Caminos abiertos por los indígenas y empedrados en la conquista, puentes que sobreviven al paso del tiempo, haciendas antes habitadas por presidentes y hasta museos con fósiles de mastodontes, son algunas de las reliquias históricas que esconden los municipios de la cuenca baja del río Bogotá, sitios que le hacen el quite a la contaminación de sus aguas.
En la época prehispánica, la cuenca baja del río Bogotá era habitada por los panches, indígenas guerreros que defendían a capa y espada su territorio. Para poder intercambiar productos con los muiscas, quienes gobernaron los terrenos de la sabana de Bogotá, abrieron trochas en medio de las montañas. Además del trueque de oro por sal, estos senderos los conducían a sus sitios de pagamento, como lagunas incrustadas en las cadenas montañosas.
Los españoles utilizaron esos caminos en la época de la conquista, no sin antes esclavizar a los indígenas para que los rellenaran con piedras y rocas y así pudieran transitar sus caballos y mulas. Igual lo hicieron los miembros de la campaña libertadora. Por estos sitios pasaron personajes emblemáticos como Gonzalo Jiménez de Quesada, Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander y el sabio botánico José Celestino Mutis.
Con el paso de los años, las trochas empedradas cargadas de historia, sufrimiento y libertad empezaron su declive. Muchas quedaron sepultadas bajo cemento para dar paso a las carreteras y avenidas que hoy comunican a los 14 municipios de la cuenca. Otras desaparecieron entre la maleza.
Las que lograron sobrevivir son conocidas como caminos reales. Cada uno de los municipios de la cuenca baja alberga mínimo tres de estas trochas empedradas, que son aprovechadas por algunos habitantes como un atractivo turístico y sirven de recordatorio sobre la sobredosis histórica que guarda esta parte del país.
Miguel Ángel Rico, un tolimense de 75 años, no para de hablar del camino real ubicado en el casco urbano de Tocaima. Asegura que allí se dio un encuentro histórico entre Simón Bolívar y el entonces vicepresidente Francisco de Paula Santander.
“Fue a finales de 1826. Por este camino real, construido por los indígenas panches, llegó Bolívar luego de liberar a los países del sur. Acá lo esperaba Santander para evitar un rompimiento total. En Tocaima firmaron un acuerdo histórico que sirvió como norma orientadora de la política seguida por los dos gobernantes”.
El camino de piedra de Tocaima hoy solo cuenta con dos kilómetros de largo, pero en el pasado era una megaobra que conducía a Bogotá y seguía hacia Agua de Dios, Neiva, la Plata y Popayán. “A todo el que me encuentre le digo que en este camino, que para muchos es solo un empedrado incómodo para caminar, fue una vía fundamental en la historia de nuestro país”, dice Rico, quien llegó a Tocaima a los 15 años.
“Tocaima fue un territorio panche, indígenas que fueron exterminados por los españoles para quitarles el oro, material que intercambiaban por sal con los muiscas. Estos eran dominios del cacique Guacaná, el más poderoso de los jefes comarcanos. En 1544, el Capitán Hernán Venegas Carrillo fundó un poblado con el nombre de Tocayma, que quedaba a las orillas del río Bogotá, un fuerte militar de donde salieron los españoles a conquistar el río Grande de la Magdalena”.
Según Rico, Tocaima fue candidata para trasladar la real audiencia, es decir convertirse en la capital del país, “pero el clima los desmotivó. En la colonia, Tocaima padeció por frecuentes inundaciones, y en 1581, casi 40 años después de fundada, una gigantesca avenida del río Bogotá arrasó con parte del pueblo, destruyendo el cabildo y convento. Una imagen de San Jacinto quedó flotando sobre las aguas. Por eso, los gobernantes vieron la necesidad de trasladarla a un sitio más seguro, en donde hoy está ubicada Tocaima”.
En 1862 fue construido el primer puente colgante de Colombia, con el propósito de comunicar a Tocaima con Agua de Dios, separados por el paso de río Bogotá. Sin embargo, la historia de esta infraestructura, que aún está en pie, guarda un propósito que muchos quisieran olvidar: llevar a los enfermos de lepra a Agua de Dios.
Rico, el viejo historiador de Tocaima, que pudo bañarse de adolescente en las aguas del río Bogotá, conoce parte de esta historia. “Agua de Dios era conocido por albergar aguas medicinales, por eso su nombre, y a las cuales muchos les atribuyeron poderes curativos. Por eso fue seleccionado como albergue para la gente que padecía de lepra”.
