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Es como si al mar le sacaran el agua. Tal cual. Eso justamente es lo que ocurre con el departamento de Guaviare. Se trata de una franja de 5,5 millones de hectáreas exuberantes, en el oriente colombiano, a la que le hace justicia el famoso verso del poeta Aurelio Arturo: “Donde el verde es de todos los colores”. Pero al Guaviare, día a día, sin tregua y con voraz dedicación, le arrancan su verde. Su selva estratégica, que conecta la Amazonia con la Orinoquia, está siendo arrasada para convertir esos suelos en áridos campos de pastoreo al servicio de la ganadería.
El Instituto Geográfico Agustín Codazzi determinó que el 63,2 por ciento de tierras del Guaviare tendrían que preservarse por su importancia ecológica.
Por cuenta del posconflicto el país está “descubriendo” el Guaviare. Hace unos lustros la idea de visitar el departamento sonaba tan peligrosa como inviable. Pero según el ex secretario de Turismo y Cultura departamental, Jorge Díaz, en 2015 cerca de 12.000 turistas visitaron Guaviare. En 2016 esa cifra llegó a los 16.000 y en 2017 la cifra aumentó a 24.000 turistas entre nacionales y extranjeros. Por carretera, San José está a 8 o 10 horas desde Bogotá, pero además hay un par de vuelos directos de capital a capital.
Dos tipos de pasajeros son característicos en esos aviones: los ecoturistas y los investigadores. Los primeros suelen ser jóvenes que buscan aventuras alternativas en territorios míticos, los segundos, emisarios de universidades, entidades públicas y hasta laboratorios privados que indagan sobre mil asuntos que estuvieron vedados por cuenta de la guerra. El grueso de los visitantes se queda en San José o se mueven, si acaso, a sus zonas aledañas. Registran la postal memorable que el paisaje ofrece e ignoran que la paz, paradójicamente, está trayendo una tragedia ambiental para el Guaviare.
Para observar la desgracia de la deforestación hay que tomar un campero y adentrarse un par de horas por las trochas escarpadas que apuñalan la selva: un foco crítico se observa, por ejemplo, al nororiente del departamento en las veredas Caño Moscoso, Caño Blanco y Caño Negro, territorio que es una suerte de isla –cada día más estrecha– para el pueblo indígena nukak makú, con una menguada población de apenas mil habitantes.
Un estudio del Instituto Geográfico Agustín Codazzi analizó los suelos y la zonificación de tierras del Guaviare, y determinó que el 63,2 por ciento del departamento, es decir, 3,5 millones de hectáreas, tendrían que preservarse “por su importancia ecológica y porque sus bosques de galería, selvas húmedas, serranías y sabanas, son el hogar de un sinfín de fauna y flora silvestre”.
De hecho, gran parte del departamento –alrededor del 90 por ciento de su territorio– es intocable, al menos en el papel. Ese porcentaje, según las cuentas de la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y Oriente amazónico, Guainía, Guaviare y Vaupés (CDA), es el resultado de la suma de las tierras declaradas como parque natural, como reserva forestal o como resguardo indígena. Los cálculos de la misma entidad indican que un millón de hectáreas protegidas han sido intervenidas ilegalmente por los colonos.
Tras la salida de las Farc no se ha dado una llegada estatal que controle la depredación ambiental.
Es poco el Estado que se ve Guaviare adentro. Lo que hay, por sobre todo –a lado y lado de las vías improvisadas, especialmente en las que conectan con los departamentos vecinos de Meta y Caquetá– son colonos carcomiendo el bosque, ganado desperdigado en encerramientos de cientos y cientos de hectáreas, y grupos disidentes.
En Colombia, solo en 2017, se arrasaron 220.000 hectáreas de bosques. Una extensión similar al departamento del Huila. La cifra implica un aumento del 23 por ciento con relación al año anterior, y esta zona de la Amazonia, el llamado pulmón del mundo, fue la región más afectada concentrando el 65 por ciento del arrasamiento nacional.
El departamento de Guaviare, en los últimos cuatro años, ha tenido un crecimiento progresivo del fenómeno de la deforestación. Según el Ideam, en 2014 se arrasaron 6.892 hectáreas, en 2015 desaparecieron 9.634, en 2016, la cifra llegó a 11.456 y en 2017 la deforestación arrasó con 38.221 hectáreas.
Los legendarios árboles del bosque han sido reemplazados por vacas y praderas. Aquí la tierra ya no es lo mismo y los cultivos no prosperan.
