Revista Semana

Migración: historias al
borde de la frontera

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Migración en Maicao

Maicao:
El eterno retorno de los wayuu

Texto: Estefanía Palacios

Fotos: Diana Rey Melo

deslice

Migración venezolanos en Maicao

Cerca de 70 indígenas que migraron al país en busca de educación de calidad viven parte de la semana en un terreno prestado en Maicao (La Guajira). Aunque el viaje dura horas y está lleno de peligros, el arraigo los hace retornar a Venezuela por las trochas.

En el interior de la camioneta Chevrolet, la profesora Marielis y los niños de la ruta del Centro etnoeducativo no. 6 de Paraguachón se cubrían la cabeza con sus manos mientras el sonido incesante de las balas zumbaba sobre ellos. Esa mañana de mayo de 2017, la camioneta llena de niños quedó atrapada en medio de un tiroteo entre bandas criminales que dominan ‘la Cortica’, una de las trochas entre la frontera de Colombia y Venezuela.

“Ese mes decidimos cancelar la ruta -dijo Georgina Deluque, directora de la escuela en Paraguachón-, pues no podíamos garantizar la seguridad de la maestra ni de los niños que venían desde Venezuela a través de las trochas”. La violencia de la frontera acabó a tiros la estrategia para que los niños indígenas venezolanos asistieran a la escuela en Colombia.

Pero la convicción de unas familias que reconocen la educación como la mayor oportunidad fue más fuerte que las metrallas. Cerca de 70 personas iniciaron una lucha que llevaría a unos a quedarse de lunes a viernes en Colombia y a otros a cruzar diariamente la frontera. Al final, todos terminarían partiendo su vida entre dos países.

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Paraguachón es el último corregimiento colombiano antes de Venezuela. Allí queda La raya, una calle ahogada en comercio por la que transita parte de los migrantes. Los demás utilizan las trochas, caminos improvisados alrededor de La raya.

Las familias viajeras

Hace ocho años, familias indígenas venezolanas -o colombianas que residen en Venezuela- empezaron a solicitar cupo para sus hijos en el centro etnoeducativo de Paraguachón. Primero, respaldados por la idea de la nación wayuu, un territorio ancestral sin fronteras que va desde La Guajira hasta el estado Zulia (Venezuela). Con ese principio, este pueblo ha transitado históricamente entre los dos países.

Los padres también querían matricular a sus niños en colegios colombianos porque la educación venezolana empezó a deteriorarse. Sin embargo, las familias no dejaron sus casas ni su territorio y decidieron viajar a Colombia todos los días.

El Centro etnoeducativo no.6 recibe niños migrantes desde 2011, por la lucha incansable de la directora Georgina Deluque. Ahora, en algunas de las cinco sedes, como en Maimajashai, cerca del 50 por ciento de los alumnos es venezolano o colombiano retornado.

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Muchos migrantes se transportan en camionetas, también conocidas como chirrincheras, a través de las trochas. Quienes controlan las guayas (peajes improvisados) les cobran a estos carros entre 5,000 y 10,000 pesos.

Mientras el número de alumnos migrantes aumentaba al ritmo de la crisis económica y educativa, la violencia se recrudeció en la frontera. Entonces, hace tres años, Georgina y otros profesores del centro etnoeducativo establecieron una ruta que recogía a los niños en Venezuela y los transportaba hasta el colegio.

Casi un año después ocurrió el tiroteo.

Luego del incidente, Georgina reiteró que las puertas para los alumnos viajeros estaban abiertas. Pero sin transporte escolar, los padres debían recorrer las trochas con sus hijos y arriesgarse a la violencia inmisericorde de las bandas criminales, fortalecidas desde hace cuatro años tras el cierre de la frontera.

Según la Defensoría del Pueblo, el número de trochas en La Guajira asciende a 90. Y en esos laberintos que surcan el desierto delinquen varios grupos: los ‘pranes’ -venezolanos que salieron de las cárceles de su país y mantienen lazos con estructuras ilegales-, el ELN, y grupos armados como ‘Los zona’ o ‘Los mercenarios’, que asaltan, secuestran y asesinan.

