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    Incluir, no integrar

    La inclusión educativa, especialmente relacionada con las discapacidades cognitivas, es un reto enorme. El cuadriculado sistema de educación colombiano tiene que hacer un esfuerzo mayúsculo para ajustarse a las más diversas necesidades de aprendizaje y no acabar "normalizando" la diferencia.

    “Hemos llevado la transformación de la educación a un punto de no retorno”, expresó la exministra de Educación Yaneth Giha el 30 de agosto del año pasado, tras la presentación del Decreto 1421, que regula la educación inclusiva para la población con discapacidad. Suena exagerado, pero la regulación es así de ambiciosa: la idea es que todo estudiante en condición de discapacidad pueda asistir al colegio “más cercano a su lugar de residencia”, sin importar las limitaciones, acabando así el vía crucis que significaba para muchos padres tocar la puerta de seis o siete colegios, ser rechazados y tener que ingresar por acción de tutela.

    Pero más allá de eso, plantea adaptar para ellos las condiciones de accesibilidad, los materiales pedagógicos y la flexibilización curricular necesaria, un compromiso que asumen los colegios mediante el Plan de Mejoramiento y el Acta de Acuerdo con la familia del estudiante. De esta manera, el decreto propone personalizar el proceso educativo para cerca del 2% de los alumnos del sistema escolar; una pequeña parte, pero significativa en cuanto a los cambios que implica individualizar la educación, así sea a un solo niño por aula.

    Sin embargo, un año después de la firma del decreto muchos colegios, en su mayoría privados, siguen rechazando la admisión a los niños con discapacidad. Según pudo constatar Semana Educación con varios padres de familia, abren muy pocos cupos para discapacitados, hacen cobros extra para que un terapeuta acompañe al niño o, sencillamente, niegan directamente su ingreso.

    Mientras tanto, los colegios públicos, que están forzados a recibirlos, no están en la capacidad de hacer todos los cambios necesarios. En conclusión, tienen a los niños en condiciones que no deberían, apartados del aula y del proceso pedagógico. Y esa integración, sin las transformaciones pertinentes, puede terminar siendo mucho más excluyente.

    Pedagogica Juan Manuel Bermúdez Gil tiene 18 años y hace parte del programa "Apoyo en estapa escolar" de la Corporación Síndrome de Down

    Incomprensión

    “¿Profe, es que ese niño es bobito?”.

    Carmen Castañeda se llena de paciencia y le explica al celador que no, que hay niños diferentes, que ella es educadora de apoyo pedagógico y trabaja allá con ellos. Que los niños con discapacidad también merecen respeto. “Pero igual no se baja del mito” asegura. “Al otro día vuelve y me dice: ‘¿Qué tal, profe? Por ahí llegó su bobito’”.

    Aunque quisiera, no tiene mucho tiempo para sensibilizar a toda la comunidad educativa del Colegio Compartir Recuerdo, en Bogotá, sobre lo que significa la discapacidad. Esa es solo una de sus funciones, y entre eso y las labores burocráticas que le exigen en la Secretaría de Educación se le va todo el día.

    Ella es la encargada de 16 niños con necesidades especiales de aprendizaje en el Compartir. Pero, además, debe elaborar anualmente los Planes Individuales de Ajustes Razonables (Piar) de cada niño. Básicamente, estos documentos son el corazón del Decreto 1421. Resumen de la valoración pedagógica y clínica del estudiante y todos los ajustes que le debe realizar el colegio para garantizar el proceso de enseñanza “respetando sus estilos y ritmos de aprendizaje”.

    Entre ese trabajo y capacitar a los maestros, a Carmen le queda poco tiempo para acompañar a los alumnos que la necesitan. “Es lo que tendría que estar haciendo: implementando trabajos en el aula, viabilizando su aprendizaje. Pero no alcanzo a hacerlo porque me enredo en una cantidad de funciones que no están beneficiando a los niños”, confiesa.

