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Las montañas se enfilan en una especie de fortificación natural. Las fincas están tan distanciadas unas de otras que se imprime una sensación de soledad y silencio, que hace al oído aguzarse como ansioso de encontrar cualquier sonido. Entonces se percibe el crujido tosco, parecido al aleteo de un insecto. El patrullero Wilfer Sierra, criado en el campo, lo identifica con la pericia del nativo: “Es una motosierra”, dice convencido. Está adentro, en el corazón del bosque.
El Ministerio de Ambiente calcula que el 47 por ciento del mercado de la madera en Colombia es ilegal.
El origen del sonido se escapa por árboles de entre 10 y 15 metros de altura. Allí, acompañado por un joven ayudante, un viejo aserrador que no sabe hacer otra cosa que talar, exhibe su destreza, la fuerza para sostener la máquina, la delicadeza para trazar el corte exacto. Pero falta mucho trecho para llegar hasta él.
En ese recorrido para encontrar al que origina el sonido, por el camino de tierra que bordea una estribación de la cordillera Oriental de los Andes, al occidente de Boyacá, quedará descubierto, eslabón por eslabón, el negocio de tumbar árboles para convertirlos en muebles, papel, valiosos bienes que brillan como el oro.
Si se cruzan los datos de Naciones Unidas y de Global Financial Integrity, los delitos forestales son la tercera renta criminal más grande del mundo, produciendo 152.000 millones de dólares anuales, solo superada por el narcotráfico y la falsificación de productos o de monedas. Ese negocio ilegal mueve en el país cerca de 750 millones de dólares al año, según los cálculos más moderados.
El Ministerio de Ambiente calcula que el 47 por ciento del mercado de la madera en Colombia es ilegal. Eso significa que de los 5,3 millones de metros cúbicos que, según los datos del Ministerio de Agricultura, se consumen anualmente en el país, 2,5 millones vendrían de la tala ilegal de los bosques nacionales. Y ese es el cálculo más optimista, porque otros hablan de que el mercado ilegal podría ser del 70 por ciento, si se tiene en cuenta que mucha madera ilegal se “blanquea” (hace pasar por legal) antes de llegar al consumidor final.
Esa tala ilegal no es más que deforestación que se hace sin consideración con el ecosistema. Talando sin restituir lo talado, cortando especies que están a punto de desaparecer, tumbando cuando el árbol es muy joven para haber cumplido su ciclo natural. Matando el bosque. Una dinámica que afecta, sobre todo, a los bosques de la Amazonia y el Chocó, precisamente las joyas de la biodiversidad del país.
En el mapa satelital de las áreas más deforestadas del país hay un punto rojo sobre el occidente de Boyacá: Pauna. Hacia ese municipio de 10.000 habitantes cuya área rural está cubierta de bosque andino, tomó rumbo una patrulla del capitán Édgar Obando, de la Policía de Carabineros, la división encargada de controlar ese delito ambiental en el país.
Colombia tiene 644.000 hectáreas de plantaciones comerciales dedicadas a la siembra de árboles cuyo destino es ser talados y comercializados.
Bastó abandonar la carretera principal, pavimentada, y tomar la trocha para que, a 10 minutos de camino, empezaran a aparecer los arrumes de árboles cortados y acumulados sobre la vía. Cada bloque de tres metros de largo y apilados hasta 70 en cada arrume. Para acumular una cantidad así es necesario talar alrededor de 20 árboles de aproximadamente diez metros de altura. La carretera estaba llena de esos apilamientos y a medida que se avanzaba entre el bosque, aparecían con la frecuencia con que se ve una señal de tránsito en una avenida citadina. Los árboles talados son una postal reiterada en esa zona de Boyacá.
Don Otoniel Caro y doña Zoraida Ramos, esposos, habían salido esa mañana a la carretera aledaña a su finca a cuidar con la mirada los pasos de su pequeño hijo que caminaba hacia el colegio. Cuando vieron la patrulla policial, un elemento tan ajeno en ese paisaje, se pararon junto al arrume de troncos a averiguar qué pasaba. “Una inspección de rutina”, les dijeron. Ellos son el primer eslabón. Los dueños de la tierra donde crece el árbol.
