Fotografías: Carlos Julio Martínez / Revista Semana
El hospital San Juan de Dios, fundado en 1723 como un gran centro de salud pública y de investigación científica, está abandonado y lejos de tener un plan de salvamento a la vista.
Hoy el menesteroso es él. En el siglo XVIII acogió a los enfermos y desamparados, víctimas de la “peste grande de viruelas” –que en 1783 mató al 32 por ciento de la población– y luego atendió a las tropas que participaron en la guerra de Independencia. Pero hoy es como un leproso que habita en
el centro de Bogotá.
Al hospital San Juan de Dios se lo está tragando la tierra. Sus jardines y zonas verdes, que en el pasado fueron un espacio terapéutico ideal para que los enfermos no se deprimieran mientras recibían tratamiento, están llenos de maleza; la misma que se apoderó de ventanas, puertas, escaleras, consultorios y equipos médicos.
El precio del abandono se ve reflejado en las grietas de sus paredes; en sus muros resquebrajados que dejan ver el hierro que lo sostiene; en sus pisos destruidos; en sus techos incompletos; en sus ventanas con cristales a medias; en lo que hoy es el hogar de 50, 60 o 100 familias –nadie sabe el número exacto– que viven aquí desde 2000 cuando el centro médico cerró sus puertas por falta de recursos para funcionar, y a los trabajadores, que no les pagaban desde el año anterior, no les quedó más opción que hacerlo su hogar.
Al San Juan de Dios de nada le ha servido que la Ley 735 de 2002 lo declarara Monumento Nacional; o que sus 22 edificios fueran el escenario en el que los estudiantes de medicina de la Universidad Nacional aprendieran los pormenores de la profesión; o que el doctor Salomón Hakim, en 1957, creara la válvula de su nombre para tratar la Hidrocefalia de Presión Normal (HPN), que el mismo identificó en el hospital.
Tampoco ha sido suficiente que en 1978 se creara allí el programa Madre Canguro para facilitar el desarrollo de los bebés prematuros o que en su Instituto de Inmunología, hoy invadido por la humedad y el óxido, el científico Manuel Elkin Patarroyo desarrollara la primera vacuna sintética del mundo contra la malaria.
Nada ha servido, porque en medio de la pelea sobre si el hospital está adscrito a Bogotá o pertenece a Cundinamarca, el alcalde de la ciudad, Gustavo Petro, busca reabrirlo, mientras el gobernador del departamento, Álvaro Cruz, insiste en su liquidación.
El San Juan de Dios fue fundado en 1723 por orden del rey Felipe V para cambiar la concepción de que la gente no iba a los hospitales a morirse, sino a sanar, y para ser el epicentro de descubrimientos científicos. Pero hoy agoniza en una ciudad que se sigue transformando con paso acelerado, sin que ningún médico lo pueda curar, porque como le ocurre a los enfermos menos favorecidos, la cuestión es de plata: de billones de pesos.
Tampoco puede descansar en paz: un fallo judicial de 2011 suspendió todo el proceso de liquidación que comenzó cinco años antes por orden de la Superintendencia de Salud. El Hospital sigue suspendido en el tiempo, pendiendo de un hilo pero esperando que la reapertura simbólica que hizo el alcalde Petro de su centro de salud sea el masaje cardíaco definitivo que necesita para volver a la vida y abrir sus puertas de par en par.
La infraestructura del hospital, aunque afectada por el óxido, la humedad y la maleza, permanece de pie esperando la voluntad política que le permita abrir nuevamente sus puertas. Para los trabajadores la apertura del hospital se ha convertido en un drama personal: mientras algunos pocos todavía viven al interior, otros siguen yendo diariamente a firmar las planillas de asistencia y 75 de ellos han muerto a la espera de una solución. Los nombres de los difuntos están plasmados en un mural que su compañeros están pintando al lado del Hospital Materno Infantil. Quienes viven adentro lo hacen suspendidos en el tiempo y con una única esperanza que no parece convertirse en realidad. Sin agua ni luz y en medio de la humedad, ven cómo a los equipos médicos se los traga el olvido detrás de las latas de zinc puestas por la persona delegada por la Gobernación de Cundinamarca para administrar el bien.
Blanca Flor Rivera deambula por los corredores con bolsas repletas de acuerdos, sentencias y decretos como pruebas de las irregularidades de vieja data que llevaron al hospital a cerrar sus puertas y a sus trabajadores a repetir en todas las oficinas públicas un drama que a nadie parece importarle. Decidió estudiar Derecho en la Universidad Nacional como asistente para entender por qué tuvo que dejar de trabajar para dedicarse a instaurar demandas.
Con el cierre del Hospital no solo está en riesgo el bien material que se muere a ojos de todos, a pesar de las declaratorias patrimoniales, sino todo el conjunto de conocimientos y prácticas que también agonizan después de hacer de este complejo uno de los lugares más importantes del país en materia de atención médica y avances científicos.