El único sitio de ingreso era este puente de 120 metros de largo, que fue bautizado como el Puente de los Suspiros porque desde ahí los familiares les decían un adiós eterno a sus enfermos. “En ese municipio el Estado construyó un lazareto, sitio similar a un campo de concentración rodeado por alambres. Todos sabían que la persona que ingresaba allí no regresaría jamás”.
Este tolimense, quien a pesar de estudiar medicina veterinaria siente más pasión por la historia, afirma que los pacientes de lepra llegaban en tren hasta Tocaima, para luego ingresar por el Puente de los Suspiros a Agua de Dios en coches con cruces.
“Parecían vehículos de los nazis. Al otro extremo del puente siempre había policías que custodiaban el ingreso. Allí desinfectaban a los enfermos, mientras los familiares lloraban a sus enfermos desde la otra punta de la estructura. Muchos no soportaban la despedida y se tiraban a las aguas del río Bogotá”.
José Castañeda, nacido en Agua de Dios hace 41 años, narra más detalles. “El estigma de mi pueblo empezó hacia 1870, cuando expulsaron a los primeros enfermos de Tocaima hacia el lazareto, uno de los tres campos de concentración que había en el país (los otros eran Isla de Oro en Cartagena y Santander). El de Agua de Dios tenía como 14 hilos de alambre para evitar que los pacientes escaparan. Todo el que fuera diagnosticado debía aislarse hasta su muerte, ya que el Estado catalogó la lepra como contagiosa y horrorosa”.
Ingresar a este sitio era una pena de muerte anticipada y un borrón como ciudadano. Castañeda, padre de dos hijos, recuerda que los que vivían allí ya no eran vistos como colombianos. “Les quitaban la cédula, les prohibían tener hijos y consumir alcohol. En 1907 fue creada una moneda propia, la coscoja, que tenía como propósito evitar contagios por el contacto. En los municipios aledaños, si alguien no era de su agrado, decían que tenía lepra para que lo llevaran al lazareto”.
En 1961 corroboraron que la lepra no era contagiosa. El gobierno firmó una ley que le devolvió los derechos civiles, políticos y garantías a los enfermos. Tres años después, Agua de Dios fue creado como municipio, pero su población sigue estigmatizada.
“En 1969, cuando terminé cuarto de bachillerato, me salió un cupo en el Salesiano de León XIII en Bogotá, pero me advirtieron que no podía decir que era de Agua de Dios. Ya de grande pasé varias hojas de vida informando mi verdadera procedencia: aún sigo esperando la respuesta. De los 15.000 habitantes de Agua de Dios, cerca de 800 reciben tratamiento en el municipio”, anota nostálgico este historiador que ha trabajado como chofer, fotógrafo, vendedor y tinterillo.
Hoy en día, por el Puente de los Suspiros, declarado en 2011 como patrimonio histórico y cultural, no pasa un solo vehículo. Sus portales en concreto están llenos de grafitis, con muros agrietados y profundas cicatrices del tiempo, y sus barandas repletas de óxido. Desde 2013, el Puente Antonio Nariño, una estructura metálica de 115 metros de largo y 11 metros de ancho, es el encargado de conectar a Tocaima con Agua de Dios.
En septiembre de 1972, Manuel Mendoza, un habitante de la vereda Pubenza, ubicada a 15 minutos del casco urbano de Tocaima, saltó a la fama. En ese entonces tenía una mina de yeso, por lo cual dedicaba sus días a dar pico y pala entre las rocas. En uno de esos trabajos, atraído por los colores raros en el cerro de Piedras Negras, decidió excavar más profundo.
Mendoza encontró huesos de gran tamaño que no correspondían a la fauna del sector. “La literatura dice que los primeros huesos los halló como a cuatro metros de profundidad y que alcanzó a sacar 100 partes. Para sorpresa de todos, el animal en cuestión era un mastodonte de más de 15.000 años, una especie evolutiva entre el mamut y el elefante que hoy está en el museo de Ingeominas. Sin embargo, también encontró restos de un cocodrilo y antiguos petroglifos de las comunidades indígenas”, dice Rico, el historiador más conocido de Tocaima.
Treinta y tres años después, en 2005 y en la misma vereda Pubenza, paleontólogos, arqueólogos y habitantes dieron con un mastodonte infantil que habitó en la zona hace 16.000 años, además de restos de cocodrilos y tortugas. Rico manifiesta que en esa ocasión, los hallazgos no fueron llevados a Bogotá. Hoy hacen parte del Museo Paleontológico y Arqueológico de Pubenza, ubicado en la antigua estación férrea llamada La Virginia, que fue inaugurado en 2005.