    Con Camilo, por ejemplo, un niño autista de primer grado, está una o dos horas a la semana en clase, trabajando con materiales visuales, ábacos y colores. Durante ese tiempo está bien, pero el resto del día, cuando Carmen se va, es, en palabras de su profesora de grado, Liliana Giraldo, un complique: “Ese chico no puede trabajar solo. Si voy para el baño me toca llevármelo o dejarlo en otro salón –cuenta Giraldo– Y no me puedo dedicar solo a él y abandonar a mis otros 30 estudiantes”.

    Camilo es uno de los dos alumnos en condición de discapacidad cognitiva a cargo de la docente. La otra, una niña limítrofe (con un coeficiente intelectual entre 70 y 80, el límite de lo que se considera una discapacidad cognitiva), trabaja bien con el resto del grupo en su currículo flexibilizado. Sin embargo, no sabe cómo manejar el aspecto comportamental con Camilo; en clase se desespera y es agresivo con los compañeros. Les quita los cuadernos, se los tumba, hasta el punto de que los mismos niños le tienen miedo y corren. “A mí no me prepararon para esto”, admite Liliana.

    Este reto para el que no están preparados los maestros termina en malas experiencias como la de Camilo. Hay varios casos. A Mayerly, otra estudiante autista de la misma institución, los compañeros de sexto grado le hacen bullying porque tiene que ir acompañada de la profesora/terapeuta a clases. La presión fue tal que solo duró unos cuantos meses en el colegio y tuvo que retirarse. A Eleonora, una niña con síndrome de Down, la tuvieron que retirar de una institución educativa del norte de Bogotá porque sus compañeros de sexto le pedían que les mostrara los senos y la vagina y ella lo hacía sin reparos. El año pasado, tuvieron a Santiago encerrado varios meses en una bodega junto con una terapeuta porque el colegio El Faro no sabía cómo incluirlo en las clases.

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    La rigidez del sistema

    Según Hernando Parra, coordinador de la Mesa Nacional de Discapacidad, un colegio con inclusión debería contar con un profesor especial, un terapeuta ocupacional, un psicólogo y un fonoaudiólogo. Pero eso en las instituciones pequeñas, donde el equipo directivo consiste en un rector y un coordinador, es una utopía.

    Con el Decreto 1421, el gobierno solo asegura un docente de apoyo pedagógico de planta para los colegios con más de diez estudiantes con discapacidad, y uno rotatorio para los que tienen menos. Pero, aún así, actualmente son muy pocos: 1.006 en todo el país, aproximadamente uno por cada 200 estudiantes en condición de discapacidad en el sistema educativo.

    Otro aspecto que limita aún más el proceso pedagógico de los discapacitados es la incomprensión de los profesores. Rocío Lobo, por ejemplo, ha chocado repetidas veces con la intransigencia de los maestros del colegio República de Venezuela, que le exigen a su hijo autista de 15 años memorizar la tabla periódica o hacer presentaciones de conceptos avanzados de filosofía. Rocío protesta, pero igualmente “acepta el reto”; eso sí, le toca a ella hacer la investigación, enseñarle a su hijo qué decir y prepararlo para exponer cinco minutos frente al docente sobre conceptos tan difíciles de entender para un autista como “¿qué es la existencia?”.

    Estas limitaciones conducen a que muchos colegios tengan lo mejor que puedan a los alumnos de inclusión en clase, lo que Claudia Neira llama “parqueadero de niños”, un escampadero para que los chicos discapacitados socialicen con los regulares (mientras sus limitaciones lo permitan) durante su edad escolar. Les realizan promociones automáticas, independientemente de si alcanzan o no los objetivos curriculares flexibilizados, solo para que estén, como sugiere el Decreto 1421, con sus “pares en edad”.

    Por esta razón, para Neira, “la inclusión no puede ser para todos”. Algunos alumnos que no están en capacidad de trabajar en grupo con los regulares tendrían que estar en una institución de educación especial. Y aquellos que no den comportamentalmente para ninguna institución (porque son agresivos) deberían “buscar ayuda personalizada”. En cuanto a los colegios, opina que se deben especializar en algún tipo de discapacidad, porque si reciben demasiadas clases se hace imposible elaborar un trabajo pedagógico con un grupo.

