A pesar de la contaminación que prolifera por el río Bogotá en su cuenca baja, la naturaleza no baja la guardia. En varios sitios remotos y apartados de la civilización, permanecen intactos hervideros de biodiversidad bañados por leyendas y mitos que datan desde la época prehistórica.
Tres leyendas permanecen vivas entre los recuerdos de los habitantes de la vereda Catalamonte en Tena sobre la historia de Pedro Palo, una laguna con 21,5 hectáreas de espejo de agua enclavada en las altas montañas del bosque de niebla.
Algunos aseguran que debe su nombre a una expedición de los jesuitas, cuando Pedro, uno de los sacerdotes, cayó a las aguas congeladas de la laguna, pero su sotana quedó atrapada en un palo. Otros dicen que un campesino, de nombre Pedro, ingresó borracho a la laguna y terminó ahogándose; su cuerpo sin vida fue encontrado al lado de un palo a la orilla del cuerpo de agua.
El tercer cuento narra la historia del indígena Pedro, preso y aprisionado por gente de la zona para que revelara el secreto del oro que guardaba la laguna. Un día desapareció de su encierro sin dejar huella, y luego lo vieron parado en el espejo de agua sobre un palo.
Aunque puede tratarse de habladurías, lo que sí es cierto es que la laguna de Pedro Palo fue un sitio de pagamento para los muiscas, paso de la campaña libertadora de Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, parte de la expedición Botánica del Sabio José Celestino Mutis cuando descubrió el árbol de la quina y estuvo habitada por los jesuitas en 1600.
Divisarla desde las montañas que la rodean embruja la vista con lo espeso del verde de su agua y enamora los sentidos por los sonidos que emana desde su centro. Sin embargo, advierte silenciosamente que nadie tiene permitido ingresar, como si estuviera protegida bajo un hechizo milenario que muchos han intentado romper.
Con el paso de los años, los predios aledaños a la laguna fueron comprados por colonos, la mayoría con intenciones de meterle ganado. “En 1913, mi bisabuelo le compró terrenos a varios campesinos, que luego heredó mi abuelo. Hacia 1970, muchos de los habitantes tumbaron bosque, ya que esa era la condición para lograr la titulación”, dice Roberto Sáenz, uno de los dueños de esos predios.
En la década del 80, al percatarse de su potencial ambiental, la zona fue visitada por investigadores, quienes no alteraron su calma. En 1990, la CAR tomó la primera decisión para evitar su desangre: declaró 125 hectáreas como Reserva Forestal Protectora-Productora.
Pero según Sáenz, de 55 años, esta medida no la blindó de la depredación: llegaron los caminantes, con intenciones de acampar a las orillas de la laguna. “Aparecieron basuras, fogatas, paseos de olla y desorden. En esos años, siete personas murieron ahogadas por nadar en sus aguas, posiblemente por estar borrachos o calambres”.
Lo peor estaba por llegar. En 1995, uno de los vecinos decidió apropiarse de un terreno de los curas, donde construyó una cabaña cerca al espejo de agua. En seguida empezó a cobrar por el ingreso, lo que generó más caos.
Debido a los impactos contra el sitio sagrado de los muiscas, en 1998 la CAR la cerró al público y les ordenó a los habitantes sembrar árboles nativos del bosque de niebla en los 50 metros que rodeaban el espejo de agua. “Quedó prohibida la pesca y caza, turismo (exceptuando el científico y de investigación) y puso a un guardabosque. Ocho años después fue demolida la cabaña”.
La decisión de la CAR le dio un nuevo respiro a la laguna, pero seguía vulnerable. En los inicios del 2000, algunas autoridades tenían la intención de comprar los predios privados para tener control de la zona, cuyos dueños, en su mayoría, eran primos de Sáenz. “A las reuniones iban mis primos y mi mamá, pero no decían mayor cosa. Entonces me empapé de la normatividad, y en 2005, mi hermano me dijo que las personas particulares tenían la opción de consolidar Reservas Naturales de la Sociedad Civil”.
Saénz logró convencer a sus demás primos, y después de un año, consolidaron ocho Reservas Naturales de la Sociedad Civil alrededor de Pedro Palo, todas con ese apellido: Poza Mansa, Tenasucá, La Cabaña, La Finca, Hostal, Kilimanjaro, La Granja y Altos de Pedro Palo.
