ¡Juan Pablo!
Ese mismo día del cementerio, me encontré en el barrio Pablo Escobar por designios del destino, con ese mismo joven que después se había identificado ante uno de mis acompañantes como portador de un apellido que muchas veces nos hizo temblar de miedo en el pasado.
Lo vi de nuevo y no dudé en pedirle que habláramos. Me disculpé por haber huido. Nunca planeamos ese lugar ni ese encuentro. Ese día que ambos quisimos y pudimos charlar, terminé reconciliándome con una familia paisa que sufrió unas atrocidades terribles cometidas por mi padre quien casi los extermina y les arrebató mucha parte de su fortuna y poder. Esta familia pudo elegir el camino del odio pero eligió el del perdón y hoy mantenemos un respetuoso diálogo que apunta a sanar las heridas por más que queden las cicatrices. Eso no hubiera sido posible en la Colombia que yo crecí en los 80´s. Pero sí es posible en la actitud del país de hoy.
Me deja tranquilo y me llena de esperanza saber que los que podrían ser aún hoy los peores enemigos de esta familia, han elegido el camino de la Paz, el del respeto por la vida y la reconciliación. No busco ser una molestia para nadie, sino al contrario, a ser reconocido como un individuo comprometido con la Paz de mi ciudad, de mi país, de nuestro planeta.
La Paz no es algo inalcanzable, no es una utopía. Paradójicamente el hecho de ser “el hijo de Pablo Escobar” -algo que ya suena como si fuera una profesión o título- es lo que justamente me ha llevado a experimentar la Paz con más de un centenar de familias víctimas de mi padre. En mi búsqueda inquebrantable por hacerla, he estrechado la mano y abrazado a muchas familias en nombre del perdón, como por ejemplo con miembros de Los Pepes, de los Paramilitares, los Policías, algunos miembros del Ejército Nacional, Políticos, Civiles nacionales y extranjeros, Guerrilleros reinsertados. Estas familias saben que yo elegí hacerme responsable moral por los crímenes de mi padre, y hasta mi último aliento buscaré respetuosamente el perdón de cada persona que haya sido herida por él.
Sebastián Marroquín, el nombre actual de Juan Pablo Escobar, se autodefine como un hombre de paz. Es arquitecto y conferencista y rehizo su vida en Buenos Aires, Argentina.
Diría que apenas ahora, a 25 años de su muerte es que sigo encontrando más historias de su vida que me permiten conocerlo mejor como los secretos que mi madre guardó celosamente durante 44 años y apenas ahora se ha atrevido a revelar en su reciente libro. Para mí eso ha sido como un shock que estremeció las bases de la relación que yo sentía tener con mi papá. Sin duda que ha sido el más duro, real y espeluznante relato que leí sobre él hasta hoy. Su contenido definitivamente está cambiando mi relación con él. Sé que a los padres se los debe respetar y perdonar.
Pablo Escobar fue capaz de cometer inenarrables atrocidades. Colombia es un triste y fiel testigo de que él elevó los estándares de violencia a un nivel sin precedentes en la historia del país. Francisco Santos lo llamó el “Da Vinci” del crimen. Y no se equivocó.
Escribí dos libros, participé en un par de documentales sobre él. He hablado con sus mejores amigos, también con sus peores enemigos. Lo he investigado a fondo, he tenido acceso a algunos de sus archivos y aparentes secretos. Por las anteriores razones y luego de 25 años aunque yo creía que sabía mucha parte de las verdades sobre mi padre, hoy continúan revelándose más hechos de su pasado.
He sostenido que como hijos no podemos ser jueces de nuestros padres, porque somos parte de ellos. Sigo convencido de que vinimos a este mundo a ser exclusivamente parte de sus afectos más importantes, y ahora que soy papá, lo puedo comprender mejor.
