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Sumapaz: la lucha que no suspendió la pandemia

Crónica: Paula Doria y
María Fernanda Gaitán

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En medio de la crisis del coronavirus, Bogotá apunta a la Unesco para que el enorme páramo de Sumapaz, amenazado durante años de conflicto, quemas y olvido, sea reconocido como patrimonio inmaterial de la humanidad.

Al páramo de Sumapaz lo ha salvado el olvido. Es una paradoja que un lugar extenso, un poco más grande que Bogotá, con cuatro veces el tamaño de Medellín y 11 veces el de Barranquilla, pase inadvertido al lado de una urbe de más de ocho millones de habitantes. Pocos bogotanos saben que se trata de uno de los depósitos de agua más extensos y ricos del mundo. Un verdadero privilegio en un planeta sediento, un ecosistema único que se extiende en medio de lagunas, montañas y frailejones.

El Sumapaz es un reservorio natural y, a la vez, ha sido una retaguardia. Durante años se configuró como un muro invisible entre la avanzada de las Farc hacia la ciudad y la fuerza militar para contener esa amenaza. Y hoy, en medio de una de las peores crisis de la capital en su historia, por cuenta del coronavirus, se erige como la más esperanzadora fuerza.

Unas semanas antes de que se decretó la cuarentena por cuenta de la emergencia de la covid-19, la alcaldesa Claudia López firmó, junto con cinco mandatarios departamentales (Cundinamarca, Boyacá, Meta, Huila y Tolima) un pacto de protección ambiental del páramo. López describió el páramo como “el territorio más preciado” para los bogotanos y hace poco lanzó una apuesta: presentar a Sumapaz ante la Unesco para que sea declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Si se logra, el páramo sería destacado en el mundo por su importancia cultural y natural para la herencia de la humanidad. También abriría la puerta para obtener financiación de parte del Fondo del Patrimonio Mundial para su conservación. En el planeta solo hay 1.018 sitios que tienen esa calidad. Entre ellos están el Parque Natural de Banff (Canadá), Parque Nacional de los lagos Plitvice y Parque Nacional de los glaciares de Argentina.

Las amenazas del páramo de Sumapaz

Recibir financiación para la conservación del páramo sería ideal para poder invertir en su conservación. A veces el Sumapaz arde y arde durante días. No hay mucho que los bomberos, el Ejército o los pobladores puedan hacer en las primeras horas, mientras las llamas lo consumen. El último incendio fuerte que hubo se presentó el pasado 8 de febrero. 2.500 hectáreas fueron arrasadas y solo se pudo apagar el fuego tres días después.

Los primeros en llegar fueron los campesinos. La escena era desoladora. Cientos de frailejones quedaron hechos polvo. Los soldados y los campesinos se lamentaron. “Tardarán mucho en crecer”, decían. Era una tragedia ver arder frailejones, esas plantas mágicas que tienen el poder de absorber la neblina y devolverla a la tierra en forma de gotas de agua que terminan convertidas en lagunas y ríos. Entre ellos, el Tunjuelo, Sumapaz, Blanco, Ariari, Guape, Duda y Cabrera, los cuales proveen el agua a cinco municipios y 15 millones de habitantes. También son reguladores de agua. Cuando hay abundancia, retienen parte del líquido. Cuando hay escasez, estas reservas permiten alimentar el ecosistema.

Ver nacer y crecer un frailejón es un proceso largo. La germinación sin intervención humana es del 3 por ciento y su crecimiento es lento, un centímetro cada año. Es decir, que para alcanzar sus dos metros de altura tienen que pasar 200 años, que a veces son borrados en segundos por el fuego.

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Los frailejones tienen el poder de absorber la neblina y devolverla a la tierra en forma de gotas de agua que terminan convertidas en lagunas y ríos.

