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Cuando la guerra dejó de aparecerse por la selva de Solano, en el Caquetá, comenzaron a llegar colonos ofreciendo 100.000 pesos por cada uno de los árboles que se habían demorado en crecer 80 o 100 años. Una miseria que en esa lejura –dice el líder indígena Oswaldo Zafirecudo Kuyoteca– al menos servía para sobrevivir.
En Cartagena del Chairá y San Vicente del Caguán se concentró el 22% de la deforestación total del país, en 2017.
Con la plata que prometían por cada tronco, Oswaldo entendió lo pobre y lo rico que era. Lo dice acostado boca arriba sobre una enorme roca milenaria de Puerto Arango, muy cerca de Florencia, pocas horas antes de emprender un viaje de dos días río abajo hasta el resguardo de Puerto Zábalo y Los Monos, donde vive.
Pobre porque justo en el momento en el que las Farc se fueron y dejaron de imponer su ley, los paisanos de Oswaldo de pronto se encontraron sin con qué comer. La hoja de coca era el combustible que hacía circular el dinero por la región.
Oswaldo también fue consciente de lo rico que era ese bosque que él y su ancestros habían cuidado por cientos de años, aquel que terminó convirtiéndose durante más de 40 años en santuario de los grupos armados.
La casa de Oswaldo siempre fue un tesoro natural rodeado de escasez. “Supuestamente a nosotros los indígenas nos dicen que somos los mejores cuidadores de la selva, pero nadie dice que somos los colombianos más pobres que viven en medio de la naturaleza. Nuestra gente se está saliendo a las ciudades a buscar mejores oportunidades”, dice.
La Amazonia es el nicho de mayor cantidad de vida por kilómetro cuadrado del planeta.
Ya sin la presión que generaban los combates, personas que nunca se habían visto por la región llegaron con la intención de llevarse por partes el bosque que antes las Farc no dejaban tocar pues la maraña era el refugio perfecto y la garantía para controlar el territorio.
Por cuenta de esas paradojas propias de Colombia, en dos años que duraron las negociaciones de paz en La Habana, Cuba, el Caquetá comenzó a aparecer como el departamento en el que la deforestación creció de forma más desmesurada.
En 2017, allí se deforestaron 60.373 hectáreas de bosque amazónico, más que Chocó (10.046); Meta (36.748); Antioquia (20.592) y Norte de Santander (4.092). La capa deforestada aparece en las imágenes satelitales que monitorea el Ideam como si fuera un virus que se esparce sin control sobre un territorio enfermo, moribundo.
Después de que la guerrilla de las Farc dejó el territorio, la Amazonía está siendo talada sin control. En los últimos años la cifras de deforestación han aumentado de manera significativa.
En Cartagena del Chairá y en San Vicente del Caguán, dos municipios que fueron escenarios de los momentos más duros del conflicto, la tala se disparó en proporciones no vistas en Colombia. Solo en esas dos jurisdicciones se concentró en 2017 el 22 por ciento de la deforestación total del país. El dato es impresionante si se se tiene en cuenta que estos territorios representan muchísimo menos que el 1 por ciento de la superficie del suelo colombiano.
En los dos municipios, donde la humedad flota de manera casi asfixiante, se deforestó en 2017 el doble que en todo el departamento del Guaviare. La situación en la región no es menos alarmante si se tiene en cuenta que de cada cinco hectáreas que se arrasan en Colombia una está en el Caquetá.
En los últimos 25 años se perdieron 6,4 millones de hectáreas de bosque natural en todo Colombia.
El tema pasa por una gravedad de la que tal vez aún no es consciente el país. Sobre todo porque Colombia es una nación forestal, como dice Ederson Cabrera, jefe del Sistema de Monitoreo de Bosques y Carbono del Ideam. Esto quiere decir que más de la mitad del territorio del país es bosque, esto es, unas 60 millones de hectáreas. Y de esas, 40 millones están en la región de la Amazonia, es decir, entre Putumayo, Caquetá, Guainía, Guaviare, Vaupés y, por su puesto, el Amazonas.
A ese ritmo, en 2017 en el país se perdieron 220.000 hectáreas de bosque y de ellas unas 144.000 se esfumaron en la Amazonia. El gran problema, además de la aceleración evidente durante las negociaciones de paz, es que se trata de un proceso silencioso que no tuvo freno durante 30 años, bien por falta de consciencia o bien por ausencia de políticas del propio Estado para contenerlo. Eso lo ha dicho en varias ocasiones José Yunis Mebarak, coordinador de Visión Amazonia, un programa del Ministerio de Ambiente.