    En la Institución Escolar Distrital Gustavo Restrepo, por ejemplo, la sede D es exclusiva para estudiantes con discapacidad cognitiva. Los organizan en cursos según sus habilidades, ya sea lectora, verbal o de escritura. “Todos ellos van a estar en un curso de no más de 17 estudiantes con pares de características muy similares, por lo que el profesor va a poder avanzar con todos casi a la par”, cuenta Didier Santos, coordinador de la sede. Los “déficits individuales” los trabajan en espacios aparte con la fonoaudióloga o la terapeuta y hacen mucho énfasis en saberes más prácticos como la ubicación espacial, la coordinación motriz, tejer o cocinar.

    Pero ni así pueden recibirlos a todos. “Cuando veo que hay un caso delicado nos reunimos con el equipo y les sugerimos a los papás –porque no se les puede decir no– que busquen otra institución. Entonces lo que hago es apelar a su buen juicio y decirles: ‘Tu hijo no va a aprender algunos procesos matemáticos ni va a tener la habilidad de manejar un bisturí ni va a poder estar en nuestros talleres prácticos. ¿Crees que es justo meterlo acá?’”, cuenta el coordinador.

    De todas maneras, muchos papás fuerzan su ingreso con tutelas. Es el caso de Andrés Felipe, un joven de 15 años con síndrome de Down que ingresó a bachillerato en el Gustavo Restrepo y está “calentando silla”, pues sus capacidades no logran adaptarse al proceso educativo. Al colegio le toca decidir: recibirlos a todos y olvidarse de un proyecto académico o consolidar un proceso educativo solo con algunos. Elige lo último.

    Esta perspectiva, sin embargo, está muriendo y Didier lo sabe. Para él, el nuevo decreto es el “fin de las instituciones de educación especial”. En el mundo, ese concepto está en desuso; el 1421 es claro en ese ideal. Instituciones exclusivas para educación especial, como la sede D del Gustavo Restrepo, siguen sin una regulación. A Didier, por ejemplo, le exigen aumentar el número de estudiantes por clase porque su puesto, de coordinador, no aplica para las instituciones con tan pocos alumnos. Ese tipo de alternativas, en las que los niños con discapacidad pueden aprender saberes prácticos y relacionarse con personas en su misma condición, donde no hay bullying ni rechazo, están mandadas a recoger dentro de la normativa actual.

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    ¿Para qué la inclusión?

    Ana María Laverde recuerda con especial cariño la etapa de inclusión escolar de su hijo Jorge en el colegio República de Venezuela. Sus compañeros regulares lo acompañaban, iban a su casa, jugaban con él. Pero desde el día del grado, “una ceremonia lo más de bonita”, le tocó ingeniarse qué iba a hacer su hijo autista el resto de la vida. Intentó ingresar a la educación técnica, pero no pudo; no tenía las competencias necesarias. “Estuvo 12 años en un colegio, pero no sabe nada”, cuenta Jenny Gómez, quien trabajó con él en su fundación, la Asociación Colombiana de Padres con Hijos Especiales.

    Hoy, la vida de Ana María gira en torno a la labor de cuidarlo en casa. Ha tenido que limitar su desarrollo profesional y varias oportunidades personales porque no pudo encontrar una labor útil para Jorge. “Decidimos que su trabajo es cuidarme a mí”, dice Ana María, y su hijo estalla en risas.

    “Eso es lo que tenemos que evaluar”, insiste Gómez, “¿qué es lo que queremos lograr con graduar a un jóven con discapacidad? Hagamos la inclusión, pero hagámosla bien. No es integrar, es incluir, que es muy distinto”.

    *Una versión anterior de este artículo señalaba que, en opinión de Jenny Gómez, los niños con discapacidad debian tener una educación diferente que explotara sus talentos y se enfocara en saberes prácticos. Esto se prestaba a mal interpretaciones sobre la relevancia de tener una inclusión educativa, que no es la opinión de la directora de Acphes.