Roberto es dueño de Tenasucá, una mancha de espeso verde que suma 42 hectáreas desde donde se aprecia la majestuosidad de la laguna. Allí construyó una casa de madera, donde está radicado hace dos años y medio. Las ocho reservas prestan servicios de turismo natural e investigación, pero nadie puede ir hasta el cuerpo de agua.
“Como dijo Jorge Bayona Posada en uno de sus escritos sobre la laguna: no es un sitio propicio para la vulgaridad, por lo cual debe seguir escondido”, comenta Roberto.
La zona cuenta con 341 especies de aves y es hogar de osos perezosos, ñeques, lapas, cusumbos, osos de anteojos, cuchas y un tigrillo carmelito. Entre sus bosques hay cedro, amarillo, encenillo, caucho, aliso, laurel, yarumo, cucharo y nogal.
“Cuenta la leyenda que la laguna tiene una profundidad de 30 metros, pero un pescador dijo que superaba los 700 metros. Pedro Palo es una formación de hace más de 40.000 años, en donde han encontrado presencia humana desde esa fecha”.
Hace 50 años, Helio Mendoza, quien ayudó a fundar la vereda Belén, ubicada a cuatro kilómetros del casco urbano de Agua de Dios, vio en los relictos del bosque seco tropical del alto Magdalena, una oportunidad para agradecerle a la naturaleza.
Primero compró 20 hectáreas, en donde construyó una casa colonial para vivir y recibir a sus hijos, la mayoría radicados en Bogotá. Poco a poco fue sumando más terreno, hasta completar cerca de 90 hectáreas repletas de árboles del bosque seco tropical, ecosistema casi extinto en el país.
Constanza Mendoza, una de sus hijas, lo visitaba constantemente. Asegura que quedó maravillada con la obra que hacía su padre en este sitio, donde hay cuevas con murciélagos, un imponente mirador, senderos abiertos por los animales y un nacedero de agua en medio del bosque tropical.
“Hace 20 años, con mi hija menor aún en la barriga, tomé la decisión de radicarme del todo en la casa de mi padre, quien murió al poco tiempo de mi llegada, a los 95 años de edad. Pero empecé a pensar en crear un proyecto para que la gente pudiera apreciar la maravilla del bosque seco que había conservado, pero sin atentar con los recursos naturales”, dice Constanza.
En el 2002, hace 17 años, logró convertir las 90 hectáreas de la finca en la Reserva Natural de la Sociedad Civil Mana Dulce, que significa donde brota el agua. Eso le permitió a Constanza trabajar en un proyecto ecoturístico.
“Quería que los turistas aprendieran sobre la biodiversidad e interactuaran con la naturaleza, además de concretar espacios para que las universidades y entidades científicas realicen sus investigaciones”.
Y así sucedió. Puso a Mana Dulce al servicio de la comunidad para que conociera sus beldades naturales, entre las que están senderos decorados con árboles como ceibas y palmas de más de 150 años y 30 metros de altura; un nacedero natural con 200 años de vida; un antiguo puente de piedra, que aseguran es el tercer puente en piedra natural construido en Colombia; la cueva de la Chimbilacera, de cuatro metros de altura y 20 de profundo, donde habitan 19 especies de murciélagos; y el Mirador del Indio Malachí, que ofrece una panorámica del bosque del Alto Magdalena.
“El canto de las aves embellece el recorrido de más de dos horas. Tenemos identificadas cerca de 220 especies de aves, en su mayoría endémicas, como el tochecito. Ken y Luna, dos perros criollos, acompañan a los cuatro guías que tenemos en las caminatas ecológicas. Al mes vienen en promedio 300 personas, quienes salen mojadas, llenas de barro, sudadas, pero felices después de vivir esta experiencia”, dice Constanza.
Entre el bosque, esta mujer construyó un sendero para que los turistas agudicen sus sentidos. Con los ojos vendados, los guías los meten en espacios cargados de agua, vegetación y lodo. También hay pruebas extremas para los más osados, quienes pueden escalar infraestructuras elaboradas en madera.
“Hasta monjas han venido a visitar la reserva. Con sus hábitos bien puestos, participaron en todas las pruebas y quedaron maravilladas”, dice Luis Arias, quien lleva dos años como guía.