El matrimonio habita esa región desde hace 23 años, y, como sus padres y sus abuelos, viven en el bosque y de él. Y entre los cultivos de café con los que se sustentan, de vez en cuando sacan un pequeño aserrío (grupo de troncos cortados ya en bloques, listos para vender). Pero desde hace unos años, las autoridades llegaron con nuevas disposiciones, con el mensaje de que lo que hacían sus antepasados ya no lo pueden repetir.
Ahora tienen que crear, junto a Corpoboyacá, la autoridad ambiental competente en la región, un plan de manejo para su pequeña finca, en el que se define qué se puede talar, teniendo en cuenta la sostenibilidad del ecosistema. El último aserrío la habían sacado en 2009 y solo hasta ahora los árboles de su finca tuvieron la altura mínima para cortar.
La tala ilegal está acabando con los árboles que han crecido por años en la cordillera Oriental. La comunidad que vive de este negocio no mide las consecuencias del daño a un ecosistema que resguarda especies sagradas como el oso de anteojos.
Ellos no talan con sus propias manos porque lo que saben es sembrar. Y porque una motosierra, una barata, vale al menos 2 millones. Una fortuna en cifras del campo. Entonces contrataron a un aserrador que les cobra 4.000 pesos por bloque cortado. Los troncos de mopo y caracolí, las maderas blancas que crecen en esa finca, permanecen abandonados durante siete días en el bosque, mientras se secan. Cuando ya han perdido peso, las mulas de los arrieros que contratan entran al monte y sacan la madera en sus lomos hasta la carretera.
Por llevar un bloque hasta el punto de recogida, un arriero puede cobrar 5.000 pesos. Allí pasa un camión que lo compra por unos 20.000 pesos. En esta zona, un campesino dueño de una finca pequeña, saca alrededor de 80 bloques cada 8 años, para los cuales es necesario talar, como mínimo, 25 árboles. Sobre esa tala, los dueños de la tierra no fijan su sustento. Es solo un complemento para las siembras de productos como el café que abunda en la región.
De acuerdo con el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane), Colombia tiene 644.000 hectáreas (más del tamaño del departamento de Risaralda) de plantaciones comerciales dedicadas a la siembra de árboles cuyo destino es ser talados y comercializados. Y cuya existencia, a la larga, evita que se explote aún más sin cumplir con las normas de sostenibilidad, o lo que es peor, en áreas protegidas por tratarse de reservas naturales. Sin embargo, para ese organismo, el país desaprovecha su potencial, pues tiene más de 24 millones de hectáreas aptas para plantar bosques comerciales que actualmente no se usan en absoluto o están dedicadas a otras actividades como la ganadería.
Los departamentos con más plantaciones forestales legales son Córdoba, Magdalena, algunos de la Orinoquia y en la región Andina, especialmente en Antioquia. El mercado es amplio, aunque si se calcula por habitante, Colombia tiene uno de los consumos más bajos de madera en América Latina, según Fedemaderas, que agrupa a ese gremio. En el país, los árboles explotados se usan para la producción de papel (2 millones de metros cúbicos anuales), la construcción (1,8 millones) y la elaboración de muebles (0,5 millones).
Cuatro especies conforman la gran familia de los cedros que habitan en los terrenos boscosos del territorio nacional: Cedrela fissilis, Cedrela lilloi, Cedrela montana y Cedrela odorata.
A la Cedrela montana, una especie nativa que en Colombia se encuentra distribuida en las tres cordilleras, en alturas que oscilan los 1.700 y 3.000 metros sobre el nivel del mar, se le han dado apodos como de altura, de montaña, rosado, flor de palo o cebollo.
Los bosques son su principal hábitat, ya que se encuentra en las partes altas de los húmedos premontañosos, los muy húmedos montañosos bajos, los húmedos montañosos bajos y los secos montañosos bajos.