La entrada de la vieja estación del ferrocarril de Girardot, que transportó hasta inicios de los años 90 a millones de pasajeros y bultos entre Facatativá y Girardot, tiene una estatua de un mastodonte gris, encerrada con barrotes metálicos, que marca la primera señal de lo que contiene el Museo de Pubenza.
Los restos del mastodonte bebé están confinados en una caja de cristal que permite ver el cráneo, mandíbula y dos pequeños colmillos. También hay huesos desarticulados, como costillas, vértebras y partes de la pelvis. Rico, quien asesora a los jóvenes que sirven como guías del Museo, dice que los visitantes sienten curiosidad por la presencia de un descendiente del elefante en esta región.
“Todo esto era mar. Con los choques desde el centro de la tierra fueron elevándose las cordilleras que actualmente conocemos, al igual que rocas mesozoicas. Esto permitió que los animales del norte migraran hacia el sur. La región albergaba un gran pantano con abundante vegetación, sitios frecuentados por los mastodontes para alimentarse. Sin embargo, esta especie no corrió con suerte y sus individuos murieron en el fango, para luego convertirse en fósiles”.
Los mastodontes, mamíferos herbívoros, son confundidos con los mamuts. Pero los primeros eran más pequeños, pesaban 4.000 kilos, con patas más cortas y dientes para masticar ramas y hojas. Los segundos solo podían alimentarse de hierbas. Esa diferencia en su alimentación les permitió a los mastodontes colonizar y habitar tierras de Sudamérica, mientras que los mamuts quedaron restringidos a la parte norte.
En Colombia, los mastodontes, al igual que los perezosos gigantes o megaterios, estuvieron presentes durante la última glaciación, que finalizó hace 10.000 años.
Pero para Rico, estos dos mastodontes son tan solo una punta del iceberg sobre la carga paleontológica que hay en Pubenza. “Los vestigios más antiguos sobre la presencia de humanos en Colombia provienen de Tocaima, en Pubenza, y datan de hace 17.000 años. En los restos de estos animales encontraron artefactos líticos humanos, como piedras afiladas, que luego de estudiarlas arrojaron como resultado la manipulación por parte del hombre”.
El Museo de Pubenza también exhibe fósiles del pecho de una tortuga y cráneo de un cocodrilo de hace 23 millones de años, encontrados en una finca de Pubenza, al igual que telas con imágenes calcadas de petroglifos del sector de Piedras Negras, los cuales fueron tallados por los indígenas panches y representan símbolos como las mujeres dando a luz, la dificultad en los partos y animales como ranas.
La Mesa es uno de los municipios de la cuenca baja con mayor cantidad de caminos reales. En total suma cinco: Las Monjas, Resbalón, San Javier, Palmar del Tigre y Las Lajas. El de Las Monjas conduce a una cascada de aguas cristalinas por donde baja el río Apulo.
El camino real inicia en la inspección la Esperanza, donde está una de las estaciones del antiguo Ferrocarril de Girardot. A pocos minutos aparece una casona blanca esquinera con barandales rojos, ya carcomida por el paso del tiempo, y que en su segundo piso tiene la imagen de una virgen.
“Es la antigua Hacienda Las Monjas, que fue habitada en una época por el Presidente de la República Alfonso López Pumarejo, en donde realizó varios consejos de ministros. Fue una época muy bonita para el municipio, ya que contar con un Presidente en el pueblo nos llenó de orgullo. Fue un paso de toda la oligarquía hasta finales de los años 40”, cuenta Marcelo Pedreros, quien habita en la inspección y trabajó en el desaparecido ferrocarril.
“La antigua Hacienda Las Monjas fue habitada en una época por el Presidente de la República Alfonso López Pumarejo, en donde realizó varios consejos de ministros. Fue una época muy bonita para el municipio” Marcelo Pedreros, quien trabajó en el desaparecido ferrocarril.
Al ver la casa, con las paredes de su fachada resquebrajadas y por donde suben decenas de plantas enredaderas, Pedreros no oculta su nostalgia. “En una lástima que esté abandonada, ya que es un recuerdo bonito para todos los habitantes. Además, los predios también fueron ocupados por curas jesuitas, por lo cual dicen que habían monjas en la zona”.