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En todos los salones de la escuela hay cerca de 40 estudiantes, aunque están habilitados para 25. Incluso, entre 2011 y 2014, algunos niños recibían clase sentados en la arena.

Ante tanta violencia, en septiembre de este año la Defensoría emitió una alerta temprana. Según la entidad, toda la población de Maicao está en riesgo. Pero los migrantes e indígenas son aún vulnerables, pues han dejado sus lugares de origen y buscan acceder a salud, educación y otros derechos fundamentales.

Aun así, algunos continuaron con los viajes diarios desde Venezuela en moto, burro o a pie con tal de llevar a los niños al colegio. Rosalía, por ejemplo, siguió cruzando la frontera porque no le gusta la educación venezolana. “Por eso mis hijos siempre estudiaron en Colombia”, dijo. La fuerza de la costumbre y la crisis educativa en el país vecino impulsaron a esta madre de tres niños a recorrer cada día la trocha desde su comunidad, Kalil, hasta la escuela en Paraguachón.

En cambio, otros padres renunciaron a la travesía con la esperanza de que la camioneta Chevrolet algún día volviera para recoger a sus hijos y llevarlos a la escuela.

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Georgina dirige el Centro etnoeducativo no. 6. Ella y los otros profesores exigen recursos para contratar a más docentes y mejorar la infraestructura. Además, piden más talleres y ayuda psicológica para manejar temas como el duelo migratorio.

Los wayuu venezolanos en Maicao migraron principalmente del área rural de Guarero (Zulia), una población a 7 kilómetros de Paraguachón que todavía lucha por acceder a agua potable.

Tierras prestadas

Los líderes de Paraguachón pensaron en otra solución, ya acostumbrados a zanjar las dificultades por su cuenta ante la inoperancia estatal. “Cuando Georgina me contó que algunas familias dejaron de traer a los niños a estudiar -dijo Omaira, la autoridad indígena del territorio-, hablé con mi esposo y decidimos prestarles un terreno”.

Hace dos años, sobre esa tierra reseca como el cuero de un elefante, unas cinco familias empezaron a construir sus ranchos. Algunas, como la de Rosalía, trajeron yotojoro -madera que nace del cactus- desde Venezuela, y poco a poco levantaron sus hogares de paso; otros lo hicieron con bolsas y latas. Hoy, luego de dos años, 38 familias están asentadas, de lunes a viernes, en el territorio del esposo de Omaira.

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Acostumbradas a construir lazos entre ellas, las familias wayuu han forjado allí una nueva comunidad. Cada dos o tres ranchos hay un fogón de leña, y las familias se turnan la tarea de alimentar a los vecinos. También compran en conjunto los chivos -que pueden costar hasta 200 mil pesos- y el resto de la comida.

A pesar de eso, las familias que viven en ese terreno retornan cada viernes a Venezuela. “¿Si no volvemos a nuestra casa quién la va a cuidar? ¿y qué nos quedamos haciendo aquí el fin de semana?”, preguntó Daniela, una de las habitantes del terreno que todos los viernes queda casi desierto. “En dos años solo hemos permanecido un fin de semana aquí, pues mi mamá estaba internada en el hospital de Maicao -dijo Rosalía- o si no también habríamos vuelto al rancho”.

La autoridad Omaira dijo que, aunque las familias estén cómodas y los pequeños vayan a la escuela, los indígenas pierden parte de su cultura cuando tienen que dejar su territorio. Marielis, la profesora que manejaba la ruta escolar, agregó que la necesidad de retornar tiene que ver con que en Colombia “no viven en ranchos sino en cambuches, y permanecen en una tierra prestada, a la que no tienen derecho por nacimiento”.

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Rosalía y su hija Roseinis, de 12 años, viven en un ranchito que construyeron en el terreno prestado. Roseinis camina de lunes a viernes al Centro etnoeducativo no.6 en Paraguachón, que queda a pocos minutos del terreno.

Los wayuu definen la tenencia a la tierra según su herencia materna. Un indígena tiene derecho a un terreno si su madre nació allí o están enterrados los huesos de los ancestros de ella.