En Cundinamarca se encuentra en los municipios comprendidos entre Pacho y Cabrero, al igual que en la Sabana de Bogotá y sus alrededores. Además de brindarles alimento y refugio a aves como toches, mirlas y palomas, este cedro tiene usos industriales y decorativos. Su madera se emplea para la construcción de viviendas y muebles, mientras que sus frutos hacen parte de arreglos florales. Debido a su uso desmedido, ya es considerado como una especie en vía de extinción.
Habita en suelos que van de húmedos a secos y bien drenados. Requiere de sombra en su estado juvenil y crece rápidamente. Además del hombre, es una especie atacada por el barrenador del cogollo, el cual afecta su desarrollo.
Es un gigante que alcanza medir los 35 metros de altura y los 2 metros de diámetro. Sus raíces, también llamadas bambas, pueden llegar a los tres metros de alto por tres de ancho.
Por fuera, su corteza muerta es escamosa y de color negro grisáceo. Pero por dentro es rosada y olorosa. En su copa, que tiene forma de parasol, se ubica el follaje, de colores verdes oscuros y densos. Sus ramas son gruesas y están dispuestas de manera extendida o en forma ascendente.
Todo en él es de grandes dimensiones, como sus hojas, que miden más de 35 centímetros de largo por 20 de ancho, dispuestas en forma de hélices. Tiene flores de un centímetro de diámetro, unisexuales, con cinco sépalos separados entre sí y cinco pétalos blancos, que al envejecer se tornan de color amarillo cobrizo.
Sus frutos leñosos de siete centímetros de largo poseen pequeños gránulos que se abren por sí solos de arriba hacia abajo en cinco vulvas, cuyo interior amarillo parece una flor abierta; esta es la razón de uno de sus apodos: la flor de palo.
Presenta semillas de cuatro centímetros de largo por uno de ancho, aladas, aplanadas, lisas y con una lámina que le sirve para que el viento las disperse; su embrión se localiza en uno de sus extremos.
Durante el año presenta varios estados. Sus flores nacen entre enero y agosto y da frutos entre octubre y diciembre, los cuales caen al suelo desde navidad hasta febrero.
Entre diciembre y enero queda totalmente desnudo, al perder todas sus hojas. Vuelve a reverdecer entre febrero y marzo.
El Cedrela odorata es mejor conocido como el cedro blanco, colorado, dulce, amargo, marcho o de castilla.
Es mucho más alto que su hermano de montaña, ya que alcanza los 50 metros de altura, pero más delgado (1,5 metros de diámetro). Sus raíces son grandes y gruesas, su corteza exterior presenta fuertes fisuras con canales de color pardo rojizas, pero al interior es rosada con laminillas sobrepuestas.
Cuenta con ramas jóvenes pardas y yemas cubiertas por escamas ovadas. Tiene flores color crema entre los 6 y los 12 milímetros de largo y cápsulas leñosas con sus lados repletos de semillas.
Habita en los bosques húmedos y secos, sobre suelos aluviales o de colinas. Su madera, desde blanquecina hasta rojiza, es utilizada para la ebanistería, y sus hojas para medicinas de los kichuas de Napo.
El Cedrela fissilis está presente en la baja Amazonia, con 12 a 18 pares de folíolos (divisiones de las hojas) y frutos entre los 6 y 8 centímetros de largo. Esta especie fue registrada 30 años atrás en la zona de Conocaco en la Provincia de Orellana (Ecuador), a 250 metros sobre el nivel del mar.
También es utilizada para fines relacionados con la ebanistería.
Foto: Luis Eduardo Rivera - Instituto SINCHI.
La madera que se recoge en esas plantaciones legales, las más grandes del país, y alrededor del Magdalena Medio se acumula en buena medida en Barrancabermeja, desde donde se distribuye a Bogotá, Bucaramanga, Cúcuta, Barranquilla y la costa Atlántica, según los informes del Fondo Mundial para la Conservación de la naturaleza (WWF, por sus siglas en inglés).