No sé ni qué pensar, ni qué decir respecto de esos hechos que mi madre confesó. Aún lo estoy procesando. Mientras tanto me duele ver cómo ciertas personas se apresuran a sacar conclusiones sobre el ángulo de una historia que desconocen totalmente, dejando de lado hechos atroces que convirtieron a mi madre en una rehén más de la violencia de mi padre, y no en una sinvergüenza como sugieren, estigmatizándola sin leer antes sus memorias.
Creo en la libertad de expresión pero no deja de resultarme increíble leer opiniones que le restan total importancia a la violencia a la que fue sometida mi madre a los 14 años de edad por parte de mi padre, como si fuera lo más normal que podría haberle sucedido a una niña, por haberse enamorado de Pablo Escobar cuando éste era apenas el hijo del celador del barrio en 1974. ¿No serán más sinvergüenzas los que son tan violentos con sus palabras y aseveraciones?
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Juan Pablo Escobar (Sebastián Marroquín) y María Victoria Henao un año después de la muerte de Escobar.
Hace 25 años que mi padre falleció y sabemos que muy poco ha cambiado en el mundo del narcotráfico. De hecho hoy tristemente Colombia tiene el doble de hectáreas sembradas de coca que en la época de oro de mi padre o la de los carteles que lo sucedieron.
Desde la muerte de Pablo Escobar, las autoridades de diferentes países han anunciado a los medios de comunicación y a la sociedad la caída de un sinnúmero de capos y carteles de diferentes latitudes, todos tienen algo en común: haber sido acusados de ser los amos y señores responsables del 80 por ciento del mercado de las drogas en el mundo. Jamás escasearon en las calles, ya hoy las llevan a domicilio porque la corrupción siempre estará para ayudar. Los carteles son más poderosos y discretos, los cargamentos más grandes en la época de mi padre no superaban los 1000 kilogramos, en las de hoy superan los 15.000. La cantidad de drogas disponibles en las calles es infinitamente mayor.
Sin embargo por otro lado es cierto que la percepción sobre la seguridad en el país ha mejorado. También son notables los avances positivos en las fuerzas del orden del Estado Colombiano. Hay un mayor respeto por los derechos humanos y por la ley. Eso muestra que los Colombianos queremos y debemos seguir mejorando en todo lo que somos como sociedad.
De los tres familiares directos de Escobar, Manuela, su hija es quien ha preferido el anonimato por completo.
Nunca antes me había atrevido a opinar sobre el tema porque no busco entrar en ninguna confrontación política. Ejerzo mi derecho de opinión como hombre de Paz, ciudadano medellinense de bien, apolítico y arquitecto con algunos años de experiencia que opina como conocedor de la problemática social, arquitectónica, urbanística y simbólica que le genera a Medellín a nivel internacional la presencia de este símbolo de Pablo Escobar en nuestra ciudad natal.
A veces siento que retrocedemos cuando algunas personas sostienen que eliminando ciertos símbolos como el del Edificio Mónaco, el mundo se olvidará de que existió Pablo Escobar. Ya quisiera yo también que así fuera, pero no sucederá y mucho menos de esa manera. La noticia sobre la demolición de los símbolos no hace otra cosa que enaltecer y viralizar aún más la imagen de anti héroe de mi padre, a la par que de ayudar a elevar mediática, política e internacionalmente a quienes pronuncian tantas veces su nombre mientras se proponen borrar lo que tristemente está escrito con tinta indeleble.
El campo de concentración más grande del nazismo, ubicado en Polonia y conocido como Auschwitz no solamente es un símbolo del horror, sino también un museo a la memoria que ha sido visitado hasta el momento por 25 millones de personas. Dudo que siquiera uno de esos visitantes piense que se trata de alguna oda al nacional socialismo de Hitler. La Unesco lo declaró patrimonio cultural de la humanidad desde 1979 y quién puede decir que ¿el hecho de mantenerlo en pie lo podría convertir en un símbolo de aprobación? a la terrible matanza de millones de personas de la colectividad judía. Muy por el contrario, mantener en poder de las víctimas ese edificio, para que expongan su memoria y griten al mundo su dolor ¿No es acaso mejor que destruirlo para la foto? Pues en realidad, su foto en pie, es la que sobrevivirá para la posteridad.
