Desde lo alto, la estrella fluvial de Inírida parece el cruce de varias serpientes enroscadas, poderosas y ondeantes. Cada una tiene su propio color y potencia. Un degradé de café y gris que se entrelaza en medio de ese verde profundo e infinito para convertirse en un solo cuerpo.
Es un punto desconocido de la geografía colombiana y quizás el único lugar en el que existe una relación casi siamesa con los venezolanos. Allí se encuentran tres ríos: el Guaviare y el Inírida, y el Atabapo del vecino país. La unión de esas tres aguas da origen a un gigante: El Orinoco, la corriente de 2.140 kilómetros que recorrió y enamoró a Alexander Von Humboldt.
En una orilla del río Guaviare vive Delio Suárez. Es el capitán indígena de la comunidad de La Ceiba, un pequeño caserío de puinaves en Guainía en el que el cielo, el agua y la selva despliegan al mediodía toda la paleta de colores y las toninas, o delfines rosados, saltan tranquilas por sus caños. No son más de 20 casas esparcidas con una maloca, una cancha de fútbol y una estatua de la virgen en medio, que recuerda la evangelización que hizo en esta selva una misionera llamada Sophia Muller.
Delio es un pescador, pero se rebusca con lo que sea. Tiene cinco hijos y uno de ellos estudia contaduría en una universidad de Villavicencio. Casi todo su trabajo es para pagar esa matrícula y que el muchacho no tenga que devolverse para La Ceiba. Al menos, no todavía. Hacerse casi un millón mensual que necesita para sostenerlo, más proveer al resto de su familia, es tarea titánica.
Por el sol inclemente, Delio sale a pescar a las tres de la mañana, a veces con Diego, su niño de 5 años. Recorren el río en silencio e intentan atrapar a los peces que duermen desprevenidos. Antes abundaban, pero ahora, si cuentan con suerte, logran traer a casa unos cinco. Como eso no alcanza, el capitán también es aserrador y, desde hace un par de años, anfitrión de varias de las organizaciones internacionales que, como él, se preocupan por cuidar esa tierra.
Delio cuenta que los indígenas solían tener su propio mapa del cielo pues al mirar las estrellas sabían cuándo era bueno pescar, cosechar, salir a navegar. “Ahora todo es un desorden, ya nada se sabe –dice resignado– Por eso salgo a cazar más. Intento que mi familia coma carne al menos una vez a la semana”.
La estrella fluvial es el punto de unión de tres ríos: el Guaviare, el Inírida y el Atapabo. Cuando sus aguas se intersectan nace el gran río Orinoco.
Octaviano Martín llegó hace dos décadas a hacer el rural Guanía y nunca se fue de allí. Se ha perdido en el enmarañado y confuso laberinto que es ese frondoso bosque al que llaman el pulmón del mundo.
La pesca ha caído dramáticamente en Guainía. Nadie lo puede confirmar, pero todos culpan a la minería ilegal, que ha llenado sus aguas de mercurio y sedimentos en suspensión. Desde hace unas décadas esa región se ha convertido en una especie de El Dorado. En Inírida y en los pequeños caseríos indígenas es normal que en las tiendas compren oro y cuelguen letreros que ofrecen transporte a ‘la mina’ de forma “rápida y segura”.
Las minas de Guainía no se apartan mucho de esa leyenda indígena. Todos saben que existen, pero casi nadie ha llegado hasta allá. Se dice que pueden trabajar mil personas allí en una especie de Torre de Babel porque hay peruanos, ecuatorianos, colombianos, brasileños e indígenas con múltiples dialectos. Aunque las autoridades han dado algunos golpes, no han podido destruirlas porque por lo tupido de la selva se requeriría atravesar semanas caminando entre la manigua, sin ser advertido.
La revista financiera Bloomberg describió hace unos años cómo desde allí salían toneladas de coltán y tungsteno, en una mafia controlada por las Farc y el cartel de Sinaloa, cuya última parada eran las empresas de tecnología de Silicon Valley. La selva es el gran reservorio de esos minerales raros.
El estrella fluvial tiene 253 mil hectáreas, y alberga a más de 900 especies de plantas, 470 de aves, 470 de peces, 200 de mamíferos y 40 de anfibios.
Despiertan tanto interés que parte de ese departamento se ha convertido en una zona vedada para el Estado. Tanto que los funcionarios de Parques Nacionales hace meses no han podido volver allí y despachan desde Bogotá.
Gustavo López es un lanchero que lleva más de 44 años recorriendo los ríos de Guainía. Llegó a esa tierra inexplorada buscando oportunidades, “en un momento en que tenía más casa un pescado que yo”. Muchos de sus conocidos se han sumado a la fiebre minera. “Yo no creo que esa sea la vida fácil, como dicen. Hay que internarse en la selva o nadar en la profundidad del río para sacar la tierra de lo profundo. Mucha gente ha perdido ahí todo. Todos los que se han ido hoy ya no existen”, cuenta. López cree que el problema es suponer que la riqueza de la selva son esos minerales, cuando la verdad es que el verdadero tesoro es que allá es tan tranquilo que nadie se muere, salvo de viejo.
Esa fiebre minera no es nueva, cuenta Rosa Pilar Jiménez, subdirectora de la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y Oriente Amazónico –CDA–. Recuerda que hace unas décadas la explosión demográfica del departamento se dio porque corrió el cuento de que allí se encontraba oro con solo meter las manos en el suelo.