Foto: León Darío Peláez

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Sumapaz provee agua para el Tunjuelo, Sumapaz, Blanco, Ariari, Guape, Duda y Cabrera, los cuales proveen agua a cinco municipios y 15 millones de habitantes.

Foto: León Darío Peláez

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Varios animales como el ganado, los conejos, los ratones y las lagartijas también se han visto afectados por los incendios.

Foto: León Darío Peláez

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Los campesinos llegan primero

El aire en el páramo es liviano. Entra en los pulmones de una forma ligera. El oxígeno se penetra tanto como el frío en el cuerpo en esas temperaturas inferiores a los cero grados. El paisaje es de muchos verdes. Oscuros, claros, plateados, espesos… hermosos. Se ve uno que otro caserío. También, algunos campos de papa y cercas con ganado.

Llegamos tarde a la cita que teníamos con Misael Baquero, uno de los líderes de la comunidad campesina que vive en San Juan, un barrio de Sumapaz, la localidad 20 de Bogotá. Había trocha en el camino, neblina y el trayecto de Usme a Sumapaz era largo. Nos tomó cinco horas llegar. La conexión de ninguna compañía de celular funcionaba. Nos perdimos varias veces. La única dirección que teníamos eran las indicaciones de Misael: “Tiene que llegar a San Juan. Pasa y no entra. Tres o cinco kilómetros después hay un cruce a mano derecha. Entra por ahí y encuentra la Escuela de Santo Domingo. Después de pasarla, como a 200 metros, hay una puerta a mano derecha y un corral en madera. Ahí debe haber motos y carros estacionados. En la parte alta hay una casa. En ella nos encontramos”.

En la casa donde nos recibió Misael no se podía entrar en carro porque estaba en una montaña muy empinada, así que subimos a pie. Allí había varios hombres construyendo las vigas de un techo de madera. La madera estaba mojada y el rocío ya los había empapado, pero ellos seguían trabajando. Una mujer peleaba con una gallina que saltaba de un lado a otro. Unos perros corrían y, de vez en cuando, se sacudían para sacarse el agua que traían en su pelaje. Allí nos contaron cómo se organizan para apagar los incendios, una de las mayores amenazas del páramo de Sumapaz.

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Desde la dirección del Parque Natural del Sumapaz se reconoce que los campesinos han participado activamente en la recuperación del páramo.

Foto: León Darío Peláez

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Hace unas décadas los campesinos hacían quemas para mantener la ganadería. Hoy en el área de protección del Sumapaz no se hace esta actividad, pero sí en las partes bajas del Sumapaz.

Foto: León Darío Peláez

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Misael Baquero, líder campesino, asegura que lo mejor que le puede pasar al páramo es que nadie lo visite.

Foto: León Darío Peláez

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Edwin Dimaté, presidente del Sindicato de Trabajadores Agrícolas del Sumapaz, Sintrapaz, explicó que cuando ven un incendio alertan a los vecinos. Esperan un poco a ver si llueve. Si la llama no cesa, entonces empiezan a organizarse. Desde 2015 no tenían un incendio tan grande. Se organizaron en grupos de 30 personas. Los que iban eran voluntarios. Unos aportan comida; otros, sus caballos, y otros, sus herramientas de trabajo. Ese día salieron a las cinco de la mañana y llegaron al incendio a las cuatro de la tarde. Regresaron a sus casas a las dos de la mañana siguiente con la satisfacción del deber cumplido.

“Cuando nos enteramos del incendio sabíamos que la forma más rápida para llegar era con nuestras bestias. Ensillamos nuestros caballos. Llevamos azadones, guadañas, apagafuegos y nos fuimos”, recordó Misael. Agregó que al estar frente a las llamas “la gente se vuelve espontánea”. Lo más efectivo era mojar las ruanas con agua y golpear la hierba con ellas. También cortaron los frailejones que estaban ardiendo para que el fuego no se siguiera propagando. Algunos talaron los árboles en llamas con sus guadañas y otros los tumbaron a patadas, sin más protección que sus botas de plástico.