Aunque sea difícil de creer la realidad es perturbadora: en los últimos 25 años se perdieron 6,4 millones de hectáreas de bosque natural en todo Colombia. Y esos suelos no se han recuperado ni se recuperarán. Cabrera dice que si juntáramos todo ese bosque perdido en un cuarto de siglo la mancha sería tan grande como Antioquia, el sexto departamento más grande del país.
Avelino Roncero cortó en 1990, junto con su hermano, uno de los últimos cedros más fastuosos que vio en la selva del Caquetá. En esa época, dice Avelino, no se usaba la motosierra. A punta de serrucho, los Roncero se demoraron una semana arrebatándole al suelo el enorme tronco perfumado del que sacaron 70 bloques de madera.
El cedro es de esos ejemplares que Oswaldo Zafirecudo ya casi no suele ver en ese bosque aún tupido del Caquetá y el Amazonas. Sencillamente se está acabando. El achapo, el tamarindo, el canelo, el perillo y la tara son los árboles que ahora están sustrayendo los foráneos que han llegado armados de motosierras y plata, mucha plata, para despejar terreno para la ganadería extensiva, es decir aquella que se lleva a cabo en grandes porciones de terreno. A la selva la están convirtiendo en pastizal.
Tal vez algunos no lo sepan, pero talar la Amazonia no solo es perjudicial para el Caquetá, sino para la humanidad entera. Cortar esos árboles tiene implicaciones en el cambio del clima del planeta. La Amazonia –donde se pueden encontrar troncos de 20 y hasta 30 metros de altura– compone el mayor bosque húmedo tropical del mundo.
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También es conocida como perro de agua. Puede medir hasta dos metros y pesar hasta 32 kilogramos. Es uno de los carnívoros más grandes de Suramérica.
Crédito: Fundación Omacha, Reserva Natural Bojonawi, Vichada, Colombia.
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Es un roedor que mide entre 45 y 76 centímetros de largo. Tiene un pelaje grueso y brillante. Tiene una dieta basada en hojas, frutas, brotes y semillas.
Crédito: Fundación Omacha, Parque Nacional Natural Serranía de Chiribiquete, Colombia.
Este es un tema que ya no solo preocupa a los ambientalistas, sino a la academia y a algunas autoridades que están tratando de reaccionar, un poco tarde, ante lo que se vislumbra como el mayor problema que ha afrontado el país en términos ambientales. Colombia, dice Jorge Pulecio, profesor de la Universidad de la Amazonia y coordinador de la oficina de paz de la institución, estuvo tan enfrascada en la guerra que nadie pensó en los bosques. O nunca importaron. En parte porque fue justo ahí, en medio de la manigua, donde restallaron las balas.
Pulecio ha estudiado el tema como pocos. Años atrás se decía que el bosque garantizaba el oxígeno del planeta. “Pero eso no es tan cierto porque los árboles también consumen oxígeno”, dice. Entonces, ¿para qué sirve la selva? ¿Por qué esta región no es apta para la ganadería en grandes extensiones de territorio? La húmeda Amazonia convertida en pasto funciona como un espejo que refleja la temperatura del sol y la luminosidad, devolviéndola sobre el espacio de nuevo, aumentando el efecto invernadero y el calentamiento del planeta. Así de simple.
Los suelos de la Amazonia son tan frágiles que si se cortan los árboles no se podrían generar cultivos alternativos y desaparecería la flora y la fauna. Sobra decir que la Amazonia es el nicho de mayor cantidad de vida por kilómetro cuadrado del planeta. Tanta luz y tanta agua genera vida diversa. Especies animales como el águila eléctrica, la hormiga bala o la rana dardo venenosa -que solo existen en la Amazonia- estarían condenadas a no existir. Además, cuando se tala un árbol se liberan todos los gases que ha captado -esa es una de sus principales funciones reguladoras-, y el CO2 es el más dañino de esos gases que se escapan.
Ahora bien, lo peligroso es que si esta parte del país se sigue talando a ese ritmo, el bosque amazónico podría terminar de exterminarse completamente en 50 o 70 años. Es una cadencia catastrófica que haría aumentar la temperatura de la tierra en unos 2 o 3 grados, con lo cual se derretirán los casquetes polares, subiría el nivel del mar y desaparecerían muchas islas, playas y ciudades que están en la orilla del mar. Lo que está en juego no es solo el planeta que verán las generaciones que no han nacido, sino las que ya lo habitan: los hijos, los nietos que ya tienen nombres y apellidos.
Uno de los puertos por el que pasa el río Caguán, aquel que era considerado por el Ejército como una madriguera de las Farc durante las épocas del Plan Patriota, huele a leche derramada. En pequeñas embarcaciones salen de allí en canecas unos 45.000 litros todos los días, dice el motorista de una lancha.