Casi toda la madera que se extrae en Colombia es para abastecer la demanda interna. El país no exporta significativamente ese producto porque no es competitivo frente a potencias forestales de la región como Chile y Brasil.
La tala ilegal para aprovechamiento de madera se calcula como la generadora de entre el 10 y el 20 por ciento de la deforestación del país.
La Amazonia colombiana es uno de los dos grandes focos de explotación ilegal de madera en Colombia, según WWF. El recorrido del río Putumayo por el departamento del mismo nombre y por el de Amazonas coincide con una de las áreas que, según las observaciones del Ideam, presenta una de las tasas de deforestación más alta en Colombia. Por ese gran afluente, uno de los que le da vida a la selva amazónica colombiana, que marca además la frontera del país con Ecuador y Perú, salen barcazas cargadas de madera ilegal, incluso troncos flotando por el agua, el producto de una tala que devasta el diverso pero frágil bosque tropical de la Amazonia.
Esa madera, explica Miguel Pacheco, investigador forestal de la WWF, se blanquea en Puerto Leguízamo, sobre el río Putumayo. Allí es casi una actividad naturalizada el hecho de vender salvoconductos falsos para la madera. Un negocio que funciona así: los dueños de tierra piden el permiso para explotar la madera en sus terrenos pero no lo usan, y lo que hacen es venderlo a los traficantes para que hagan pasar la madera talada de los bosques nativos como si fuera proveniente de las plantaciones privadas. Cuando llega a Puerto Asís, la madera extraída de la gran Amazonia ya tiene una fachada de legalidad.
De hecho, dos de los municipios que están sobre la ruta del río Putumayo-Puerto Guzmán y Puerto Leguízamo están entre los 10 más deforestados de Colombia, según el último informe del Ideam de 2017, que reportó también el aumento de la pérdida de los bosques colombianos en un 23 por ciento frente a 2016. La madera que se tala en esa zona del país va en buena medida a abastecer la demanda de grandes ciudades como Medellín y Bogotá, y a otras intermedias, como Pereira y Neiva.
El otro gran punto de tráfico de madera ilegal es el Chocó, un departamento con bosques húmedos de cualidades únicas que también es la zona más biodiversa del mundo. Allí, el Atrato es la ruta de este crimen. Desde su lugar de nacimiento, en El Carmen, un municipio al sur de Quibdó, emplazado sobre la cordillera Occidental, hasta su desembocadura en el mar Caribe, que pasa por Riosucio y Unguía, hay puntos críticos de deforestación. De hecho, Riosucio, ubicado en el corazón del tapón del Darién, está entre los 15 municipios más deforestados del país, con más de 3.000 hectáreas de bosque perdidas en 2017.
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Según el informe de WWF, que toma bases de datos del Ideam, la madera que viene de Riosucio, Bajirá y el bajo y medio Atrato sale hacia Turbo (Antioquia) y desde allí se distribuye para Pereira y Medellín, donde se consume. Por su cuenta, la madera ilegal que sale del Darién se va por ríos y trochas hacia Buenaventura, donde es blanqueada y se distribuye por todo el país.
De esos dos grandes puntos de deforestación -Chocó y Putumayo- se estaría traficando madera colombiana hacia el exterior, en redes criminales transnacionales."Hay una ruta entre Colombia y Panamá, de tráfico de personas, de oro ilegal, podrían usarla para la madera. Por otro lado, sí se ha registrado tráfico ilegal de madera en la frontera con Perú", explicó en su momento el Ministerio de Ambiente.
El negocio ilegal no es manejado por grandes bandas, explica Pacheco, sino por pequeños comerciantes ilegales. Tampoco respeta los límites de los santuarios naturales colombianos. Ese es el caso del Parque Nacional Natural Los Katios, una joya de 72.000 hectáreas en el Darién, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, hogar de pumas, jaguares, osos andinos y monos aulladores y de árboles como el roble y el caracolí.
