CONFLICTO y SALUD MENTAL

EL LADO OLVIDADO DE LA VIOLENCIA

Había una vez un valle encantado…

Testimonio de María Zabala, una mujer campesina que la guerra convirtió en ejemplo de resistencia y valor.

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María Zabala estuvo la semana pasada en Bogotá para conmemorar el 9 de abril, día de las víctimas. El Congreso de la República la condecoró y aunque ella agradeció el gesto les dijo: “no queremos más medallas, queremos soluciones”.

Esther Polo, la hija menor de María, nació 7 meses después de la masacre y aunque no estuvo allí ha cargado con el peso del impacto psicosocial de esa tragedia y del desplazamiento. A pesar de eso, es una líder como su mamá y estudia Derecho en Montería, gracias a la solidaridad de un grupo de profesoras universitarias.

Oveida Mejía es una matriarca que fue a vivir al Valle Encantado hace 15 años y ha criado sola a sus hijos y nietos para que sean pacíficos, a pesar del dolor y la rabia que siente por la injusticia ante el asesinato de sus seres queridos.

A espaldas del río Sinú, en las planicies de Córdoba donde los robles botan flores rosadas, hay una finca de 128 hectáreas llamada Valle Encantado, propiedad de 15 mujeres, a donde llegaron hace 15 años con sus familias a sembrar futuro. El nombre del lugar concuerda con el bello paisaje pero la vida de sus pobladores  no ha sido propiamente cuento de hadas. Cada una de ellas llegó con sus pocas pertenencias y una gran historia de violencia a cuestas. Han sobrevivido masacres, hostigamientos, la muerte de seres queridos y el desarraigo. Por ese destino trágico coincidieron en Montería donde se juntaron para comprar el terreno, pues la ley 160 de 1994 les otorgaba subsidios del 70 por ciento para acceder a este. La finca que compraron se llamaba La Duda pero como ellas no tenían ninguna sobre lo que querían, ese mismo día hicieron una rifa en la que todas pusieron papelitos con nombres para bautizar de nuevo el lugar. El ganador fue Valle Encantado.

 

Allí viven los Polo Zabala, hijos de María Zabala, una mujer cuyo destino cambió drásticamente el amanecer del 14 de diciembre de 1989. Ese día, ella, su esposo Antonio y sus nueve hijos madrugaron para vivir lo que sería una jornada más en la finca de su propiedad, pero al poco tiempo un grupo de hombres armados llegó a crear terror y muerte: mataron a Antonio y a tres personas más y le echaron fuego a la casa. María, con dos meses de embarazo, tuvo que desplazarse con sus hijos hacia Montería, no sin antes enterrar en una tumba improvisada a los muertos.

 

El testimonio de esta familia y de las vecinas de Valle Encantado refleja no solo el drama psicosocial al que se enfrentan miles de colombianos afectados por el conflicto armado sino la diversa gama de afectación emocional que tiene un mismo grupo familiar expuesto al mismo hecho. Pero sobre todo, habla de la resiliencia de las víctimas para no dejarse vencer por la tristeza y la adversidad.

 

“Yo tenía rabia y ganas de que me mataran pero al ver a mis hijos mi corazón se derritió porque si me moría qué sería de ellos. Y le dije a Dios ‘me entrego a ti’ y seguí. Nadie lloraba, todo era rapido, coja para aquí, coja para allá, eche agua, recoja a los muertos, todo era una confusión. Unos vecinos nos ayudaron a enterrarlos en una fosa. Esa noche los niños durmieron bajo un árbol y al otro día nos fuimos para la finca de los abuelos pero ellos también se habían ido. Pasamos la noche ahí pero al día siguiente nos fuimos a Montería.

 

Primero vivimos en una posada que no tenía piso, entonces los más grandes cargaban a los más pequeños para protegerlos del barro. Yo busqué trabajo de lavar y planchar y un día que tenía mucho dolor y rabia saqué la billetera de mi esposo y busqué una foto para verle la cara y encontré plata y con eso me fui a arrendar una casa con piso. Tenía lo de un mes de arriendo y pensé que de ahí a un mes conseguía otra plata para el siguiente.

 

Yo no pensaba en la tristeza sino en luchar por la supervivencia. Me acerqué a la iglesia donde me garantizaran desayunos y almuerzos para los pelados, mientras trabajaba de día. Y la barriga creciendo. En esas me encontré con un señor que le cuidaba un caballo de carreras a mi esposo y me dijo que lo había vendido por 300.000 pesos y con eso me fui a buscar una casita porque mi preocupación era parir en casa ajena. Encontré una que no tenía agua ni luz pero sí pozo séptico. La vi como un palacio y la compré. Al mes nació Esther.