Mis recuerdos sobre ese edificio que también fue mi hogar, son de una madrugada en la que literalmente volamos por los aires en el primer acto narcoterrorista de la historia de Colombia. ¿Cómo olvidar el 13 de enero de 1988? Una bomba de 700 kilos de dinamita sacudió la ciudad entera, ¡no nos mató de milagro! A mi hermanita de apenas 3 años, mi madre de 27 y yo de 11 nos le escapamos a la muerte ese día, gracias a la fortaleza estructural del edificio que será destruido por segunda vez, por más que parece que se niega a caer.
Mónaco es para mí un símbolo de una guerra narcoterrorista sin precedentes en nuestra nación. Quien piense que es borrando la historia que garantizamos un mejor futuro, yerra.
Demoler el Mónaco para mí es destruir miles de metros cuadrados más a las víctimas que podrían servir para dar un lugar de expresión a su historia y clamor de justicia que busque generar conciencia para la no repetición de la historia, y no para rendir honor alguno a los victimarios. Me da la sensación de que el caso del Mónaco es una triste demostración de que el Estado Colombiano no fue capaz de cuidar ni de administrar eficazmente los bienes decomisados a Pablo Escobar, y no ha reparado a una sola víctima con ninguno de esos bienes. Ya ellas llevan 25 años esperando esa reparación.
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Las excentricidades de Escobar con sus hijos dieron mucho de qué hablar. Sin embargo, aunque por mucho tiempo se creyó que el capo le había regalado un unicornio a su hija Manuela por su cumpleaños número cinco, en 1989, es falso. Así lo aseguró la viuda del capo en su más reciente libro.
Hice una lista de películas, series y documentales donde sale mi padre y quedé sorprendido: suman más de 35 y la lista sigue creciendo año a año.
Series exitosas han catapultado a un estrellato definitivo la imagen de anti-héroe en la figura de mi padre. Aunque dichas producciones hayan sido exitosas no necesariamente eso significa que respeten la verdad de los hechos. El Patrón del Mal es una versión edulcorada y ridiculizada que omite proponer una reflexión sobre el violento accionar estatal que en la vida real terminó pareciéndose bastante al modus operandi de mi padre. A la serie de Netflix ya le dediqué un extenso artículo donde señalé los 28 errores de su segunda temporada, de la primera no quise ni hablar porque habría tenido que dedicar otro libro para señalar sus equivocaciones o provocaciones, algo que llaman “licencias artísticas” que a mi juicio no es otra cosa que la glorificación y la incitación a repetir su historia.
Las personas me comparten fotos con sus tatuajes de la cara de mi padre, o de bares con el nombre “Escobar” en Barcelona, Sídney, Múnich, Singapur, Vancouver y más ciudades como si se tratase de una gran franquicia internacional al estilo del Hard Rock Café garantizándose una gran cobertura mediática. Mientras yo le hablo a miles para inspirarlos a no ser como papá, millones de jóvenes de las más dispares latitudes me escriben “…recién terminé de ver Narcos, ahora quiero ser como tu papá, Cómo le hago?”
Se me acusa de aprovecharme de la historia de mi padre, y de eso me declaro culpable. La única diferencia es que como yo la abordo ¡no hay a quien le queden ganas de repetirla de la manera como yo la viví! La historia de Pablo Escobar exige una tremenda responsabilidad.
Este es un fragmento del reciente libro de María Victoria Henao, la viuda de Pablo Escobar, en donde cuenta el día en que el capo murió el dos de diciembre de 1993.