Dificultades para apagar las llamas

Ante las llamas devoradoras del 8 de febrero, los bomberos recibieron la alerta por la línea de emergencia. Calcularon que les tomaría tres horas llegar al corregimiento de San Juan y otras 16 horas a pie hasta el punto del incendio. Por esto, decidieron pedir apoyo a la Fuerza Aérea para que les prestaran un helicóptero, pues ellos no tienen uno propio. Luego de evaluar las condiciones atmosféricas y la disponibilidad, no fue posible acceder a la aeronave, por lo que decidieron enviar un equipo por tierra. Al día siguiente, cuando un grupo de bomberos ya se encontraba en San Juan, el Ejército les notificó que la Fuerza Aérea iba a enviar un helicóptero al páramo. El cuerpo de bomberos envió un segundo grupo con ellos. Armados con batefuegos, bombas de espalda y de agua, macalister, rastrillos y palas, el grupo de bomberos se dispuso a apagar las llamas.

“Siempre estamos dispuestos a ayudar y queremos ser los primeros en llegar. El problema es que hay unas condiciones que no nos permiten acudir con rapidez”, dijo Diego Moreno Bedoya, director del Cuerpo Oficial de Bomberos de Bogotá. Otro inconveniente es que el Distrito no cuenta con una estación de bomberos en la localidad de Sumapaz. Por esto, las estaciones de las localidades más cercanas, las de Marichuela o Candelaria, son las que se desplazan a atender la emergencia. Además, el desplazamiento por tierra es difícil para los bomberos y las comunicaciones presentan dificultades.

El teniente coronel Edward Hernán Bedoya, del Batallón de Alta Montaña, una compañía dedicada a reforestar con frailejones el páramo desde 2015, explicó que ese incendio del 8 de febrero no ocurrió dentro del Distrito, sino en el departamento de Meta. El páramo es tan grande que toca Bogotá, Cundinamarca, Boyacá, Meta y Huila. Afirmó que por esa razón era mucho más fácil que llegaran primero personas de poblaciones más cercanas. Además, los militares tienen muchos otros impedimentos para apagar los incendios que se presentan en el páramo. El más evidente es que no tienen trajes especiales para evitar las quemaduras, ni herramientas para apagar el fuego. Así que, al igual que los campesinos, enfrentan el fuego con lo que pueden.

Cuando consiguen un helicóptero solo pueden subir unos seis hombres y la capa de humo es tan grande que hace difícil aterrizar. La aeronave, cuyo vuelo por hora puede costar 23 millones de pesos, tampoco puede subir a grandes alturas, así que cuando los soldados llegan a los incendios aún les queda un camino por recorrer. La comunicación también se hace difícil y no saben cómo es el estado de salud de quienes están apagando las llamas.

¿Por qué se dio el incendio?

Este último desastre se presentó, según informaron las autoridades ambientales, por malas prácticas humanas. Desde que se firmó el Acuerdo de Paz, esta zona, que en el año 2000 todavía era controlada por las Farc, ahora es en un atractivo turístico para muchos.

Hay gente desprevenida que hace fogatas que terminan desbordadas por los vientos. Otros dejan colillas de cigarrillos encendidas o residuos de plástico o de metal que al contacto con los rayos del sol provocan llamas en temporadas de calor. Por eso, muchos insisten en que el turismo no es una buena idea: “Una de las mejores formas de proteger el páramo es que no vengan. Confórmense con saber que existe y que está cumpliendo una función muy importante para todos”, dijo Misael.

El momento en el que el fuego apareció

Los incendios en el páramo de Sumapaz empezaron cuando los campesinos, azotados por la violencia de los años 50, se refugiaron allí e hicieron quemas y talas para sus actividades agrícolas y de ganadería. No obstante, desde que se declaró Parque Nacional Natural, en 1977, fueron dejando progresivamente esas actividades y se trasladaron a la parte baja del páramo.