En un aula verde, estudiantes y profesores de universidades como la Nacional, Javeriana, Militar y Tolima, sacan insumos para sus investigaciones y tesis. El avistamiento de aves es uno de los mayores atributos de este bosque. “El espíritu del bosque es el mismo espíritu de Dios, por eso estamos en la obligación de protegerlo”, puntualiza Constanza.
Incrustado en los bosques andinos de San Antonio del Tequendama está el Parque Natural Chicaque, una mancha verde de 312 hectáreas con 18 kilómetros de senderos empedrados que ha pasado de generación en generación desde la época del Marqués de San Jorge.
Según la historia, el predio le fue heredado a Manuel Lozano Valderrama, para luego pasar a manos de su hija María Elena, quien junto a su esposo, empezó a percatarse de su potencial ambiental. Uno de los hijos de este matrimonio, Manuel Escobar Lozano, trabajó desde 1990 para que la tierra que le heredaron sus padres estuviera lo más protegida posible.
Su meta era transformar el predio en una Reserva Natural de la Sociedad Civil, mérito que fue alcanzado en enero de 2002 y la convirtió en la primera de estas figuras en el país. Escobar Lozano falleció hace seis años, pero su legado sigue más vivo que nunca, ya que sus dos hijos continuaron con su sueño de conservación.
Chicaque es visitado a diario por decenas de amantes de la naturaleza, su mayoría extranjeros, quienes hacen caminatas por los siete tipos de bosque que alberga. También pueden apreciar las tres quebradas que bajan desde lo alto de la montaña (La Playa, Chicaque y Vélez) y aprender sobre las 3.000 especies vegetales y 200 de aves identificadas.
El recorrido completo por Chicaque dura día y medio, por lo cual hay dos zonas de camping, un hostal ecológico y nidos en árboles con alturas superiores a los 25 metros de altura, donde los turistas pueden dormir sin alterar el comportamiento de los ecosistemas.
El bosque de robles, un sendero de 2,5 kilómetros, es el más visitado. “Sus árboles, de hasta 30 metros de altura, alcanzan a vivir hasta 300 años. Cada uno es como un jardín botánico pequeño, lleno de helechos, musgos y bromelias. Los robles habitan en el bosque de niebla, uno de los más vulnerables a desaparecer en Colombia y que es fundamental para mitigar el calentamiento global”, asegura Nelly Maldonado, ingeniera forestal de Chicaque.
Ernesto Lamy, apodado “el amigo”, quien lleva ocho años como guía de Chicaque, cuenta que antes de 1990, cuando la zona era conocida como la Hacienda Chicaque, tumbaron más de la mitad de los robles para abrir potreros. “Pero los impactos vienen desde los españoles, que vieron en su madera un potencial para elaborar muebles y vigas. Muchas de las viviendas de La Candelaria, en el centro de Bogotá, fueron hechas con madera de esta zona”.
En estos bosques también habita la palma boa, un helecho enorme de hasta 12 metros de altura con espinas en su tallo, cinco clases de serpientes, ardillas rojas y hongos. “Hace poco, un semillero de la Universidad Distrital identificó dos nuevas especies de árboles. Por su parte, la Universidad Militar estudió el comportamiento de una especie de abeja solitaria, que al parecer es endémica”, apuntó Maldonado.
De los 18 kilómetros de senderos, 1,5 fueron usados por los indígenas muiscas y panches, los cuales luego fueron empedrados por los colonizadores ibéricos para permitir el paso de caballos y mulas. “Por acá también pasó la expedición botánica del Sabio Mutis”, complementa Lamy, quien vive en una de las veredas aledañas.
Las tres quebradas de Chicaque, luego de recorrer 10 kilómetros, le entregan sus aguas al río Bogotá. “Hay muchos mitos. Por ejemplo, a una quebrada nunca ha ido una mujer, ya que la leyenda cuenta que sí lo hacen queda seca. Chicaque, en lengua chibcha, tiene esta interpretación: chi (grande), ca (montaña o roca) y que (poderosa)”, dice el guía.