Así llegó el primero de diciembre de 1993, día del cumpleaños de Pablo. Como no teníamos comunicación con él, decidimos que Juan Pablo diera una breve entrevista a una emisora de radio de Medellín para enviarle un saludo de cumpleaños, decirle que estábamos bien y contarle sobre la mala experiencia que vivimos en Alemania. Sabíamos que Pablo estaría escuchando esa estación porque en el pasado habían sido respetuosos con nosotros y divulgaban sin restricción los comunicados que él expedía.
Al día siguiente, dos de diciembre, Juan Pablo habló con varios periodistas que llamaron a solicitar entrevistas, pero las rechazó todas. Lo que sí aceptó fue recibir un sobre que el periodista Jorge Lesmes, de la revista Semana, enviaría ese día con un cuestionario dirigido a Pablo. Fue el único contacto que aceptamos con un medio de comunicación porque de tiempo atrás ese reportero había hablado con mi hijo y le teníamos cierta confianza.
A la una de la tarde llamaron por teléfono desde la recepción y me informaron que tres generales, del Ejército, de la Armada y de la Policía, iban a hablar con nosotros porque la gerencia del hotel había autorizado el reforzamiento de la seguridad del edificio con cien soldados más, así como el aislamiento total del piso veintinueve. Mientras avanzaba la tensa charla con los inesperados visitantes, sonó el teléfono y Juan Pablo contestó.
—Hola, ‘abuelita’, ¿cómo estás? No te preocupes que estamos bien, estamos bien—, dijo cortante y colgó.
Me llamó la atención el tono de su voz y pensé que en realidad había hablado con otra persona.
La charla con los generales empezó a alargarse y cinco minutos después el teléfono sonó nuevamente. Juan Pablo tomó el teléfono.
—‘Abuelita’ por favor, no nos llame más que estamos bien—.
Pero esta vez mi hijo no colgó y me dijo que su abuela quería hablar conmigo. Salí corriendo hacia la habitación de al lado mientras Juan Pablo despedía a los generales.
Era Pablo. Me dio una inmensa alegría escucharlo, pero Juan Pablo entró corriendo y me dijo que colgara pronto porque era seguro que estuvieran rastreando la llamada. Entendí la advertencia y me despedí:
—Míster, de todas maneras, cuídese mucho. Usted sabe que todos lo necesitamos—.
—Esté tranquilita, mi amor, que yo no tengo otro incentivo en la vida sino luchar por ustedes. Yo estoy metido en una cueva, estoy muy, muy seguro; ya salimos de la parte difícil—.
Pero él no se rendía y seguía llamando. Juan Pablo le colgó el teléfono en dos oportunidades más, pero el teléfono volvía a sonar y Pablo pedía hablar conmigo o con Manuela, pero Juan Pablo, desesperado, nos gritaba:
—¡Cuelguen!, ¡cuelguen ya, que lo van a matar! ¡Cuélguenle! ¡Pídanle por favor que no nos llame más, que estamos bien! Que no se preocupe. ¡Cuelguen ya!—.
Pasadas las dos de la tarde ya habíamos recibido el cuestionario de Semana y Juan Pablo avanzaba en responder las preguntas cuando entró una nueva llamada de Pablo. Mi hijo puso el altavoz y mi marido le dijo que leyera las preguntas despacio porque Limón —el guardaespaldas que lo acompañaba— las apuntaría en un cuaderno. Cuando iba por la quinta, Pablo interrumpió y dijo que llamaría en veinte minutos. Así lo hizo y Juan Pablo continuó dictando las preguntas, pero de un momento a otro Pablo le dijo:
—Enseguida lo llamo—.
Mientras eso sucedía, yo estaba sentada en una pequeña sala que dividía las dos habitaciones, hablando por teléfono con mi hermana. De pronto, escuché un grito de Juan Pablo:
—¿Qué mataron a mi papá? ¡No puede ser!—.
Sin entender qué sucedía le dije a mi hermana:
—Hermanita, averigua qué está pasando en Medellín que dicen que acabaron de matar a Pablo—.