La categoría de protección cubre solo 142.112 hectáreas, de las 333.420 que tiene en total el páramo. En la zona que no está protegida es donde se han ubicado más de 5.000 campesinos, cuya principal actividad sigue siendo la ganadería. Dentro de la zona protegida solo viven unas 66 familias. Marco Pardo, director del Parque Nacional de Sumapaz, aseguró que desde hace años quedó claro que la opción no es que los campesinos abandonen el lugar, sino que puedan habitarlo sin perjudicarlo, como guardas de ese santuario natural: “Los campesinos se han convertido en protectores del páramo y a lo largo del tiempo han sido parte de su recuperación. Hay que hacerles este reconocimiento”.

Para Orlando Rangel, profesor titular del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional y experto en páramos, entre las amenazas del páramo está que las Instituciones del Estado no han llegado a este lugar por el conflicto armado. Aunque Bogotá es muy fuerte institucionalmente, allá no llega. Mucho menos los demás municipios. También reconoce que geográficamente es muy difícil protegerlo y que cuando se presenta un incendio el reto logístico es enorme.

La amenaza más evidente para los pobladores, aparte del turismo y los futuros proyectos de ecoturismo, es el cambio climático. Saben que no es mucho lo que puedan hacer contra el daño que ya se le ha causado al ambiente y que genera los incendios. Marco Pardo aseguró que están volcando sus esfuerzos en dar a conocer Sumapaz, no para que lo visiten, sino para que la ciudadanía lo proteja y puedan llegar recursos para la preservación de este santuario natural que no tiene inversión de la capital para su conservación. “Hay inversión para las comunidades, pero no para la preservación del parque”, dijo.

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La mayoría de los incendios se dan por malas prácticas de las personas que visitan el lugar. Hacen fogatas, dejan colillas de cigarrillos o residuos de plástico o metal que en contacto con los rayos del sol provocan las llamas.

Foto: León Darío Peláez

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Los frailejones fueron utilizados en la época del conflicto, entre otras cosas, para hacer camas improvisadas en campamentos abandonados y para la limpieza.

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Cuando hay incendios se afectan especies como frailejones, romeros de páramo, musgos y arbustos. También mueren animales como los curíes, conejos, ratones, ranas y lagartijas.

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Una esperanza verde

En medio del frío y la lluvia intermitente, el soldado Carlos Alberto Rodríguez Cuenca tiene una rutina que no cambia por nada. A las siete de la mañana ya está listo para comenzar su rutina en el vivero, donde pequeños frailejones crecen poco a poco, un centímetro cada año. “Yo les pongo música, les hablo y los dejo bonitos”, cuenta. El proceso puede durar hasta una hora y media. “Los frailejones son como mis hijos, los trato con el mismo amor y con el mismo cariño”, dice. Desde hace cinco años esta es la guerra que enfrenta. Una en la que lucha porque los frailejones crezcan para ser trasplantados y así reverdecer el páramo de Sumapaz.

Lo que hace Cuenca no es un trabajo individual. Es un esfuerzo colectivo que consiste en la germinación y resiembra de frailejones in vitro. En 2015, los incendios forestales ocurridos cerca de la jurisdicción acabaron 16 hectáreas y las llamas que se expandieron por la región afectaron a las especies que sobrevivieron. Ante este panorama, un grupo de soldados decidió rescatar los frailejones afectados, pues sabían que posiblemente morirían por los cambios químicos y físicos del hábitat. Los llevaron al vivero del batallón y los trasplantaron. Lo que hicieron en ese momento fue un acto de fe.

En el batallón los soldados centraron sus esfuerzos en buscar la forma de lograr reproducir el material vegetal. En 2016 comenzaron a experimentar con el frailejón. Los soldados hicieron una recolección de la flora en las áreas estratégicas y buscaron las plantas que consideraban tenían las mejores condiciones genéticas.