La reserva cuenta con un vivero de 30 especies del bosque andino, las cuales siembran en las zonas afectadas por ganadería. Fue construido hace cuatro años y sirve como centro de estudio de los pasantes universitarios. La ingeniera forestal del Parque afirma que el vivero es único en el país, ya que alberga especies nativas, emblemáticas, promisorias y algunas en estado vulnerable. “Tenemos chuguaca, matabuey, palma caña víbora, arrayán, gomo, lechoso, gaque, huesillo blanco y mortiños. A muchos de los visitantes les brindamos la oportunidad de que siembren un árbol y lo adopten”.
A tan sólo 4,4 kilómetros del casco urbano de Apulo, en inmediaciones del cerro del Copo, se impone con fuerza la laguna de Salcedo, que ha perdido más del 60 por ciento de su espejo de agua original debido al exceso de las actividades agropecuarias.
Sin embargo, hoy luce silenciosa, mágica y embrujadora, por donde sobrevuelan centenares de aves y habitan especies de roedores típicos de los humedales. Esto debido a varias acciones por parte de la CAR, como retiro del buchón de agua, jornadas de limpieza y educación ambiental a los pobladores de la vereda Salcedo.
“No creo que puedan hallarlos. La laguna tiene vida y no permite que nadie la altere. Lo que sí hay en sus alrededores son muchos petroglifos tallados en rocas por los panches, figuras en espiral, de cuerpos de hombre, flechas y animales con forma de lagartijas”. Humberto Valero acerca del oro depositado en el fondo de la laguna
Humberto Valero, un habitante de Apulo que trabaja haciéndole mantenimiento a los árboles del pueblo, la ha visitado desde que era pequeño. En la zona viven amigos entrañables, quienes le han contado leyendas que datan desde la época prehispánica. “Unos dicen que el Mohán, ese hombre de pelo largo y puro en la mano, aparecía cuando alguien osaba meterse en sus aguas. También narran que en lo profundo de la laguna hay patos de oro y joyas, depositadas por los indígenas panches que gobernaron la región”.
En sus 40 años de vida, nunca ha presenciado alguno de estos mitos, pero sí cree en ellos. “Hace como 50 años, por el pueblo corrió el rumor de que la laguna estaba embrujada. Varios pobladores decidieron echarle sal en sus orillas al mediodía para calmarla y evitar que inundara al municipio. Cuando regresaron de almorzar, Salcedo estaba brava. Sus aguas ariscas ahogaron a uno de esos pacientes. Por eso es mejor sólo observar su belleza desde lo lejos y agradecer por contar con un sitio tan mágico como este”.
En una época, cuenta Valero, llegaron a Apulo guaqueros alimentados por el rumor del oro depositado en su fondo, supuestos tesoros que los españoles también trataron de encontrar. “No creo que puedan hallarlos. La laguna tiene vida y no permite que nadie la altere. Lo que sí hay en sus alrededores son muchos petroglifos tallados en rocas por los panches, figuras en espiral, de cuerpos de hombre, flechas y animales con forma de lagartijas”.
Pero la laguna está a la deriva de los depredadores, ya que su ingreso no tiene control. “Eso no debería pasar, ya que hay gente malintencionada que llega a botar basura. Hacen paseos de olla y no aprecian su belleza. Deberían desarrollarse caminatas ecológicas guiadas, en donde cuenten esas leyendas mágicas y la necesidad de protegerla”.
Valero tuvo el privilegio de ver peces en el río Bogotá, donde recibe las aguas del Apulo. “De niño me bañé muchas veces en el Bogotá. En esa época no había tanta contaminación y la gente dependía del río. Los peces abundaban. Pero hoy está casi muerto por los impactos que recibe. Nos hace falta mucha educación para recuperarlo. Lo mismo pasa con el Apulo, al cual le seguimos arrojando basura”.
El camino real de Tena, ubicado en la vereda Cátiva, fue trazado por los muiscas para intercambiar sus productos con otros indígenas de la sabana, una ruta que luego fue aprovechada por los colonizadores, virreyes, ejércitos españoles, religiosos y comerciantes.
Sin embargo, su mayor hito vino por parte del sabio José Celestino Mutis, quien en 1772 encontró en los montes de Tena varias especies de quina, los primeros hallazgos en el virreinato de la Nueva Granada.