Pocos metros después de la casa presidencial, el camino empedrado llega hasta la Hacienda el Refugio, una de las mayores productoras de plátano bocadillo de exportación en la región. “Hace 20 años estaba en su auge. Hoy, la producción está enfocada en la palma rivelino, muy utilizada para decorar los arreglos florales”, apunta Olga Camacho, coordinadora de turismo de la Alcaldía de La Mesa.
El camino real es la única vía de comunicación para llegar al Salto de las Monjas, una cascada de aguas cristalinas que cae desde una altura de 35 metros, uno de los sitios más turísticos de La Mesa. “Cuando hago recorridos por la zona, que en sí suma 10 hectáreas, les cuento a los turistas esas historias sobre nuestro pasado. Hay muchos lugares de antaño carcomidos por el paso de los años, como la finca San José, un colegio masculino para gente pudiente”, recuerda esta mujer madre de dos hijos.
Luego de las antiguas haciendas, el camino del Salto de las Monjas queda a entera disposición de la naturaleza. Especies del bosque húmedo decoran el recorrido de casi una hora para llegar a la cascada, lugar en donde hay camuflados entre la vegetación armadillos, serpientes, sapos, colibríes, faras, zorrillos y ñeques.
“Como el lugar está abierto al público y no tiene ningún costo, la gente hace de las suyas. En las jornadas de limpieza recogemos pañales, paquetes, latas de cerveza, colillas y hasta condones. Como dice el cuento: lo que no nos cuesta, hagámoslo fiesta. Ni siquiera los caminos reales, construidos desde la época de la colonia y por donde pasaron las tropas de Simón Bolívar, son respetados”, argumenta con tristeza Olga, que vive en el casco urbano de La Mesa.
Al igual que Tocaima, Anapoima era un territorio panche. Cuenta la leyenda que su población inició con el matrimonio de la princesa indígena Hanna de Luchuta con el cacique Poyma, nombres que al juntarlos forman la palabra Hanna-Poyma. El lugar fue conocido como pueblo de indios hasta la llegada de los españoles. De esa época sobreviven tres caminos reales, Santa Ana, río Bogotá y las Delicias, abiertos por los descendientes de la primera unión indígena, y los cuales hoy son aprovechados por sus pobladores para realizar caminatas ecológicas decoradas con la historia del pueblo.
Franz Castiblanco, un anapoimuno de 23 años con marcados rasgos indígenas, una rasta que le llega hasta la mitad de su espalda y aretes en sus orejas, lidera recorridos por el camino de Santa Ana, en la vereda del mismo nombre, a pocos metros del parque principal del pueblo. Lo hace desde pequeño cuando acompañaba a su mamá, otra guía del empedrado.
“Anapoima era un sitio de trueque entre los muiscas y panches. Estos indígenas fueron los artífices de los caminos reales, construidos como atajos entre el río Bogotá y lo alto de la montaña, todos descendientes de la princesa y el cacique, que luego fueron empedrados por los españoles. Los colonos decidieron asentarse en el pueblo por lo agradable del clima, que está entre los 23 y 26 grados centígrados”.
Desde los siete años, Franz recorre el kilómetro que mide el sendero, decorado por centenares de árboles del bosque húmedo que sirven de hogar y refugio a aves, insectos, mamíferos y reptiles, y el cual termina en un sitio de chorros de aguas medicinales y naturales que nacen en la montaña.
“La gente atraviesa el camino para bañarse en los pozos que tienen aguas con 25 minerales a los que les atribuyen poderes curativos. Cuando podemos, guiamos los recorridos junto con mi mamá, para que la gente aprenda un poco de dónde venimos y la carga histórica que tienen estos caminos: por acá caminaron nuestros antepasados desde la parte baja, donde está el río Bogotá, hasta lo más alto, donde hoy está el centro del pueblo”.
Este joven acaba de culminar un curso de turismo natural en el Sena, conocimiento que piensa aplicar en el camino real junto con su mamá. “Estamos dándole forma a un proyecto de caminatas ecológicas, que incluirá jardines ornamentales, avistamiento de aves, un mariposario y charlas sobre la historia de Anapoima y sus caminos reales. Queremos investigar más a fondo sobre nuestros antepasados y empezar a defender la naturaleza”.
Asegura que muchos de los turistas que vienen aún no dimensionan la carga histórica y natural de este lugar. “Botan botellas y basuras por el recorrido. Los tres caminos de Anapoima conducen a la piedra de la ninfa, ubicada cerca al río Bogotá, una estructura de tres metros en forma de mujer a donde los indígenas hacían sus ofrendas”.