En medio de este proceso, según el cabo primero Leonardo Alfredo Vargas, hicieron una investigación de la mano de la Universidad de los Andes. “Se llevaron unas 600 semillas a la sede de la institución educativa, pero no se obtuvo nada, no germinó nada”, cuenta. Pero no perdieron la esperanza.


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Luego de hacer la recolección de las especies, llevaron a cabo un proceso manual de selección de las semillas que fueron extraídas de los frailejones. Tomaron las semillas que no estaban rotas, vacías o afectadas. Con cuidado, las lavaron con hipoclorito al uno por ciento para desinfectar las semillas y evitar que adquirieran algún tipo de hongo, y fueron puestas en una pequeña caja plástica con algodón en su interior. “A mediados de 2016 eclosionó la primera radícula”, recuerda Vargas Pérez. Ese fue el inicio del proceso en el que ya se han sembrado unas 100.000 unidades de frailejón en diferentes puntos del páramo.

Ahora, tienen un laboratorio dentro del batallón. Allí, los soldados llevan a cabo todo el trabajo previo a la reforestación. Todos los días, armados con guantes y lupas, dos soldados extraen las semillas. Actualmente unas 296 cajas, cada una con 40 semillas, están en proceso de germinación.

El soldado Cuenca manifiesta que los resultados pueden comenzar a verse en el tercer día. “En ese momento analizamos cuáles probablemente van a germinar y cuáles no lo harán”. Luego de 40 días, las semillas que germinaron son trasplantadas y llevadas al vivero.

Este camino les llevó tiempo, investigaciones y experimentación. “Fue un proceso largo. En 2017 logramos la inyección de capital para empezar a estandarizar el proceso. Hoy sabemos que logramos dar con el método que genera los mejores resultados. La tasa de germinación de los frailejones en su área natural es de un 1 a 3 por ciento. Nosotros logramos aumentarla entre un 10 y un 17 por ciento”, celebra Cuenca.

Frailejones que sobrevivieron a la guerra

Los soldados saben que las especies vegetales de alta montaña han sufrido el impacto del cambio climático y la intervención del hombre. Y es que en medio del conflicto armado que vivía el país, los frailejones del Sumapaz estuvieron amenazados de muerte. Antes, según cuentan, los frailejones fueron utilizados, entre otras cosas, para hacer camas improvisadas en campamentos abandonados y para la limpieza.

Las Farc llegaron a esa región en 1982 con el plan fallido de emprender la marcha militar hacia Bogotá, que lideraba alias Romaña. Alcanzaron a trazar una vía conocida como la Troncal Bolivariana.

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La germinación de un frailejón es del 3 % y crece un centímetro cada año. Es decir, que para alcanzar sus dos metros de altura tienen que pasar 200 años.

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El último incendio fuerte que hubo se dio el pasado 8 de febrero. 2.500 hectáreas fueron arrasadas.

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La categoría de protección del páramo cubre solo 142.112 hectáreas, de las 333.420 que tiene en total.

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En 2001, el Ejército creó el batallón de alta montaña con hombres especializados para combatir en alturas que superan los 4.000 metros con temperaturas por debajo de cero grados centígrados. Una década después, los militares ya habían recuperado el control del territorio, luego de una disputa que costó las vidas de 270 soldados y el desplazamiento de cientos de civiles.

En esas rutinas de guerra, los frailejones también eran arrancados para darles espacio a los caminos, las bases y los campamentos de soldados y guerrilleros. Sin embargo, con el tiempo los soldados pasaron a convertirse en verdaderos expedicionarios para hurgar en las flores amarillas de los frailejones más viejos y tomar sus semillas para liderar un proceso de germinación y reforestación en el páramo. Ahora, en un nuevo capítulo, esperan que estas plantas sigan siendo las reinas del páramo.

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