Aunque el queso caqueteño es famoso hace décadas, desde que se firmó la paz hubo una explosión del negocio ganadero en la región. Si antes era la coca la que indirectamente movía la economía, ahora son los animales y el pasto los que hacen bullir la plata. Eso se nota en el comercio de Florencia, la capital. Los carros con vidrios polarizados que se pasean por las calles advierten de una suerte de abundancia.
Los suelos de la Amazonia son tan frágiles que si se cortan los árboles no se podrían generar cultivos alternativos y desaparecería la flora y la fauna.
Y aunque el aumento de la deforestación tiene una relación directa con la ganadería extensiva, no quiere decir que todo el negocio sea ilegal o dañino. Lo que está sucediendo es que desde hace dos años han venido llegando mafias que empujan a campesinos para que ocupen miles de hectáreas de baldíos –con bosques todos ellos y en un departamento donde el 90 por ciento de las tierras no está titulada– para que las pongan a producir con ganado. Para ello les entregan motosierras y lo básico que necesitan para subsistir.
Entre los labriegos del Caquetá cuentan que lo mínimo de tierra que se está acaparando por familia son 100 hectáreas. “Hay gente que ha cercado 800, otras hasta 1.000 hectáreas”, dice uno de ellos. La pregunta es, ¿de dónde salen esos capitales con los que se financia la mano de obra? ¿Quiénes están detrás de esta fiebre del ganado?
Hace varios meses, el alcalde de San Vicente del Caguán, Humberto Sánchez Cedeño, denunció que en un paraje cerca al parque Tinigua (que colinda con el Meta) un supuesto disidente de las Farc estaba presionando a campesinos para que ocuparan de a 100 hectáreas por familia. Y eso implicaba arrasar con los árboles.
Pero no son solo supuestos disidentes de las Farc los que han visto en la selva el secreto para hacerse ricos. Según la Fiscalía General de la Nación, este año han capturado 60 personas por delitos ambientales en la Amazonia colombiana.
Desde que no hay combates con las Farc, en el Ejército surgió una idea para contener la tala del bosque. El general César Augusto Parra León, ex comandante de la XII Brigada, se inventó algo que llamó la burbuja forestal. Hoy existen tres de estas burbujas, en los departamentos de Caquetá, Guaviare y Meta. Son reuniones semanales a las que asisten todos los estamentos que pudieran saber no solo del diagnóstico y monitoreo del problema, sino de soluciones para la deforestación. Ahí hay delegados de la Fiscalía, Corpoamazonia, Policía, universidades y Visión Amazonia.
Esta última es una iniciativa del Gobierno que busca reducir la deforestación al año 2020. La apuesta, que es financiada por el Reino Unido, Noruega y Alemania con USD 100 millones de dólares, se dá en medio de un ambiente complejo en las comunidades ¿Cómo lo van a hacer? Yunis Mebarak, el coordinador, dice que el propósito es que se gestionen proyectos productivos pero no a costa de la tala. La idea que tienen es que la Amazonia vuelva sobre un desarrollo distinto.
“El bosque y la madera que hay en él son una fuente de riqueza que todavía no entendemos. Hay demasiados productos secundarios del bosque que se pueden aprovechar. Hay unos proyectos agroforestales como el cacao bajo sombra que pueden funcionar muy bien. Porque como vamos no es sostenible, ni para nosotros ni para las generaciones que vienen”, dice.
Pero hay comunidades como la de Oswaldo Zafirecudo que ven la iniciativa con recelo. Hay mucha desconfianza entre su comunidad porque creen que nada de esas inversiones llegará a los indígenas que cuidan la selva. Él y sus compañeros dicen que los indígenas no fueron tenidos en cuenta. En cualquier caso, la burbuja forestal que coordina el general Parra y la apuesta de detener la deforestación a 2020 con recursos del exterior son los únicos remedios que saltan a la vista.
Conservar los bosques y reducir la deforestación en la región de la Amazonia no es un trabajo fácil. Sin embargo, el ingeniero forestal Édgar Otavo Rodríguez, quien trabaja para el Programa Visión Amazonia del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, decidió aceptar el reto hace 17 años.
Su labor y la de su equipo se concentra en San Vicente del Caguán, Cartagena del Chairá y Solano, municipios con alto nivel de deforestación en el departamento del Caquetá.
Édgar resume la problemática en información contundente: “Por ejemplo, un árbol de la madera más barata, como el Chingalé o Madura Plátano (Jacaranda copaia), le puede generar a un campesino 110.000 pesos. Y una persona puede talar y aserrar de tres a cuatro árboles por día de esta especie”.