El importante incremento está relacionado con la salida de las Farc como autoridad de facto en zonas del sur y oriente del país. Esa guerrilla no era una organización ambientalista ni nada por el estilo (son incalculables los ecosistemas degradados por cuenta de las voladuras de oleoductos, por ejemplo), pero sus lógicas de poder contuvieron por décadas el avance de los colonos y así se menguó el derribamiento de selvas y bosques.
“En los territorios de guerra había inestabilidad, lo que implica falta de garantías, de derechos, y eso contenía tanto a la gente como a las empresas, por tanto no había motores de deforestación, simplemente porque los que habitaban esos territorios eran actores del conflicto”, explica Germán Corzo, investigador del Instituto Alexander von Humboldt, quien además da cuenta de una de razones que explican la preocupación ambiental de la guerrilla: “En el Instituto tuvimos un conversatorio con gente proveniente de las Farc, y ellos nos contaron que en algunas zonas del sur del país preservaron el bosque porque era su refugio, es decir, lo protegían por razones de estrategia militar”. En el posconflicto ya nada de eso ocurre.
En las veredas Caño Moscoso, Caño Blanco y Caño Negro hay un foco crítico de deforestación. Este es un territorio cercano al pueblo indígena nukak makú.
Tras la salida de las Farc no se ha dado una llegada estatal que controle la depredación ambiental, con un agravante, los principales depredadores no son realmente familias desposeídas sino terratenientes que acumulan grandes extensiones y que “voltean” el uso natural de los suelos, haciendo de las selvas praderas donde pasta ganado de engorde. Según la CDA, la tasa de uso de tierra para ganadería en el departamento es de una hectárea por cada animal. Una proporción ecológicamente insostenible.
A dos horas por trocha desde San José está Colinas, que fue territorio de reincorporación para cerca 700 exguerrilleros. Uno de los líderes allí es Noel Gutiérrez Galvis, a quien llaman Didier. “Si no hubiéramos estado nosotros, las Farc, estoy seguro, y lo digo con mucha responsabilidad, ya no habría selva por aquí”, asegura. Y agrega que el grupo prohibió a los campesinos deforestar sin sentido, que se les permitía apenas tumbar las hectáreas necesarias para desarrollar cultivos de pancoger y que quienes se pasaban de la raya eran “multados”.
Al mismo tiempo que la guerrilla, a punta de terror, contuvo la depredación forestal de familias desposeídas y de ricos terratenientes, también sus lógicas de economía ilegal le hicieron un profundo daño a la selva. Nada conspira más contra los bosques vírgenes que las vías. Los expertos lo llaman “fenómeno espina de pescado”.
Significa que conforme se avanza con el trazado de una vía (sin importar si es legal o ilegal, o si es un trazado en planos o que físicamente se esté abriendo trocha) la sola noticia de una vía en lo profundo e inaccesible de la selva, provoca que colonos, campesinos y terratenientes se tomen los linderos de lado y lado para hacerse con tierras que a mediano y largo plazo tendrán un valor significativo. Y al instalarse de facto arrasan con la vegetación. La imagen aérea que se observa de esas cicatrices longitudinales es muy similar al esqueleto de un pez.
Y las economías ilegales son responsables de muchas trochas y vías que se tejen en la selva. La guerrilla desarrolló esos pasos para movilizar el narcotráfico, el contrabando y hasta los secuestrados. La vía más famosa que se le adjudica a las Farc es que une a La Macarena con Vista Hermosa, en el Meta. Son 139 kilómetros conocidos como la “Trans-Jojoy” pues el Mono Jojoy lideró su ampliación y mejora en los años del despeje.
El departamento de Guaviare, en los últimos cuatro años, ha tenido un crecimiento progresivo del fenómeno de la deforestación.
Otra vía, de carácter legal, pero no por ello menos cuestionable desde el punto de vista ambiental, y concretamente por el inmenso costo en términos de deforestación, era la llamada Marginal de la Selva, una troncal que contemplaba un recorrido de 1.507 kilómetros que conectaría al Putumayo con Florencia y San Vicente del Caguán (Caquetá), pasando por San José del Guaviare (Guaviare) y continuando hasta Villavicencio (Meta) y Yopal (Casanare), para terminar en Arauca (Arauca).
En marzo de este año, el ex presidente Juan Manuel Santos decidió cancelar la futura carretera por terrenos amazónicos, ya que era totalmente contraproducente para el medio ambiente. En su momento, Santos dijo que las trochas que la guerrilla abrió en medio de la selva serían destruidas para evitar que la deforestación siga en aumento, ante la expectativa de valorización de los predios aledaños a esas vías.