Por eso, cuando la jornada escolar termina, las familias emprenden la travesía. Según su comunidad de origen y el tipo de transporte, pueden viajar entre 20 minutos y dos horas. Sin embargo, como cruzan las trochas en el día y no en la madrugada -como antes- enfrentan menos peligros en el camino. Aun así, no todos se sienten a salvo.

Hace un par de meses, Lívica, una venezolana wayuu que vivía con su familia de lunes a viernes en el terreno prestado, recibió una noticia desgarradora: “Me dijeron que una de esas bandas había matado a mi esposo en las trochas, como mataron antes a mi hermano”.

Ese día, el esposo de Lívica llegaba en moto por la trocha para recogerlos en el colegio, pues él dormía en Venezuela. “Alguien tenía que quedarse cuidando nuestro rancho”, explicó Lívica. Aún no conocen el motivo del asesinato, pero la familia responsabiliza a las bandas criminales que desangran el territorio por el control de las guayas (peajes improvisados) y de las rutas de contrabando y narcotráfico.

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Las familias comparten lugares para descansar, colgar la ropa lavada y cocinar. Todos los niños en edad de estudiar van a la escuela en la mañana y en la tarde pueden asistir a cursos gratuitos en la casa de la cultura de Paraguachón.

“Nos tocó devolvernos para cuidar la casa, pues algunos wayuu han asesinado gente y luego invaden sus ranchos”, contó Lívica. Todas las autoridades del territorio saben que miembros de este pueblo también conforman las bandas criminales. Pero el tema refleja la complejidad de la justicia en la frontera: los líderes de la comunidad les recomiendan a las familias denunciar ante la Policía, pues estos criminales ya no se rigen por la justicia indígena. Sin embargo, de acuerdo con varios wayuu, la jurisdicción ordinaria tampoco ha logrado investigar ni frenar a los actores violentos.

Para Lívica, el temor de perder su hogar en Venezuela derrotó el miedo por los verdugos que asesinaron a su esposo y vagan por la trocha. Ahora, ella y dos de sus cuatro hijos salen en moto a las 5:30 de la mañana. A las 6:00 llegan al Centro etnoeducativo de Paraguachón. A las 2:00 retornan a su país.

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Lívica vivía con dos de sus cuatro hijos en el terreno prestado. Ahora, un hermano los trae desde Venezuela de lunes a viernes. Lívica se encarga, hace poco menos de un año, de los servicios generales en la escuela de Paraguachón.

Los profesores del colegio de Paraguachón no entendían por qué los wayuu arriesgaban a sus hijos en la frontera, “hasta que fuimos a Venezuela y vimos que en esas escuelas están muy mal, ni siquiera hay profesores de manera regular”.

Al itinerario agotador se suma la tristeza profunda de uno de los hijos de Lívica. “Se puso agresivo y tuvimos que internarlo en el hospital -recordó-. Todavía lo están orando porque ya no quiere salir ni estudiar, ni hacer nada”.

Para cuidar de su hogar y de su hijo, Lívica abandonó, por lo menos por ahora, el rancho que construyó hace un año en el terreno prestado. “Lo único que importa -dijo- es que mis hijos sigan estudiando y vayan luego a la universidad”.

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El terreno prestado queda al borde de la troncal del Caribe, la carretera que lleva a la frontera con Venezuela. Por eso, los viernes las familias salen en moto o a pie hasta la raya, y de ahí se desvían para tomar las trochas.

Como ella, las familias wayuu que están en el terreno prestado y las que viajan cada día desde Venezuela hablan de la calidad de la educación en Colombia. Para ellas, las travesías valen la pena. “Sabemos que en esta escuela ya hay demasiados niños, pero allá mis hijos no aprenden nada”, dijo otra de las habitantes del terreno.

Desde su origen, los wayuu van y vienen de Colombia y Venezuela, indiferentes a las fronteras. Ahora los venezolanos migran a la fuerza para educar a las nuevas generaciones y en busca de agua o atención médica. En el eterno retorno del pueblo wayuu la educación encarna apenas uno de los derechos que parecen ocultarse siempre al otro lado de la frontera.

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A pesar de luchar para sobrevivir en medio de la escasez de agua, comida y otros recursos básicos, los wayuu acogen a sus hermanos migrantes en las tierras de sus ancestros.