La funcionaria habla con nostalgia de lo que fue Guainía. Se mudó a vivir a Inírida cuando “apenas habían 10 casitas y el suelo era de arena blanca como una playa infinita”. Cuenta que su familia llegó verdaderamente buscando el agua porque encontraron un caño y ahí se asentaron. De chiquitas su papá las llevaba en vacaciones a las orillas del río a hacer lunadas. Ponían un toldillo y pasaban toda la noche viendo el cielo estrellado. Recuerda que no se podían mover de allí porque se sabía que un poco más adentro del bosque había tigrillos y jaguares. “Todo ha cambiado ahora. Es casi un milagro encontrar esos animales… Hasta el sabor de la selva se le olvida a uno”, cuenta.
Durante muchos años los ambientalistas advirtieron la necesidad de proteger este lugar. Finalmente, en julio de 2014, el presidente Santos declaró la estrella fluvial como área Ramsar, una zona protegida de 253.000 hectáreas para el agua. El proceso de concertación no fue fácil por el interés minero que despierta la zona. “Si no fuera por eso, en diez años esto sería el acabose porque en la selva está toda la tabla periódica. El agua es el potencial del departamento. No creo que haya un lugar del mundo con más agua que Guainía”, cuenta Lucero Forero, una líder comunal.
En Guainía más del 80% de la población es indígena. Pertenecen a los pueblos curripacos, puinave, tukano, piapoco, y sikuani.
"Antes uno sabía cómo iba a estar el clima con solo mirar las estrellas. Hoy no se sabe nada".
"Yo tengo casa en inírida, pero me la paso en el río. Uno de la casa no come."
"Guanía es un paraíso. Me duele la gente que viene aquí a volverse rica".
"La minería nos está dividiendo como indígenas".
La selva amazónica evoca siempre una mezcla de fascinación, mitos, enigmas e hipérboles. Como explica el expedicionario Wade Davis en su último libro, Los guardianes de la sabiduría ancestral, “al fin y al cabo es la más grande expansión terrestre de vida tropical que existe en el mundo, un bosque pluvial aproximadamente del tamaño de los cuarenta y ocho Estados Unidos contiguos, un manto de riqueza biológica tan dilatado como la cara de la luna llena”.
La selva amazónica es sinónimo de agua. Agua en cantidades y en todos los estados de la materia. Abunda en la humedad del ambiente y en el subsuelo. Corre poderosa por los más de 1.100 afluentes que descargan en el río Amazonas, que inspiró el nombre de un bosque que es casi un continente. Los españoles se sorprendieron tanto con la fuerza de esas aguas (se estima que descarga 219.000 metros cúbicos por segundo) que lo llamaban el mar dulce hasta que el rey Carlos V, escuchó la historia de las grandes mujeres guerreras que lo cuidaban y decidió bautizarlo así: Amazonas.
Anochecer en la selva
Estrella fluvial de Inírida
Cerros de Mavicure
En julio de 2014 el gobierno colombiano declaró este sitio como Ramsar es decir un lugar protegido para preservar el agua.
La selva le entrega al planeta una sexta parte del agua dulce. En sus más de 7 millones de kilómetros cuadrados habita una de cada diez especies que pueblan el planeta, entre ellas la mayor reserva de peces de agua dulce: 2.500 variedades de peces. La vida que tiene lugar allí produce el mayor depósito de oxígeno para un planeta agobiado por el efecto invernadero.
A pesar de esa majestuosidad, la Amazonia es verdaderamente frágil. En los últimos años, se ha perdido el 17 por ciento de este bioma, el equivalente a que toda la superficie de Francia se hubiera destruido completamente. Muchas de estas heridas han sido producto de esa historia colonial que fue arrasando todo a su paso, pero la mayoría tiene que ver con decisiones de los países (Colombia, Perú, Ecuador, Brasil, Venezuela y Guyana) que comparten este refugio.
Actualmente, según World Wildlife Found (WWF), hay 154 represas construidas y otras 277 pendientes en todo el bioma que, si salen adelante, interrumpirían el cauce de los ríos y alterarían gravemente la hidrología de toda la selva. También hay más de 800 permisos entregados para la explotación minera y 6.800 solicitudes en trámite. Y 20 proyectos de construcción de vías que partirían el bosque y acelerarían su pérdida. Eso por no hablar de los monocultivos y la ganadería que convierten la jungla en pastizales.
“Nunca antes la Amazonia había estado tan amenazada”, alertó hace unas semanas esa organización. Rodrigo Botero, exdirector de parques de Amazonia y uno de los colombianos que mejor conoce esa selva, está seguro que para el caso colombiano esa amenaza es la minería ilegal que deteriora los ríos y así va minando las poblaciones de peces, anfibios, reptiles, mamíferos y aves que dependen de su integridad. “Esto va a repercutir directamente en la calidad de la dieta de los habitantes de la Amazonia, llevando lenta e inexorablemente a su extinción. La estrella fluvial podría llegar a ser un enorme desierto sin poblaciones de fauna ni comunidades que pervivan ante el avance de esta actividad extractiva incontrolada y desaforada”.
Los indígenas creen que las toninas, o delfines rosados, son seres humanos que ahora gobiernan el mundo debajo de las aguas. Estos mamíferos recorren los ríos de más de la mitad del territorio colombiano.
A diferencia de la leyenda de El Dorado, cuando el oro era lo más preciado, esta vez cabe la posibilidad de que el hombre redirija la búsqueda de un tesoro por la preservación de otro que siempre ha estado ahí y con el que se juega su propia supervivencia: la selva.