La idea era que esta megavía atravesara todo el sur y oriente del país, conectando a Colombia con Venezuela y Ecuador. Parecía un proyecto de desarrollo muy atractivo, pero en términos ambientales era una de las principales amenazas para la preservación de la Amazonia y la Orinoquia.
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Su principal función en el ecosistema es se un regulador de poblaciones silvestres. Es un felino pequeño que no pesa más de 14 kilos. Suele ser nocturno y un gran trepador.
Crédito: Instituto Humboldt.
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Es el cuarto felino más grande del mundo. Tiene una gran habilidad para cazar y emboscar a sus presas. La mayoría de pumas de esta especie tienen el pelaje dorado.
Crédito: Programa de conservación y manejo de los armadillos de los Llanos Orientales, conformado por la alianza del Oleoducto de los Llanos Orientales ODL S.A., la Fundación Omacha, Cormacarena, Corporinoquia, el Bioparque Los Ocarros y Corpometa.
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Se encuentra en los Llanos Orientales y la Amazonia colombiana. Vive cerca a los ríos o pantanos, pues este mamífero es un gran nadador. Una danta puede llegar a vivir hasta 30 años.
Crédito: Programa de conservación y manejo de los armadillos de los Llanos Orientales, conformado por la alianza del Oleoducto de los Llanos Orientales ODL S.A., la Fundación Omacha, Cormacarena, Corporinoquia, el Bioparque Los Ocarros y Corpometa.
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Es un mamífero carnívoro. Su principal tarea en el ecosistema es ser dispersor de semillas, pues es un gran consumidor de frutas. Vive en madrigueras.
Crédito: Programa de conservación y manejo de los armadillos de los Llanos Orientales, conformado por la alianza del Oleoducto de los Llanos Orientales ODL S.A., la Fundación Omacha, Cormacarena, Corporinoquia, el Bioparque Los Ocarros y Corpometa.
Es sobre esas vías y trochas, planeadas o improvisadas, que los ambientalistas y entidades expertas observan los principales corredores de deforestación. Justamente, el tramo de la Marginal de la Selva proyectado entre San José del Guaviare y La Macarena, es una de las ocho zonas críticas que registra el país con alta afectación de deforestación. El Ideam ha encendido las alertas a lo largo de las veredas San Jorge, San Antonio Alto, La Unión y El Chaumal, del Guaviare, así como en la vereda Jordán de La Macarena.
Una apuesta que tiene la nación para consolidar una propuesta de desarrollo sostenible en 2030 es el Modelo de Ordenamiento Territorial Regional de la Amazonía Colombiana (Motra), el cual permitirá reconocer sus dificultades de desarrollo, sus características sociales y culturales, y así brindar una solución a la necesidad de conectar a los pueblos de la región. Este proyecto, liderado por Visión Amazonía y DNP, acogerá a los seis departamentos amazónicos.
“Hay que reconocer a las hidrovías como un actor principal de transporte en la Amazonia, grandes cuerpos de agua que nos pueden ayudar a conectar pasajeros, carga y mejorar las frecuencias del transporte aéreo”, dijo Ricardo Lara, líder del programa de planificación de Visión Amazonía.
En Guaviare, durante los calurosos meses de inicio de año, es cuando más se ve el dantesco cuadro de la selva siendo devastada. Pero arrasar el bosque no es sencillo. Se requiere método. Lo primero que hacen quienes se ocupan de esa misión es “desocolar”, esto es tumbar a punta de hacha o macheta la vegetación de tamaño mediano que haya dentro del perímetro escogido.
Luego, con el área algo despejada y con motosierras en mano, se procede a talar los árboles mayores. Los tumban y ya en el suelo los pican para acelerar el secado. El teatro de la destrucción se deja así unas semanas antes de proceder con el paso final: incendiar el bosque acribillado.
El fuego que se levanta es tan virulento que muchas veces alcanza a los bosques en pie, y hace de las suyas más allá de lo calculado. En febrero de este año la tragedia ambiental fue inocultable. Los organismos de socorro detectaron siete incendios activos en simultánea, cuatro de gran envergadura y tres menores que, junto a las decenas de quemas controladas, consumieron cientos de hectáreas de selva.
Junto a la masacre forestal se da una mortandad de fauna incalculable. Más tarde, entre las cenizas del bosque se siembra pasto o surge maleza. Y se obtiene así una nueva pradera donde levantar ganado. Ese es todo el proceso de la selva devorada a mordiscos: el cáncer que se expande por el Guaviare profundo.
