Conmemoración Día de La Paz en Mesetas, Meta. Septiembre 21 de 2018. Excombatientes de las Farc y militares pintan un mural. Foto: Misión de Verificación de la ONU en Colombia.
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La implementación del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto pasa por un punto de inflexión. A juzgar por cifras oficiales, se cumple forzadamente lo operativo, pero se desatiende e incumple sistemáticamente lo estratégico. Este es, más allá de los discursos, el nudo de las tensiones actuales.
Comencemos con una puntada general. Es notorio el desescalamiento del conflicto armado interno. En términos de homicidios, ha disminuido a récords históricos de las últimas 4 o 5 décadas. Y salvo el desplazamiento interno, algo similar puede verse en índices de víctimas de minas, secuestros, desapariciones forzadas. Una ganancia neta de la paz. Pero en este juego de luces y sombras, otras evidencias son desconsoladoras: hay disminuciones globales de la violencia, sí, pero la de ahora apunta a víctimas focalizadas: líderes sociales y excombatientes. Víctimas de las ambivalencias gubernamentales y estatales frente a la implementación de la sustancia de los acuerdos. Destaco tres.
Primera: en temas estructurales, como el agrario, se impone un enfoque regresivo, en contravía de los objetivos y potencialidades de los acuerdos. De un enfoque redistributivo de estos, que pretendía hacerle frente a dimensiones de larga duración del conflicto, se avanza, con nuevos proyectos de ley, a un enfoque exclusivamente empresarial, que margina y empobrece aún más a los destinatarios originales. Se quiebra con ello el almendrón de la promesa de cambio social de las negociaciones, la paz territorial. Se le quiere quitar no solo a las Farc sino al conjunto de los campesinos del país lo que virtualmente ganaron con los acuerdos. Más aún, después de tanta expectativa frente a esa centenaria deuda agraria, parecería estarse dando una silenciosa reedición del viejo Pacto de Chicoral, ese reversazo político con el cual se pretendió dar respuesta terrateniente a las ascendentes luchas campesinas de los años 70.
Segunda constatación: Es incierto el rumbo de los compromisos de inversiones para la paz, previstas para los próximos 20 años dentro del Plan Nacional de Desarrollo, a fin de hacer viables los acuerdos y compromisos no solo con la insurgencia, sino con el país, y en especial con las zonas más afectadas por la guerra. Pero el sentimiento anti-Farc del partido de gobierno pesa más que las necesidades de los campesinos y las regiones.
Tercera: El frágil equilibrio en el campo político es alterado con la espiral de asesinatos de excombatientes, 137 según las propias Farc, sumados a los más de 400 líderes sociales asesinados. Es una matanza cotidiana que pone entre paréntesis la necesaria relación de confianza entre dejación de armas y reincorporación social y política. Dicha masacre continuada no se va a detener mientras persistan los silencios y ambigüedades de las autoridades nacionales sobre lo pactado.
Este es el contexto del desangre cotidiano de excombatientes, con predominancia en Cauca, (26), Nariño (20) Antioquia (17) y Caquetá (13), y la cuenta sigue. Se trata de regiones donde fue más aguda la guerra, y donde sigue existiendo mayor concentración y heterogeneidad de grupos armados.
Hay costos predecibles de la paz. De hecho, la irrupción de nuevas formas de violencia en los viejos teatros de la guerra es una de las principales advertencias que hacen expertos en terminación de conflictos armados. Pero al ciudadano del común no le satisfacen esas respuestas. Si la guerra nos costó tantos muertos, ¿por qué la paz nos tiene que costar tantos más? Es la pregunta inevitable no solo del excombatiente, sino del hombre de a pie frente a las cifras, y frente a lo que este panorama significa como barrera al pleno ejercicio democrático en las regiones. Y saber que a estos bloqueos de facto se suman otros normativos, como el aún por resolver de las 16 curules para las Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz, prometidas a las víctimas.
Hay una explicación mayúscula a estas dinámicas posacuerdos: la paz desestabiliza el equilibrio de los poderes irregulares en los territorios, máxime cuando se trata de lo que para procesos anteriores hemos nombrado recurrente “paz parcelada”, o negociaciones escalonadas (se nos quedó por fuera el ELN) , que dejan vivas las condiciones de reproducción de la guerra.
