La historia de 130 milicianos rechazados por las Farc en Tumaco demuestra que el reciclaje de la violencia y los distintos grupos armados ya se salió de madre en esta región. Así es la cruenta guerra que se vive en las calles de sus barrios.
Por las callejuelas de Humberto Manzi o el Voladero, como se conoce a este sector de Tumaco, se respira un aire pesado. En las tardes, mientras el sol declina, la marea sube y el olor salobre del mar impregna las casas de madera. Cuando baja, en ciclos rigurosos de seis horas, deja al descubierto el fango que se evapora como un vaho. Pero hoy la pesadez no proviene del agua, sino de la creciente marea de la violencia.
El 23 de abril a las dos de la madrugada dos sicarios en motocicleta dispararon 11 veces contra Edwin Fernando Pinilla, de 16 años. Era uno de los 128 milicianos a los que las Farc expulsó por considerarlos simples traquetos, pero que el gobierno acogió como desmovilizados individuales hace apenas 2 meses. Edwin, al igual que otros 10 niños, todos menores de 15, estaban ubicados en sedes del ICBF en Medellín y Cali, pero todos ya desertaron y volvieron al barrio. Temen que empiece un exterminio de este grupo que busca un lugar en la legalidad, que hasta ahora ha sido muy esquivo.
De casi 130 exmilicianos, por lo menos 40 pertenecen a una misma familia. Hoy día, por todos ellos responde Róbinson Araújo, de 45 años, cuya historia muestra la saga de varias generaciones atrapadas en la espiral de la violencia y el narcotráfico. Nació en Río Mejicano, una vereda donde tiene un terruño para sembrar coco, cacao y plátano. A los 10 años sus padres lo enviaron a Tumaco a estudiar, pero Róbinson no tuvo la disciplina necesaria y terminó en las calles. En la adolescencia se fue a Bogotá y durante varios años sobrevivió vendiendo chontaduro y pescado. Volvió a Tumaco donde trabajó como comisionista en la venta de base de coca, hasta que un buen día de 2009 le ofrecieron llevar marihuana a Ecuador. Iba rumbo a su destino, cuando lo capturaron. Estuvo preso más de seis años. Al salir de la cárcel, en 2015, Tumaco era un hervidero de crimen e ilegalidad. Había una guerra por el control de la ciudad que dejó muchos muertos, y Robinson decidió vincularse a las Farc.
En efecto, hacia 2014, según afirman diversos estudios, esa guerrilla logró doblegar en Tumaco a la banda criminal de los Rastrojos, la más fuerte en la zona urbana. Y para garantizar su hegemonía, incorporó a todas estas pequeñas bandas criminales como parte de su estructura miliciana. Hasta ese momento, un grupo de traquetos los financiaban, según narra el propio Róbinson. Las Farc habrían aceptado que los narcos siguieran pagándoles 30 millones mensuales para darles un “incentivo” a los muchachos. La red era de por lo menos 400 milicianos, poseían cerca de 80 armas de fuego y solo en El Voladero disponían de tres motos. ¿A qué se dedicaban? Básicamente a ejercer un férreo control social en los barrios a punta de miedo y plomo.
En esa estructura criminal de las Farc, que se extendió a toda la ciudad, estaba claro que los comandantes de las columnas Ariel Aldana y Mariscal Sucre manejaban la parte rural y que la parte urbana correspondía a dos jefes cuyo poder abarcaba toda la ciudad: Don Y y el Tigre, este último, primo hermano de Róbinson.
El portazo de las Farc
Cuando se consolidó el proceso de paz, muchos se preguntaban si esa estructura criminal, recién integrada a una guerrilla, sería capaz de asumir el desarme y de abandonar el negocio de la droga. La respuesta evidente era que no. En una asamblea guerrillera realizada a mediados del año pasado, los comandantes de las Farc, considerados foráneos en Tumaco, advirtieron que vendría la dejación de armas y que todos tendrían que concentrarse en una zona veredal. Por lo menos 73 milicianos levantaron la mano y dijeron que ellos no se acogerían al proceso. Uno de ellos era Don Y. Las Farc procedieron a despojarlos de armas y pertenencias y les permitieron irse, siempre y cuando no volvieran a usar el nombre de la organización. El Tigre y su gente se quedaron. Entre ellos algunos del grupo de Róbinson, que alcanzaron a concentrarse durante unos días en las zonas de preagrupamiento, pero desertaron porque consideraron que los hacían trabajar mucho. No tenían la disciplina para hacer parte de una guerrilla. A los pocos días todos estaban otra vez en las calles de El Voladero, Nuevo Milenio, Panamá, Viento Libre, etcétera.