La primera vez que el ambientalista Rodrigo Botero visitó las selvas del Guaviare tenía 20 años. Era un momento histórico. Había una tregua entre la guerrilla de las Farc y el gobierno del presidente Belisario Betancur. En este primer viaje entendió la magia e importancia de este territorio, donde, para esos días, se mezclaba la biodiversidad, el conflicto de ruralidad, los problemas por la tenencia de la tierra y la abundancia de cultivos de coca.
Esa visita fue decisiva. Fue así como Rodrigo decidió trabajar en este territorio. Años más tarde creó la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible y uno de los lugares donde focalizó su acción fue en el Guaviare. Y se enfocó en la conservación de la selva y desarrollo local.
Inició con un programa para indígenas y campesinos enfocado a sacar provecho de las plantas medicinales y otros productos forestales. Todo estos sin afectar su equilibrio porque, como él lo dice, “hay formas de vivir del bosque y dentro del bosque”.
Los años que estuvo allí también le sirvieron para aprender la importancia de este territorio sagrado y del significado para sus pobladores.
La Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible desarrolló un proyecto bandera. Apoyó con información técnica el proceso de ampliación de Chiribiquete, trabajo que hizo de la mano con Parques Nacionales Naturales de Colombia. Sus estudios hablan de la importancia de la Conectividad de la Amazonia, los Andes y la Orinoquia, la biodiversidad, y la necesidad de conservar este lugar para el bienestar de la humanidad.
Otra de sus apuestas tiene que ver con frenar la deforestación. Trabaja de la mano con campesinos en la promoción del manejo forestal comunitario. Intenta buscar modelos diferentes que la ganadería. Dicha actividad está acabado con las selvas del Guaviare y es la menos sostenible de las alternativas económicas del territorio.
Les ofrece un manejo responsable, con los frutos, resinas, colorantes, plantas medicinales, flores y semillas que están disponibles en este bosque. Y no solo eso. También promueve que trabajen en comunidad y les ayuda a llevar sus productos al sector privado para que sean comercializados.
Rodrigo también cree que el Guaviare tiene un gran potencial en ecoturismo. Por eso, lidera un plan piloto para que los amantes de la naturaleza puedan conocer diferentes especies de aves, contemplar los tesoros arqueológicos y disfrutar de caminatas en los senderos mágicos que ofrece esta selva.
Foto: Archivo personal.
Según el Ideam en 2014 se arrasaron 6.892 hectáreas, en 2015 desaparecieron 9.634, en 2016, la cifra llegó a 11.456 hectáreas y en 2017 la deforestación arrasó con 38.221 hectáreas.
Paralelo a la ganadería, cada vez toma más fuerza otro motor de deforestación en el departamento: la especulación con la tierra. Desde hace meses, en el Guaviare circula el rumor de que el gobierno local solicitará a las autoridades ambientales una sustracción de terreno a las áreas protegidas. Esas oídas se suman a la falsa noción de muchos pobladores, de que el bosque no puede ser titulado. Así, muchos están invadiendo la selva y arrasándola, a la espera de que en un futuro próximo les adjudiquen la propiedad de los terrenos ocupados.
José Noé Rojas Bermúdez llegó hace 22 años a estos territorios y durante los primeros 15 años se dedicó a depredar todo el bosque que pudo. Ahora vive con sus cuatro hijos junto a un cerro exuberante desde el cual se aprecia la inmensidad de la Serranía de la Lindosa, a 17 kilómetros al sur de San José del Guaviare. “Yo tumbé cientos de hectáreas de selva con motosierra, me gustaba ese oficio, en un año tumbaba 70 hectáreas y trabajaba por contrato. Era feliz con una motosierra. Ahorita todo eso son rastrojos”, dice. Luego hace una mueca de pesar y agrega arrepentido: “Hay gente que no le tiene lástima a la selva, y siguen, tumban en un año hasta 100 hectáreas. Para mí todo eso quedó en el pasado. Ahora trato de cuidar la naturaleza”.
Al preguntarle qué lo hizo cambiar de parecer don José Noé habla no como un campesino, de 61 años, que vive en los confines del Guaviare sino como una persona formada y sensata. Su opinión está influenciada por lo que le dicen sus hijos, quienes a través de Internet investigan sobre el valor estratégico de la selva y las implicaciones de devastarla. José Noé, además de escuchar, ha podido verificar la información con su propia experiencia: “Me doy cuenta cómo se ha incrementado el calentamiento global. Hace 19 años que estoy acá, y antes el agua del estanque no se secaba, ahora sí, y escasea”.