En la actualidad sobreviven seis kilómetros de esta trocha histórica, que conduce hacia lo espeso de un bosque donde transita la quebrada La Honda, la cual hace parte de dos reservas naturales de 65 hectáreas: El Tambo y Rosa Blanca. En la zona predominan especies de árboles como cedro, encenillo, aliso, yarumo, laurel, cucharo, nogal, balso, cajeto y arrayán, cubiertos por musgos y helechos.
William García, habitante del municipio, conoció por primera vez este atractivo turístico a los 10 años, cuando fue con sus amigos a bañarse en las frías aguas de la quebrada. “Lo que más me sorprendió fue la cascada El Tambo, una caída de agua de más de 40 metros de altura, enterrada en la profundidad del bosque de la reserva, que sirve para abastecer a La Mesa y veredas de Tena y Anapoima. Luego, al unirse con la quebrada Coyancha, desemboca sus aguas en el río Bogotá”.
Desde hace tres años, William trabaja como técnico ambiental de la alcaldía, lo que le ha permitido conocer los terrenos biodiversos de la tierra que lo vio nacer. “Una de las más visitadas es la reserva de El Tambo, de 16 hectáreas. Los turistas quedan maravillados con la caída de la cascada, pero muchos no toman medidas, beben licor y arrojan basura. Hace una década, un muchacho murió ahogado por nadar borracho en la laguna. Nadie sabe cuánto puede tener de profundidad”.
Hace tres meses, en las expediciones por las reservas de El Tambo y Rosa Blanca, William encontró una antigua mansión abandonada que le causó un escalofrío por todo su cuerpo. Dice que parecía una imagen de una película de terror por su deterioro.
“Está ubicada mucho antes de la cascada y a unos pocos minutos del inicio del camino real. Sin embargo, por lo denso del bosque, casi nadie la ve. La llaman la Casona, y los pobladores más antiguos aseguran que fue un punto de descanso para los miembros de la ruta española. Allí amarraban sus caballos y mulas, dormían y comían”.
Sus paredes, que aún conservan la pintura blanca, han sido rayadas con grafitis con signos de satanismo o brujería. Otros han dibujado muñecos obscenos. El piso del segundo nivel está a punto de caerse. “Los murciélagos son los únicos aparentes habitantes del lugar, pero debe haber muchos espíritus. Es un bosque lleno de historia”.
“Todas las quebradas y ríos del municipio terminan en el río Bogotá, por eso debemos cuidarlos para no contribuir más a su contaminación. Hace poco realizamos una siembra con niños y jóvenes en la vereda Peña Negra, quienes llevaron pancartas con mensajes como ‘Queremos recuperar el río’”.William García concluye que el estado del río Bogotá es un reflejo de la falta de educación.
William, de 29 años, prefiere enfocarse en analizar la flora y fauna de las reservas en lugar de indagar sobre la historia de la casona abandonada. “Debió ser un sitio muy pudiente en la época de los españoles, pero ahora solo inspira terror. Quién sabe qué cosas han sucedido allá. Yo fui de día y la carga que uno siente al caminar por las ruinas es demasiado fuerte. Hay muchas energías ocultas. Por mi no volvería, prefiero concentrarme en el bosque y en ver las especies de animales que alberga, como colibríes, búhos, lechuzas, carpinteros, lagartijas, serpientes, arañas, armadillos, ñeques y toches”.
Desde 2017, la CAR y la Alcaldía de Tena trabajan en un proyecto de reforestación y cerramiento de la reserva El Tambo, convenio que tiene un valor superior a los 153 millones de pesos y abarcará 11,1 hectáreas de la zona.
“La meta es sembrar 17.760 árboles nativos en El Tambo, además de instalar una cerca de 2.744 metros lineales para evitar que los turistas hagan de las suyas En el sitio realizamos jornadas de limpieza y siembras con niños de colegio, para que aprendan que la conservación es una tarea de todos.”, afirma William.
El joven concluye que el estado del río Bogotá es un reflejo de la falta de educación. “Debemos trazarnos la meta de conservar cada día más. Todas las quebradas y ríos del municipio terminan en el río Bogotá, por eso debemos cuidarlos para no contribuir más a su contaminación. Hace poco realizamos una siembra con niños y jóvenes en la vereda Peña Negra, quienes llevaron pancartas con mensajes como ‘Queremos recuperar el río’”.