 

Desde un primer instante asumí que toda la tragedia se quedaba allá y que íbamos a hacer una vida normal. Aunque el primer diciembre fue en condiciones infrahumanas al año siguiente les prometí que habría regalos de navidad y vieran que a pesar de todo vivíamos una vida normal. Un año les dije se acabó la lloradera. Los muertos están bien donde están y la vida es corta y no vamos a pasarla tristes.

 

Yo empecé a trabajar en Prodesal como aseadora y también en la corporación María Cano y estando allí surgió la oportunidad de adjudicar unas tierras del Incora con un subsidio de 70 por ciento. El negocio se cerró en diciembre de 1997 y nos fuimos para allá sin nada, solo con los sueños e ilusiones. Nos conseguimos con el PMA un proyecto en el que cambiábamos raciones de comida por trabajo pero nos tocó hacer olla comunitaria porque la comida no era suficiente.

 

En el valle nos tocó convivir con los actores armados. Ellos les hacían regalos a la gente para buscar legitimación pero nosotros nunca quisimos recibirles nada. Una vez llegaron con el camión lleno de mercado y la señora Oveida Mejía les dijo ‘nosotras no lo necesitamos porque ya tenemos, llévenlo para otro lado’. Era una estrategia para rechazar sus dádivas sin que se dieran cuenta. La realidad era que ella ni tenía sal pero sí tenía los restos de su hijo muerto a mano de los paramilitares en su casa. Habíamos sufrido la guerra, ¡cómo íbamos a aceptarles algo a esos matones! Un día  los hombres de don Berna se llevaron a todos los jóvenes para reclutarlos y 300 personas fuimos caminando a reclamarlos y les dijimos en coro ‘venimos por nuestros hijos y de aquí no nos vamos’. Yo pasé al frente y le dije a don Berna que estos jóvenes eran nuestra fuerza de trabajo. Al otro día los devolvió.

 

A pesar de que mis hijos fueron testigos de los mismos hechos, los más afectados fueron Lilia y Fernando. Ella tenía un año cuando sucedió la masacre y mi esposo la estaba bañando entonces vio todo, la candela, cuando mataron al papá. Ella no habló por un tiempo. Siempre estaba enferma, lloraba por las noches. La pusimos en el colegio pero no aprendía nada y ahora ya de vieja está validando el bachillerato. De los varones Fernando se afectó. Me decía al que estudia lo matan y al que no también. ¡La lucha mía por sacarles el odio a mis hijos! Lo logré diciéndoles que nosotros no éramos iguales a los malos y que lo que nos habían hecho nos dolía y si nos poníamos a matar a la mamá de ellos también les iba a doler. Esa fue mi herramienta para encaminarlos por las cosas de Dios, porque no fuimos a psicólogo.

 

Lo de Esther es diferente. Ella estudia noveno semestre de derecho y se me pegó cuando murió su abuela. Parecía la más sana de todos pero contrario a mis otros hijos quiso suicidarse. Se tomó un garrapaticida en diciembre y estuvo diez días en cuidados intensivos. Nosotros nunca le ocultamos nada y ella quiso siempre saber la historia y ahí fue armándola como un rompecabezas con pedazos de todos los relatos. Yo creo que ella se afectó no solo porque de alguna manera sí estaba ahí, en mi vientre, sino por todo lo que nos ha tocado vivir.

 

Hay mucha gente traumatizada en el Valle Encantado. Hay por lo menos dos o tres personas por  familia que requieren de atención en lo mental. No son locos que tiran piedra pero tampoco son cuerdos. Está una señora que la gente cree que ya ha superado sus cosas pero no. Se ven normales pero ya sabemos las cosas de cada cual. A otra señora que vivió la violencia cada vez que le hablan del tema se priva. Oveida colgó los restos de su hijo en el techo de su casa hasta que el Estado reconociera que era un joven inocente que trabajaba con un sacerdote. Y hasta que no tuvo eso no lo enterró.

 

Yo también fui a sacar a mis muertos de la fosa donde los dejé y los enterré en la tumba final y ese día desncasé y me sentí una mujer importante. Ahora me preocupa lo que pase con Lilia cuando yo me muera. También lucho porque se nos condone la deuda del 30 por ciento de la finca, un problema que tenemos desde hace 16 años. Ya estamos avanzadas en años y las enfermedades nos están pasando factura y queremos ver esta tierra libre de deuda para nuestras generaciones. No es justo que las víctimas carguemos con el peso de una deuda y que tengamos que pagarla cuando el Estado no ha saneado las deudas que tiene con las víctimas”.

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CRÉDITOS

Dirección y edición periodística: Silvia Camargo  |  Periodista: Cristina Castro  |  Diseño y montaje interactivo: Carlos Arango  |  Fotografía: Juan Carlos Sierra, León Darío Peláez, Daniel Reina, Jesús Abad  Colorado, Carlos Julio Martínez  |  Video: Sandra Janer y Silvia Camargo, Diego Llorente, Camilo Bonilla, Alexander Guerrero.