En Parques Nacionales Naturales de Colombia, la entidad que tiene bajo su tutela las áreas protegidas del país, explican que hasta esos santuarios llegan los tentáculos de la tala ilegal, en busca de las especies más codiciadas, las que ya solo quedan en el bosque profundo y protegido. El cedro, el caoba, el roble, árboles que pueden vivir siglos y alcanzar tamaños y despliegues majestuosos los pagan mejor que cualquier otra especie por su color, su fortaleza y su maleabilidad.
La tala ilegal para aprovechamiento de madera se calcula como la generadora del 10 por ciento de la deforestación del país, según el Ideam. Realmente no es el mayor detonante de este problema, como lo es, por ejemplo, la minería ilegal. Pero sí es un factor que afecta directamente la biodiversidad, porque es selectiva y acaba con unas especies concretas, y a la larga no solo con ellas, sino con hábitats de especies de aves, mamíferos y las cientos de especies que pueden hacer de un árbol su hogar.
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Es un animal solitario y nocturno. Su función en el ecosistema es dispersar semillas. Es una especie que mide entre 59 y 87 centímetros. Se alimenta de insectos, frutos y pequeños vertebrados.
Crédito: Instituto Humboldt.
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Es la única especie de oso que habita en Suramérica. Es algo tímido. Por eso, se cree que es una fortuna poder ver uno. Mide entre 1,30 y 1,90 metros de alto. Imágenes tomadas en el Santuario de Fauna y Flora Guanenta Alto Río Fonce.
Crédito: Parques Nacionales Naturales de Colombia.
Sobre la trocha de Pauna aparecen los camiones. Pasan por cada finca, como lo hace el carro de la leche, recogiendo el producto puerta a puerta. Algunos, los más grandes que avanzan por esta región, vienen de Plato, Magdalena, cuenta el capitán Édgar Obando. De allá arrancan vacíos y se cargan en el camino. Milton García se dedica al negocio, y dice que “algunos lo hacen bien y otros mal", para explicar que no todos tienen la licencia necesaria para explotar y mover esa madera que se expide para que dure un año.
Los transportadores usan desde camionetas medianas hasta camiones doble troque. A las pequeñas les caben 50 bloques y a los más grandes, 200. Dependiendo del tamaño también varía el flete que le pagan al dueño del camión, que puede ser de 700.000 pesos hasta 1,8 millones. El cargue y descargue del vehículo, una cuenta aparte, se calcula entre los 150.000 y los 450.000 pesos que se le paga a los jornaleros que se dedican a esa labor.
La Policía hace controles en las vías. Les piden a los conductores la licencia en la que debe quedar claro de dónde viene y para dónde va la madera, y ambos tienen que ser lugares autorizados. Pero al igual que sucede en el Putumayo o en Chocó, les pueden presentar salvoconductos comprados para camuflar la madera ilegal entre la legal. La que se extrae de Pauna, en su mayoría, va para los depósitos de Engativá y Barrios Unidos, en Bogotá, según la Secretaría de Ambiente. Allá pagan alrededor de 27.000 pesos por los bloques que a campesinos como don Otoniel y doña Zoraida les pagan alrededor de los 20.000 pesos.
Entre 2015 y 2017, la Policía incautó 64.507 metros cúbicos de madera ilegal, lo que equivale a 1.790 tractocamiones cargados. En 2017, explica el general Gustavo Moreno, director de los carabineros, capturaron a 2.893 personas por tala ilegal, la mayoría de ellos en los departamentos de Córdoba, Sucre, Guaviare y Santander. La pena que podrían pagar por “aprovechamiento ilícito de recursos renovables” va entre 4 y 9 años de cárcel.
En lo corrido de 2018, según informa el teniente coronel Jimmy Gómez, jefe del área ambiental de Carabineros, van 5.155 capturados por tala ilegal, el doble que el año pasado. Las incautaciones superan los 33.689 metros cúbicos de madera.
Su labor es clave, al igual que la de las corporaciones autónomas regionales, para controlar la tala de árboles y el comercio ilegal de madera. Pero los bosques de Colombia aún son tan vastos, y cubren casi la mitad del país, que para vigilar todo el territorio hacen falta más manos y recursos, explican los expertos de Parques Nacionales Naturales de Colombia.