Ya sin el control de las Farc, se impuso la anarquía. “A Don Y se le subió el poder a la cabeza”, dice Róbinson, pues en cuestión de pocas semana asesinó a por lo menos 20 personas. Las Farc lo mataron. También a Camacho, otro jefecillo de bandas, exmiliciano, a quien le cobraron haber asesinado a dos niñas durante una fiesta con narcos mexicanos. Y se desataron las venganzas intestinas y las disputas por el control del negocio de la droga.
Para Róbinson y los demás milicianos veteranos no era difícil imaginar que iban a terminar muertos en medio del reacomodamiento de los grupos de poder emergentes en Tumaco. Máxime cuando la salida de las Farc y una serie de capturas de capos del narcotráfico hicieron desaparecer el aporte de 30 millones de pesos a los muchachos. Ante la oleada de violencia, 300 de ellos les pidieron a las Farc que los recibieran de nuevo para acogerse al proceso de paz. Pero ya era muy tarde y las puertas estaban cerradas.
Tumaco se había convertido en un problema de tal magnitud para las Farc que el secretariado envió a uno de sus hombres de mayor confianza a resolverlo: Romaña, a quien el país recuerda con estupor por los secuestros masivos en el bloque Oriental y que estuvo dos años en la mesa de La Habana en la tarea de ayudar a diseñar el cese del fuego. Romaña le dijo a SEMANA que reconoce que muchas personas que tenían vínculos con las Farc en Nariño han abandonado las filas guerrilleras. Se habla de por lo menos 400 que no se acogieron a los acuerdos. No se trata de una disidencia organizada, pero sí de un grave y peligroso proceso por el cual se han desgranado personas y pequeños grupos que hoy pululan en veredas y barrios, armados y atraídos por el dinero fácil que les ofrece la dialéctica del terror y la venganza.
Uno de esos jefecillos, conocido como Renol, mató a un integrante de las Farc indultado, que estaba visitando a la guerrilla. El fiscal general envió directamente a Luis González, jefe nacional de Fiscalías, a investigar el crimen y en cuestión de pocos días detuvo al responsable. El propio fiscal González estaba aterrado de ver la fragmentación y la volatilidad de estos grupos del crimen desorganizado, que configuran estructuras anárquicas que se venden al mejor postor.
La guerrilla los había usado para sus intereses, pero tenían una relación frágil con ellos, más de negocios que de pertenencia política. Por eso, cuando algunos quisieron volver no pudieron. Y la bomba de tiempo les quedó a Tumaco y a sus pobladores, que vieron cómo el proceso de paz dejó un vacío de poder que trajo una nueva ola de homicidios. El propio Romaña habla de 10 bandas armadas que han matado a 170 personas en el último año. La lucha es por micropoderes, y no por grandes sumas de dinero. La realidad es que en el bajo mundo de Tumaco, el narcotráfico tiene un sistema de explotación donde los jóvenes ponen la sangre y reciben algo de dinero por goteo. Pero las grandes sumas que mueve la mafia salen de la ciudad, o incluso del país. Los dueños del negocio del narcotráfico en en el puerto no son de allí. No viven allí. Como en toda la economía de la ciudad, los lugareños padecen los coletazos de la violencia y solo reciben migajas.