Corté la llamada, salí corriendo a buscar a Juan Pablo y observé que en ese momento Manuela se bañaba en la ducha y cantaba una de sus canciones preferidas. Mi hermana llamó nuevamente y confirmó que en efecto Pablo estaba muerto y agregó que en los alrededores del sitio donde estaba oculto se escuchaba el ruido de varios helicópteros. Quería morirme. Lloré inconsolable. El desenlace que tanto temíamos había llegado. Mi marido había muerto víctima de su terquedad, por desconocer la más importante de sus medidas de seguridad: hablar por teléfono. Sus enemigos por fin lo habían cazado.
Andrea prendió la radio y las principales cadenas de noticias daban como un hecho la muerte de Pablo en una operación de la Policía.
Diez minutos después entró una llamada y Juan Pablo contestó muy azarado. Hizo un gesto indicando que era la periodista Gloria Congote, que en aquel entonces trabajaba en el noticiero de televisión QAP. El corto diálogo que sostuvieron fue dramático.
—Aló—, dijo la reportera.
—Ah, no me moleste ahora que estamos viendo si es verdad o es mentira lo de mi papá—.
—Acabaron de confirmar… la Policía lo acabó de confirmar—.
—¿Ah? —.
Estaba en el centro comercial Obelisco en Medellín, en el centro.
—¿Pero haciendo qué allá?—.
—No sé... la Policía acaba de dar un dictamen... una información oficial—.
—Ah, hijueputa vida. Nosotros no queremos hablar en estos momentos, pero eso sí el que lo mató, los voy a matar a todos esos hijos de puta yo solo los mato a esos malparidos.
Juan Pablo colgó la llamada y todos nos miramos. El tono amenazante de sus palabras era más que desafortunado y así se lo dijimos Andrea y yo.
—¡No puede ser, no puede ser hijo! No puedes decir eso, tú eres el hijo de Pablo Escobar. Las palabras violentas, jamás, jamás, Juan Pablo. Tú no puedes ser violento, te van a matar. No puedo, no puedo más con tanto dolor—, dije desesperada y llorando.
Cuando escuché las palabras de Juan Pablo el mundo se me vino encima. Sin medir las consecuencias acababa de hacer una declaración de guerra. Su papá acababa de caer. ¿No se daba cuenta de las cosas? Juan Pablo había perdido los estribos. Su dolor era tan grande, se sentía tan abandonado, que habló sin pensar. Nunca, nunca, me sentí tan perdida como en ese momento.
Sin embargo, un momento de reflexión fue suficiente para que mi hijo se arrepintiera de lo que había dicho. Por eso no dudó en comunicarse primero con el periodista Yamid Amat, director del noticiero de televisión CM&. Le explicó lo que acababa de suceder y le dijo tajantemente que no vengaría la muerte de su padre. Luego se comunicó con Gloria Congote y le pidió grabar una corta declaración para decir que no tomaría represalias y que en adelante se ocuparía de cuidar a su sufrida familia.
Lo que vino después fueron momentos de mucho dolor. No cabía más tristeza en mi corazón, en mi ser, en mi vida. La desesperanza era total. Apenas logré tener algo de fuerzas, acordé con Juan Pablo que entre ambos le contaríamos a Manuela la noticia. Al rato, lo hicimos. No hay palabras para describir el dolor de mi hija. En medio del llanto imparable, me decía:
—No, no puede ser mamá. Mi papá no, mi papá no está muerto—, repetía mientras se arrastraba desesperada por la alfombra.
Pablo había muerto y ahora nuestro panorama se veía más incierto que antes. ¿Cómo saldríamos de aquello? ¿Qué seguiría ahora?
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Juan Pablo, el hijo de Escobar tenía 16 años cuando el capo fue dado de baja, y Manuela, la niña de la familia, 9. Ambos cambiaron su identidad y viven en Argentina.