La saga de los Salavarría

La tristeza de Yolanda Bibicus

Las víctimas sufren grandes frustraciones. Una familia de 47 miembros despojada de su tierra, que el gobierno puso como modelo de restitución, anda errante por la costa Caribe hace 22 años.

Perdió a su marido y dos hijos en una matanza, y le robaron la reparación.

A la familia Salavarría la sacaron los paramilitares de la finca La Esperanza, vereda Mundo Nuevo, corregimiento de Arroyón, Montería, en el año 1991. Se les llevaron 120 cabezas de ganado, los despojaron de 100 hectáreas, les quemaron la tienda y un billar; después mataron al padre, Emiro, la madre murió de la impresión cuando supo que a su esposo lo habían desaparecido; y al marido de Maritza, una de las hijas, y a Emiro, un hermano, los desaparecieron. Con las uniones conyugales e hijos nacidos en dos décadas de vivir en condición de desplazamiento, son ya 47 miembros de una familia que ha vivido errante por varias ciudades de la costa.

 

De Mundo Nuevo se fueron a vivir a Planeta Rica, donde las AUC los ubicaron y una tarde con metralla tumbaron la puerta de la casa. Don Emiro recogió a la familia y se fueron a Belén de Bajirá, se metieron en un baldío, pero Urabá estaba bajo fuego y decidieron volver a Planeta. Fue cuando le pusieron una cita a don Emiro con la promesa de devolverle las reses, pero no regresó. Esa misma tarde murió la madre.

 

Los hijos, liderados por Maritza, que ya había perdido a su esposo, se fueron para Montelíbano. Cuando se desmovilizaron los paramilitares en 2006, volvieron a Nuevo Mundo pero la parcela estaba ocupada por el ganado de Jesús Ramírez y Fabio Gutiérrez, dos terratenientes a quienes el Incoder adjudicó varias parcelas de 293 familias campesinas que hoy viven en desplazamiento. A los dos meses, mandaron a su hermano Emiro a hacer el mercado a Planeta Rica y no regresó.

 

Se fueron a Cartagena y la Comisión Nacional de Reparación les adjudicó un predio incautado por Estupefacientes en Pivijay en 2007, pero tenían como vecinos a unos narcos cuya finca tenía una pista desde donde traficaban drogas. El Ejército bombardeó la  pista y los Salavarría, que llevaban dos años viviendo en paz, salieron corriendo creyendo que la cosa era con ellos también.

 

Informaron al gobierno lo ocurrido y los llevaron a Cúcuta y Bucaramanga donde permanecieron diez meses, pero cuando terminó el auxilio prefirieron regresar a Pivijay porque no tenían adonde ir. En diciembre de 2011, el Ministerio de Agricultura los citó en Montería para entregarles los títulos de Mundo Nuevo y declararlos “familia piloto” del programa de restitución, pero fue una entrega simbólica: les dijeron que no podían volver porque no había condiciones de seguridad.

 

Sin embargo, en julio, dos hermanos, Jader y Eduar, fueron a la finca con los títulos en mano. Dos paramilitares los amarraron a un palo de mango durante dos horas, mientras preguntaban si los mataban, pero los dejaron vivir. Regresaron con la Policía y levantaron un rancho, pero el hostigamiento era permanente: les picaban los alambres y bajaban las cuñas de energía.

 

El pasado 28 de febrero volvieron a salir de Mundo Nuevo, porque oyeron por radio que los iban picar con machete. El gobierno los reubicó en Fundación, pero allá llegaron sus verdugos. Hoy, 19 miembros de la familia están temporalmente refugiados en otra parte, y 16 más están regados entre Planeta Rica, Montería y Montelíbano. Las esposas de tres de ellos los abandonaron con sus hijos porque se aburrieron de la incertidumbre, la inestabilidad y las amenazas.

 

Maritza dice que ellos no quieren ser una carga, que les devuelvan su tierra. El Estado dice que no puede garantizarles su seguridad y prefiere compensarlos.

El 7 de mayo pasado, mientras contaban a SEMANA su situación, un oficial de policía les informó que el estudio de riesgo era ordinario, que no tenían problema y que podían irse a donde quisieran. La opción es regresar a Pivijay, donde les entregaron una finca de 300 hectáreas. Pero no se sienten seguros, y los vecinos prefieren que se la adjudiquen a gente de la zona que también ha sido desplazada. Ese mismo día, a Maritza la llamaron de Montería para decirle que si era muy brava, que si quería que la picaran como hicieron con su padre, su hermano y su esposo.

El 26 de agosto de 2009, diez hombres camuflados irrumpieron en la casa de Tulia Guangua García y la asesinaron a ella y a 11 personas más, entre las cuales siete menores de edad, uno de ellos un bebé de cinco meses, en el resguardo indígena de la comunidad awá, en el corregimiento de La Guayacana, cerca de Tumaco. Tulia había declarado tres meses ante el CTI contra miembros del Ejército Nacional por la ejecución extrajudicial de su esposo Gonzalo Guango, como única testigo de los hechos.

 

La indígena Yolanda Bibicus Taicus, de 34 años, escapó con vida de la masacre con tres hijos más, pero su esposo y dos de sus pequeños, de 3 y 13 años, quedaron entre los muertos. Un año después ella identificó a tres de los autores, que fueron condenados a 48 años de prisión. En la actualidad, continúa la investigación contra los demás perpetradores, entre ellos alias Freddy Cortez, comandante de la banda delincuencial Los Cucarachas y presunto autor intelectual.

Según los abogados de Yolanda, de la Asociación Minga, “ella fue abandonada por el programa de protección de testigos de la Fiscalía, pues no cobija un enfoque para indígenas. Una vez denunció a los agresores fue devuelta con un pasaje de bus hasta un lugar a diez minutos del sitio de los hechos”.

 

A comienzos de 2010, Yolanda y otros familiares de las víctimas radicaron ante Acción Social la solicitud de reparación administrativa. En noviembre de 2012 le desembolsaron la suma de 22 millones de pesos por concepto de indemnización por la muerte de su hija menor. Los abogados de Minga afirman que la entrega se efectuó “sin ningún tipo de asesoría ni acompañamiento, especialmente para ella, una mujer analfabeta, que no conoce el valor real del dinero y que recibió esta suma de dinero en el lugar donde varias veces denunció ante las autoridades que estaba siendo perseguida”.

 

Lo inimaginable llegó después de cobrar el cheque: los mismos victimarios irrumpieron en su casa, la agredieron y le robaron 20 millones de pesos en efectivo. Algunas personas afirman que, con sus tres hijos sobrevivientes, deambula y lava sábanas de hoteles y hosterías en corregimientos cercanos a la masacre.