El problema de los milicianos le quedó a Tumaco. Por eso un grupo de líderes comunales, apoyados por instituciones y sectores de la Iglesia, empezaron a buscar una solución. Ya que las Farc les habían dado el portazo, por lo menos que el gobierno abriera una ventana para que ese grupo de 300 milicianos, o pillos, o delincuentes, o como se les quisiera llamar, que alguna vez estuvieron en las Farc, entraran a un programa individual para salir del crimen. El día de la desmovilización solo llegó una parte de ellos. Los que lideraban el Mocho y Junior nunca llegaron. Ahora el primero está detenido y el segundo, muerto. El Ministerio de Defensa constató que 126 de estos controvertidos milicianos sí tuvieron un vínculo con esta guerrilla, por frágil que fuera. Y en todo caso, el gobierno tiene que buscarles alternativas diferentes a las de seguir delinquiendo en las calles de Tumaco.
¿Una oportunidad?
En los callejones de El Voladero la desconfianza y la ilusión suben y bajan como la marea, varias veces en un solo día. Llega la noticia de que han matado a Edwin, o de que han detenido a otro de ellos, muestra de que carecen de seguridad física y jurídica. Entonces se suma la alegría de un pequeño timbre de celular. Los muchachos se alborozan porque por el teléfono les notifican que la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR) les ha consignado sus primeros 600.000 pesos como ayuda humanitaria, mientras arrancan proyectos productivos o estudios en el Sena. Casi ninguno de ellos ha visto tanto dinero junto. La inmensa mayoría tampoco soñaba con una cuenta bancaria, el método obligatorio de pago. Uno de ellos asegura que los ahorrará para poner un negocio de venta de zapatillas; otros dos hacen planes para montar un negocio de pescado; y otros con sumo realismo dicen que comprarán comida para la casa. Róbinson, por ejemplo, sabe que todo se irá en eso, pues tiene 16 hijos. Pero la verdad es que buena parte se irá en trago. Desde las primeras horas de la mañana el consumo de licor en las calles de El Voladero es notorio en las esquinas y andenes polvorientos.
Ante las amenazas inminentes de este proceso, hicieron una reunión con la Policía y las autoridades civiles. La respuesta de la primera es que los milicianos deberían irse de Tumaco porque no se les puede proteger. O encerrarse en un albergue. O contratar una protección privada. La Policía dio un golpe de realidad a la gente de la ciudad: decenas de bandas llenarán el vacío que dejaron las Farc, con sus jefecillos que aparecen y caen con la misma velocidad que soldaditos de un videojuego. O como en la serie Juego de tronos, que retrata un mundo antes de que naciera el Estado: el dueño defiende cada feudo a sangre y fuego.
La quimera de que la fuerza pública y la Justicia llenarían el vacío dejado por las Farc se esfuma con cada nuevo homicidio. Toda la zona rural de Tumaco, que tiene 300 veredas, solo cuenta con 32 carabineros de la Policía, y estos reconocen con amargura que deben dedicarse a tareas de recreación con los niños porque no pueden entrar a las comunidades. La Policía solo llega a los barrios para hacer allanamientos o capturas, como durante los años de la guerra. Unos barrios donde los jóvenes se han anclado, como en otras ciudades, en la cultura del dinero fácil, del Niche Panda, que menciona una canción de moda, que va tras una moto, unos tenis, un whisky fino y una mujer de plástico. Respecto a la Justicia, basta mencionar que hace dos meses las autoridades capturaron a más de una docena de funcionarios de la Fiscalía de Tumaco por su eventual complicidad con la mafia.
La marea sigue alta y los muchachos se preparan para salir a pescar un rato. “No nos vamos a ir de aquí”, dice sin titubear Róbinson. En Tumaco tienen familia y un modo de vida que les gusta. Están contemplando por primera vez recibir una oportunidad por parte del Estado, para darles un giro a sus vidas. Pero no será fácil. El día en que el celular deje de sonar, cuando la ACR deje de consignar el dinero mensual, tendrán que volver a pensar en sobrevivir. Si el mercado de la muerte sigue subiendo como el agua del mar, no hay duda de que la mayoría de ellos volverá a sus viejas andanzas. Si no cambia el contexto en el que han vivido, lo único que cambiará para ellos será el jefe de turno o la sigla a la que pertenezcan. Y el aire de Tumaco seguirá siendo denso, como ahora.