De ahí la importancia de capacitar a las comunidades localizadas en los focos de deforestación. El objetivo es que aprendan sobre el valor de los bosques, la normatividad relacionada con la conservación, aprovechamiento de los bosques y sanciones, pues la ley castiga a los destructores de los bosques naturales.
La deforestación determina la pérdida total o parcial de los servicios ecosistémicos de los bosques, con repercusiones en el ámbito local, regional, nacional y hasta mundial.
Sin embargo, los impactos más fuertes ocurren localmente con la reducción de la oferta hídrica para consumo humano y actividades agropecuarias. La pérdida de la fauna silvestre que muere atrapada en las quemas. Lo mismo sucede con la flora silvestre. Todos estos impactos son las grandes preocupaciones del Programa Visión Amazonia.
Su labor ha permitido relaciones con varias instituciones y fortalecer la gestión. Destaca la creación en diciembre de 2013 de la Burbuja del Medio Ambiente del departamento del Caquetá, integrada por Fuerzas Militares, Policía Nacional, Fiscalía General de la Nación, Procuraduría General de la Nación, Parques Nacionales Naturales, Corpoamazonia, Visión Amazonia, Corpoica, Instituto Sinchi, Defensa Civil, Uniamazonia, alcaldías, Bomberos Voluntarios, Unidad de Gestión del Riesgo, quienes le han apostado a trabajar en equipo para conservar el ambiente y los recursos naturales renovables.
Édgar solo espera, que con el apoyo de las comunidades, el Programa Visión Amazonia y el trabajo de la Burbuja , pueda aportar a la conservación y mantenimiento de los servicios que ofrecen los bosques y borrar de su memoria escenas devastadoras como la tala y quema de bosques vírgenes de la Amazonia colombiana.
Foto: Felipe Villegas, Instituto Alexander von Humboldt.
En Colombia se perdieron 220.000 hectáreas de bosque en 2017 y unas 144.000 hectáreas se esfumaron en la Amazonia.
Ahora, la ecuación no será fácil de resolver. La región está inundada de problemáticas. El testimonio de Rafael Orjuela Huertas, un líder que vive en la cabecera de Remolinos del Caguán, en Cartagena del Chairá, deja un poco al descubierto lo que ha sucedido en los últimos años con ese bosque en peligro de desaparecer. En tiempos de la guerra, las Farc redactaron un manual de convivencia en el que, dice Rafael, existían 19 normas ambientales de obligatorio cumplimiento. Y eso regía para todo Cartagena del Chairá por encima de la Constitución de Colombia.
Los campesinos podían talar como máximo cinco hectáreas para cultivos de pancoger, más otras cinco para pastos y un poco más para el sostenimiento de las fincas. Sin embargo, la supuesta conciencia ambiental de la guerrilla se diluía cuando de cultivos de coca se trataba. La hoja que sirvió de gasolina para la guerra siempre fue la prioridad, sin importar cuántos árboles se tuviera que llevar por delante.
También desde el Estado –y eso lo repiten varios campesinos– se promovía la deforestación. “Uno iba al Banco Agrario y para que le aprobaran un préstamo había que demostrar que se tenían hectáreas en pasto para la producción de leche”, continúa Rafael.
Pero más allá incluso del conflicto armado, nadie era consciente de que el bosque era fundamental para la vida del planeta. Nelly Buitrago Torres tiene 73 años y lleva más de 40 años viviendo en la vereda El Guamo, en el Bajo Caguán. Esta mujer de caminar lento y canas tinturadas de fucsia sobrevivió a todas las guerras. Fue acusada muchas veces de auxiliar a las Farc; otras, de ayudar al Ejército; así como sucedió con miles de campesinos del país que quedaron en la mitad del fuego cruzado.
Eran tantas las tensiones, las balas, los muertos, la sangre y las lágrimas, que los árboles no eran más que un mero paisaje. En las épocas más cruentas, la Unidad de Víctimas llegó a contabilizar en San Vicente del Caguán 313 asesinatos de civiles. Hay organizaciones que hablan de 120 ataques al pueblo y 35.000 desplazados en la década del 2000. Toda una crisis humanitaria difícil de olvidar. Nelly dice que la deforestación es incluso una palabra nueva en los campos. Y vaticina, además, que no será fácil convencer a sus paisanos de las repercusiones que tiene tumbar la selva, esa que no va a durar toda la vida. “Si es que apenas hace dos años nos dimos cuenta que estábamos en el pulmón del mundo”, concluye.