Son tropiezos que no se deben minimizar. A todas luces minan la credibilidad de la implementación en los territorios y la confianza de mandos medios de los excombatientes. Puede darse incluso el momento en que las bases piensen más en su vida y su seguridad que en el proceso, y terminen cediendo a la tentación del rearme. Habrá que hacer enormes esfuerzos para evitarlo, máxime cuando hay en el horizonte inmediato circunstancias que pueden agravar el clima de violencia, como las elecciones de fin de año, en las cuales las tensiones políticas pueden resultar inhibitorias de la participación ciudadana.
Como lo señalara recientemente la senadora del partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, Victoria Sandino, la situación de violencia contra la nueva fuerza política puede hacer nugatoria una de las promesas centrales del fin negociado de la guerra: “A nosotros nos dicen, dedíquense a la reincorporación y cero participación política”. Si ello fuere así, las zonas de transición se convertirían, por sustracción de materia, en campos de simple acuartelamiento, y no de consolidación de paz.
Los nubarrones que se ciernen son innegables. Hay que estar, sin embargo, alertas a los usos y abusos de los datos más preocupantes. Las dificultades que atraviesa la paz son argumento para defenderla, y no pueden traducirse en pretexto oportunista para tratar de hundirla.
Traigamos a colación algunos elementos que contrarrestan el catastrofismo:
Con un par de excepciones, los asesinatos no se han producido en zonas ETCR. Estas se sostienen, con sorprendente credibilidad, a tal punto que los alcaldes, subraya el consejero Emilio Archila, piden que no se las quiten, porque de hecho les ha mejorado la seguridad, les generan recursos y otros réditos locales. Una fuente oficial, la Agencia Nacional para la Reincorporación y Normalización (ARN) , en documento bipartito Farc-Gobierno, estableció que 76 % de un total de 7.976 acreditados y encuestados excombatientes en los ETCR , expresan optimismo sobre sus proyectos productivos y de reincorporación , y se sienten adecuadamente protegidos por la policía y el ejército. Una muestra altamente representativa, si se tiene en cuenta que el total de excombatientes acreditados por la OACP en agosto de 2017 fue de 13.061.
Por otro lado, si desconocer cifras puede rayar en complicidad, abultarlas deliberadamente puede ser un artilugio siniestro para desprestigiar el proceso, y no para buscar los correctivos necesarios. Se recordará cómo recientemente, sin dar ninguna fuente confiable, un jefe político soltó orondamente en una emisora el dato de supuestamente 5.000 deserciones de las Farc, una grosera mentira estadística desmentida por fuentes de la propia Fiscalía, según la cual, a fines de 2018 las deserciones no llegaban a los 2.000, número cercano a lo predecible en este tipo de procesos.
Con todos los vaivenes anotados, hay que dejar claro que las Farc, pese a los golpes cotidianos a su militancia, le siguen cumpliendo al proceso, no solo por necesidad, sino por convicción reiterada. Ellos, desde luego, no pueden más que el resto de la sociedad en la lucha por la paz: salvan ahora el proceso, esperando más tarde salvar los acuerdos. Porque nadie imaginó que, además de los retos y tropiezos previsibles, la implementación de los acuerdos fuera a recaer en un Gobierno hostil, o indiferente a los mismos.
Un Gobierno que, por lo demás, se mueve erráticamente, porque dentro de sus huestes cohabitan dos discursos que se autoanulan: un sector al cual el discurso antipaz le es políticamente rentable, aunque de él no se beneficie el Gobierno mismo, como lo muestran recientes encuestas; y otro sector que trata de impulsar algunas acciones positivas, como las señaladas por Archila en los territorios, opacado por el primero. Tenemos así un Gobierno que opera como un carruaje tirado por dos corceles, en sentidos opuestos. Y en últimas lo que se le suma a Uribe, se le resta a Duque. A Duque le quedan tres años para gobernar. A Uribe tres años de campaña para las próximas presidenciales.
En todo caso, el balance resulta injusto para los que se la jugaron por el tránsito de las armas a la política. Así se refleja en lo sucedido a Anderson Pérez, uno de los últimos exmilicianos asesinados, quien poco antes de caer bajo las balas asesinas dijo ante una cámara que había esperado el fin de la guerra para que su bebé en camino llegara en tiempos de una Colombia en paz. Anderson y otros miles le han cumplido al proceso y al país. El país y el Estado les han fallado. Estamos en deuda con ellos.
@GSanchez2019