El país no exporta significativamente ese producto porque no es competitivo frente a potencias forestales de la región como Chile y Brasil.
La patrulla avanzaba por la trocha, por el filo de los Andes en Pauna, ya a tres horas de camino adentro en el bosque. Sobre las montañas lejanas, los parches marrones entre el verde. Los trozos de tierra vacía, deforestada. De pronto, dispersos en una finca solitaria llena de arrumes de árboles cortados, los policías advirtieron el color rojo de un grupo de troncos. Cruzaron miradas. Uno de ellos avanzó sobre la madera, le desprendió una astilla y se la puso en la boca. Le supo amargo y entonces pudo confirmarlo. Era cedro. El árbol más precioso, el que se está extinguiendo. Pese a que está prohibido y los controles sobre esa especie son más exhaustivos, en los últimos dos años, las autoridades han incautado 113 metros cúbicos de esa madera, lo que equivale a tres tractocamiones cargados.
Como eran objeto de adoración por parte de los indígenas del altiplano cundiboyacense, que los consideraban sagrados, los españoles en la Colonia se dieron a la tarea de talar cedros y robles que coronaban los cerros a cuya sombra se asentó lo que ahora es Bogotá.
Desde la zona donde hoy está ubicada la Universidad de los Andes hasta Zipaquirá fueron cayendo estos gigantes en el nombre del dios de los colonizadores y como parte de las nuevas construcciones de la naciente Santafé de Bogotá. La historia detalla la orden del capellán castrense Luis de Zapata, quien mandó talar los cedros gigantes que había entre Santafé y Tunja dada la necesidad de fabricar muebles y enchapes de los templos franciscanos y agustinos.
Igual, desde la Conquista, la orden fue poblar. “Quien no poblare no hará buena conquista y no conquistando la tierra no se convertirá la gente; así que la máxima del conquistador debe ser poblar”, decía, a principios del siglo XVI, el cronista de la época, López de Gómara. Entonces, se construyó, cocinó y horneó por siglos con los gigantes otrora adorados.
Unos 300 años tardaron en quedar pelados de cedros y nogales los cerros orientales de Bogotá al punto que durante su visita a la ciudad, el explorador y científico Alexander von Humboldt, en 1801, describió las montañas tutelares como “murallas de rocosas casi verticales” que coronaban la ciudad. Ya para ese entonces la madera era tan escasa que no era raro que en las noches desaparecieran cercas y marcos de ventanas de las casas de Santa Fe, tal y como lo reportó en 1856 otro viajero, Isaac Holton.
El exterminio, entonces, es un sino que acompaña la existencia de unas especies consideradas actualmente como amenazadas, dada su sobreexplotación, de acuerdo con la Convención Cites que regula el comercio de especies de fauna y flora en el mundo, con el fin de darle un uso racional a los recursos.
Foto: Danilo Canguçu
Después de cinco horas de camino, el ruido de la motosierra ya se oye próximo. Cuando sintieron haber llegado al punto, los policías dejaron la trocha y se adentraron corriendo en el bosque. Con el estruendo de la máquina, el aserrador tardó en enterarse del despliegue de agentes a su alrededor. El viejo de brazos gruesos, morenos, y bigote aún oscuro, sostenía la motosierra. Lo hace desde los 15 años, cuando empezó a ser el ayudante de un tío aserrador.
Su compañero y ahijado, un adolescente con los brazos aún muy débiles para empuñar la hoja, le marcó con un hilo untado de tinta roja el camino que debe atravesar el acero entre la madera, la línea de corte. El viejo atravesó el árbol con facilidad, marcando dos diagonales y el mopo de 15 metros cayó con lentitud, como buscando un espacio donde tumbarse, entre las raíces de los árboles que siguen en pie.
¿Cuál sigue? preguntó el viejo, y le señaló otro mopo. Su joven ayudante le dijo que ese no, porque su madera era muy liviana. El aserrador asintió, como orgulloso de que el muchacho, el futuro aserrador, ya empezara a dominar el oficio.